Harry Bosch llamó al móvil de Kiz Rider, quien respondió enseguida. Ya estaba en la sala 503 y acababa de terminar de repartir la solicitud de escucha. Bosch habló en voz baja.

– He encontrado al padre.

– Buen trabajo, Harry. Todavía lo tienes. ¿Qué dice? ¿Reconoce a Mackey?

– Aún no he hablado con él.

Explicó la situación y preguntó si había alguna novedad por su parte.

– La orden está en el escritorio del capitán. Abel va a meterle prisa si no tenemos noticias a las diez, después sube por la cadena.

– ¿A qué hora has entrado?

– Pronto. Quería terminar con esto.

– ¿Tuviste ocasión de leer el diario de la chica anoche?

– Sí, lo leí en la cama. No ayuda mucho. Son secretos de escuela. Amor no correspondido, enamoramientos semanales, cosas así. Se menciona a MVA, pero no hay ninguna pista respecto a su identidad. Incluso podría ser un personaje de fantasía por la manera en que habla de lo especial que es. Creo que García no se equivocó al devolvérselo a la madre. No va a ayudarnos.

– ¿En el diario de refiere a MVA en masculino?

– Humm, Harry, eso es inteligente. No me he fijado. Lo tengo aquí y lo comprobaré. ¿Sabes algo que yo no sepa?

– No, sólo trataba de cubrir las posibilidades. ¿Danny Kotchof? ¿Aparece?

– Al principio. Lo menciona por el nombre después desaparece y el misterioso MVA ocupa su lugar.

– El señor X…

– Escucha, voy a subir a la sexta enseguida. Intentaré conseguir acceso a aquellos viejos archivos de los que estábamos hablando.

Bosch se fijó en que ella no había mencionado que eran archivos de la UOP. Se preguntó si Pratt o algún otro andaban cerca y ella estaba tomando precauciones para que no la oyeran.

– ¿Hay alguien ahí, Kiz?

– Exacto.

– Tomas todas las precauciones, ¿no?

– Exacto.

– Bien. Buena suerte. Por cierto, ¿encontraste un teléfono en Mariano?

– Sí -dijo ella-. Hay un teléfono y está el nombre de William Burkhart. Debe de ser un compañero de piso. Este tipo es sólo unos años mayor que Mackey y tiene un historial que incluye un delito de odio. No hay nada en años recientes, pero hay un delito de odio en el ochenta y ocho.

– ¿Y sabes qué? -dijo Bosch-. También era vecino de Sam Weiss. Creo que olvidé mencionarlo cuando hablamos anoche.

– Demasiada información nueva.

– Sí. Me estaba preguntando una cosa. ¿Cómo es que los móviles de Mackey no aparecieron en Auto Track?

– Te llevo ventaja en eso. Busqué el número y no es suyo. Está a nombre de Belinda Messier. Su dirección está en Melba, también en las colinas de Woodland. No tiene antecedentes, salvo infracciones de tráfico. Quizás es su novia.

– Quizás.

– Cuando tenga tiempo intentaré investigarla. Estoy sintiendo algo aquí, Harry. Todo empieza a cuadrar. Todo este material del ochenta y ocho. Intenté sacar el archivo sobre el delito de odio, pero…

– ¿Orden Público?

– Exacto. Y por eso voy a subir a la sexta.

– De acuerdo. ¿Algo más?

– He llamado a la DAP antes que nada. Todavía no han encontrado la caja de pruebas. Aún no tenemos la pistola. Me estoy preguntando si la guardaron mal o se la llevaron.

– Sí -dijo Bosch, pensando en lo mismo. Si el caso se volvía hacia el interior del departamento, las pruebas podrían haberse perdido a propósito y de manera permanente-. Bueno, antes de que haga esta entrevista volvamos un minuto al diario. ¿Hay algo relacionado con el embarazo?

– No, no hablaba de eso. Las entradas están fechadas y dejó de escribir a finales de abril. Quizá fue cuando lo descubrió. Creo que quizá dejó de escribirlo por si sus padres lo estaban leyendo secretamente.

– ¿No menciona ningún sitio al que pudiera haber ido?

– Menciona muchas películas -dijo Rider-. No con quién fue a verlas, sino las películas específicas que vio y lo que pensaba de ellas. ¿Qué estás pensando, adquisición de objetivo?

