Apenas desembocó del largo pasillo en la sala, vio a Kate Cold. No había cambiado: los mismos pelos disparados, los mismos lentes rotos sujetos con cinta adhesiva, el mismo chaleco de mil bolsillos, todos llenos de cosas, los mismos pantalones bolsudos hasta las rodillas, que revelaban sus piernas delgadas y musculosas, con la piel partida como corteza de árbol. Lo único inesperado resultó ser su expresión, que habitualmente era de furia concentrada y esta vez parecía alegre. Alexander la había visto sonreír muy pocas veces, aunque solía reírse a carcajadas, siempre en los momentos menos oportunos. Su risa era un ladrido estrepitoso. Ahora sonreía con algo parecido a la ternura, aunque era del todo improbable que fuera capaz de tal sentimiento.

– ¡Hola, Kate! -la saludó, algo asustado ante la posibilidad de que a su abuela se le estuviera ablandando el seso.

– Llegas media hora tarde -le espetó ella, tosiendo.

– Culpa mía -replicó él, tranquilizado por el tono: era su abuela de siempre, la sonrisa había sido una ilusión óptica.

Alexander la tomó por un brazo con la mayor brusquedad posible y le plantó un beso sonoro en la mejilla. Ella le dio un empujón, se limpió el beso de un manotazo y enseguida lo invitó a tomar una bebida, porque disponían de dos horas antes de embarcarse a Londres y de allí a Nueva Delhi. El muchacho la siguió rumbo al salón especial de viajeros frecuentes. La escritora, que viajaba mucho, se daba al menos el lujo de usar ese servicio. Kate mostró su tarjeta y entraron. Entonces Alexander vio a tres metros de distancia la sorpresa que su abuela le había preparado: Nadia Santos estaba esperándolo.

El chico dio un grito, soltó la mochila y abrió los brazos en un gesto impulsivo, pero de inmediato se contuvo, avergonzado. Nadia también había enrojecido y vaciló por unos instantes, sin saber qué hacer ante esa persona que de pronto le parecía un desconocido. No lo recordaba tan alto y además le había cambiado la cara, tenía las facciones más angulosas. Por fin la alegría pudo más que el desconcierto y corrió a estrecharse contra el pecho de su amigo. Alexander comprobó que Nadia no había crecido en esos meses, seguía siendo la misma niña etérea, toda color de miel, con un cintillo con plumas de loro sujetando su pelo crespo.

Kate Cold fingía leer con exagerada atención una revista, esperando su vodka en el bar, mientras los dos amigos, felices de haberse reunido después de una separación demasiado larga y de emprender juntos otra aventura, murmuraban sus nombres totémicos: Jaguar, Águila…

La idea de invitar a Nadia al viaje llevaba meses rondando a Kate. Se mantenía en contacto con César Santos, el padre de la chica, porque él supervisaba los programas de la Fundación Diamante para preservar el bosque nativo y las culturas indígenas del Amazonas. César Santos conocía la región como nadie, era el hombre perfecto para esa tarea. Por él supo Kate que la tribu de la gente de la neblina, cuyo jefe era la pintoresca anciana Iyomi, daba pruebas de adaptarse a los cambios con gran rapidez. Iyomi había mandado a cuatro jóvenes -dos varones y dos niñas- a estudiar a la ciudad de Manaos. Deseaba que esos jóvenes aprendieran las costumbres de los nabab, como llamaban a quienes no eran indios, para que sirvieran de intermediarios entre las dos culturas.

Mientras el resto de la tribu permanecía en la jungla viviendo de la caza y la pesca, los cuatro emisarios aterrizaron de golpe y porrazo en el siglo XXI. En cuanto se acostumbraron a usar ropa y lograron adquirir un vocabulario mínimo en portugués, se lanzaron valientemente a la conquista de «la magia de los nabab», empezando por dos inventos formidables: los fósforos y el autobús. En menos de seis meses habían descubierto la existencia de las computadoras y al paso que iban, según César Santos, un día no muy lejano podrían pelear mano a mano con los temibles abogados de las corporaciones que explotaban el Amazonas. Tal como decía Iyomi: «Hay muchas clases de guerreros».