Necesitaban saber dónde se habían cruzado los caminos de Mackey y Rebecca Verloren. Era un agujero en el caso al margen de cuál fuera la motivación. ¿Dónde había establecido contacto Mackey con Verloren para adquirirla como objetivo?

– Cines -dijo él-. Podría ser el sitio en el que se cruzaron.

– Exactamente. Y creo que todos los cines del valle de San Fernando están en centros comerciales. Eso amplía todavía más la zona de cruce.

– Es algo en lo que pensar.

Bosch dijo que iría a la oficina después de hablar con Robert Verloren, y ambos colgaron. Cuando Bosch volvió a entrar, el ruido del lavaplatos parecía incluso mayor. El servicio de desayuno casi había terminado y el personal cerraba con fuerza los lavaplatos. Bosch se sentó a la mesa otra vez y se fijó en que alguien se había llevado su plato vacío. Trató de pensar en la conversación con Rider. Sabía que un centro comercial era un lugar descomunal para el cruce de caminos, un lugar donde resultaba fácil imaginar que alguien como Mackey se cruzara con alguien como Rebecca Verloren. Se preguntó si el crimen podría haberse reducido a un encuentro casual: Mackey viendo a una chica con la obvia mezcla de razas en la cara, el pelo y los ojos. ¿Podía haberlo irritado hasta el extremo de haberla seguido hasta su casa y después volver solo o con otros para secuestrarla y matarla?

Parecía una posibilidad remota, pero la mayoría de las teorías empezaban como posibilidades remotas. Pensó en la investigación original y la posibilidad de que hubiera sido empañada por el departamento. No había nada en el expediente que indicara hacia el ángulo racial: Sin embargo, en 1988, el departamento habría ido hasta el extremo para no representarlo. El departamento y la ciudad tenían un punto ciego. Una infección de animosidades raciales estaba pudriéndose bajo la superficie en 1988, pero ambos miraron hacia otro lado. La piel que cubría la herida purulenta se abrió por fin unos años después, y la ciudad fue destrozada durante tres días de disturbios, los peores en el país en un cuarto de siglo. Bosch tenía que considerar que la investigación del asesinato de Rebecca Verloren podía haber quedado atrofiada a fin de mantener la enfermedad bajo la superficie.

– ¿Está preparado?

Bosch levantó la mirada y vio a Robert Verloren de pie ante él. Estaba sudando por el esfuerzo y tenía el sombrero del chef en la mano. Todavía se percibía un ligero temblor en el brazo.

– Sí, claro. ¿Quiere sentarse?

Verloren se sentó enfrente de Bosch.

– ¿Siempre es así? -preguntó Bosch-. ¿Tan repleto?

– Cada mañana. Hoy hemos servido ciento sesenta y dos platos. Mucha gente cuenta con nosotros. No, espere, digamos ciento sesenta y tres platos. Me olvidé de usted. ¿Qué tal estaba?

– Francamente bien. Gracias, necesitaba el combustible.

– Es mi especialidad.

– Es un poco distinto a cocinar para Johnny Carson y la gente de Malibú, ¿eh?

– Sí, pero no lo echo de menos. En absoluto. Fue sólo una parada en el camino para descubrir el lugar al que pertenezco. Pero ahora estoy aquí, gracias a Jesucristo Nuestro Señor, y es aquí adonde quiero pertenecer.

Bosch asintió con la cabeza. Tanto si lo hacía de manera intencional como si no, Verloren estaba comunicando a Bosch que debía su nueva vida a la intervención de la fe. Bosch había descubierto con frecuencia que aquellos que más hablaban de la fe eran los que tenían menos.

– ¿Cómo me ha encontrado? -preguntó Verloren.

– Mi compañera y yo hablamos con su mujer ayer, y ella nos dijo que la última vez que supo de usted estaba aquí abajo. Empecé a buscar anoche.

– Yo en su caso no iría por esas calles por la noche. Había un ligero dejo caribeño en su voz, pero que sin duda había disminuido con el curso del tiempo.

– Pensaba que iba a encontrarlo en la cola, no dando de comer a la gente de la cola.

– Bueno, no hace tanto tiempo que estaba en la cola. Tuve que estar allí para estar donde estoy hoy.


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