Kate Cold llevaba un buen tiempo rogándole a César Santos que mandara a su hija a visitarla. Argumentaba que, tal como Iyomi había enviado a los jóvenes a estudiar a Manaos, él debía enviar a Nadia a Nueva York. La chica estaba en edad de salir de Santa María de la Lluvia y ver algo de mundo. Estaba muy bien eso de vivir en la naturaleza y conocer las costumbres de los animales y los indios, pero también debía recibir una educación formal; un par de meses de vacaciones en plena civilización le harían mucho bien, sostenía la escritora. Secretamente, esperaba que esa separación temporal serviría para tranquilizar a César Santos y tal vez en un futuro cercano el hombre se decidiría a mandar a su hija a estudiar a Estados Unidos.

Por primera vez en su vida la mujer estaba dispuesta a hacerse cargo de alguien; no lo había hecho ni siquiera con su propio hijo John, quien después del divorcio se había quedado a vivir con su padre. Su trabajo de periodista, sus viajes, sus hábitos de vieja maniática y su caótico apartamento no eran ideales para recibir visitas, pero Nadia era un caso especial. Le parecía que a los trece años esa niña era mucho más sabia que ella misma a los sesenta y cinco. Estaba segura de que Nadia tenía un alma antigua.

Por supuesto Kate no le había dicho ni una palabra de sus planes a su nieto Alexander, no fuera a pensar el chico que ella se estaba poniendo sentimental. No había un ápice de sentimentalismo en este caso, razonaba enfática la escritora; sus motivos eran puramente prácticos: necesitaba alguien que organizara sus papeles y archivos y además sobraba una cama en su apartamento. Si Nadia vivía con ella, pensaba hacerla trabajar como esclava, nada de mimos. Claro que eso sería después, cuando se quedara en su casa, y no ahora que finalmente el testarudo de César Santos había accedido a mandársela por unas cuantas semanas.

Kate no imaginó que Nadia llegaría sin más ropa que la puesta. Por todo equipaje traía un chaleco, dos bananas y una caja de cartón a la cual le había perforado unos agujeros en la tapa. Adentro iba Borobá, el monito negro que siempre la acompañaba, tan asustado como ella. El viaje había sido largo. César Santos llevó a su hija hasta el avión, donde una azafata se haría cargo de ella hasta Nueva York. Le había pegado parches adhesivos en los brazos con los teléfonos y la dirección de la escritora, por si se perdía. Desprenderle los parches después, no fue fácil.

Nadia sólo había volado en la decrépita avioneta de su padre y no le gustaba hacerlo, porque temía la altura. El corazón le dio un salto cuando vio el tamaño del avión comercial en Manaos y comprendió que estaría adentro por muchas horas. Subió aterrada y a Borobá no le fue mucho mejor. El pobre mono, acostumbrado al aire y la libertad, sobrevivió a duras penas el encierro y el ruido de los motores. Cuando su ama levantó la tapa de la caja en el aeropuerto de Nueva York, salió disparado como una flecha, chillando y dando saltos sobre los hombros de la gente, sembrando el pánico entre los viajeros. Nadia y Kate Cold tardaron media hora en darle caza y tranquilizarlo.

Durante los primeros días, la experiencia de vivir en un apartamento en Nueva York fue difícil para Borobá y su ama, pero pronto aprendieron a ubicarse en las calles e hicieron amigos en el barrio. A donde fueran llamaban la atención. Un mono que se portaba como un ser humano y una niña con plumas en el peinado eran un espectáculo en esa ciudad. La gente les ofrecía dulces y los turistas les tomaban fotos.

– Nueva York es un conjunto de aldeas, Nadia. Cada barrio tiene sus propias características. Una vez que conoces al iraní del almacén, al vietnamita de la lavandería, al salvadoreño que reparte el correo, a mi amigo, el italiano de la cafetería, y unas pocas personas más, te sentirás como en Santa María de la Lluvia -le explicó Kate, y muy pronto la chica comprobó que tenía razón.


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