Prepararon fuego para cocinar y encendieron velas delante de las estatuas, como signo de respeto. Esa noche comerían mejor y dormirían bajo techo: la ocasión merecía una breve ceremonia especial de agradecimiento.

Estaban meditando en silencio, cuando escucharon un largo rugido que retumbó entre las ruinas del monasterio. Abrieron los ojos en el momento en que entraba a la sala un gran tigre del Himalaya, una bestia de media tonelada de peso y pelaje blanco, el animal más feroz del mundo.

El príncipe recibió telepáticamente la orden de su maestro y procuró cumplirla, aunque su primera reacción instintiva fue recurrir al tao-shu y saltar en su propia defensa. Si lograba poner una mano detrás de las orejas del tigre, podría paralizarlo; sin embargo permaneció inmóvil, tratando de respirar con calma, para que la fiera no sintiera olor a miedo.

El tigre se acercó a los monjes lentamente. A pesar del inminente peligro en que se encontraban, el joven no pudo dejar de admirar la extraordinaria belleza del animal. Su piel era color marfil claro con rayas marrones y sus ojos azules como algunos de los glaciares del Himalaya. Era un macho adulto, enorme y poderoso; un ejemplar perfecto.

Tensing y Dil Bahadur, sentados en la posición del loto, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas, vieron avanzar al tigre. Ambos sabían que, si estaba hambriento, existían muy pocas posibilidades de detenerlo. La esperanza era que la bestia hubiera comido, aunque resultaba poco probable que en aquellas soledades la caza fuera abundante. Tensing poseía extraordinarios poderes psíquicos, porque era un tulku, la reencarnación de un gran lama de la antigüedad. Concentró ese poder como un rayo para penetrar en la mente de la fiera.

Sintieron el aliento del gran felino en el rostro, una bocanada de aire caliente y fétido que escapaba de sus fauces. Otro rugido temible estremeció el lugar. El tigre se acercó a pocos centímetros de los hombres y éstos sintieron el pinchazo de sus duros bigotes. Durante varios segundos, que parecieron eternos, los rondó, husmeándolos y tanteándolos con su enorme pata, pero sin agredirlos. El maestro y el discípulo permanecieron absolutamente inmóviles, abiertos al afecto y la compasión. El tigre no registró temor ni agresión en ellos, sino empatía, y una vez satisfecha su curiosidad, se retiró con la misma solemne dignidad con que había llegado.

– Ya ves, Dil Bahadur, como a veces la calma sirve de algo… -fue el único comentario del lama. El príncipe no pudo contestar porque se le había petrificado la voz en el pecho.

No obstante aquella inesperada visita, decidieron quedarse a pasar la noche en Chenthan Dzong, pero tomaron la precaución de dormir junto a una fogata, manteniendo a mano un par de lanzas que encontraron entre las armas abandonadas por los monjes tao-shu. El tigre no regresó, pero a la mañana siguiente, cuando emprendieron nuevamente la marcha, vieron sus huellas sobre la nieve refulgente y oyeron a lo lejos el eco de sus rugidos en las cimas.

Pocos días más tarde, Tensing lanzó una exclamación de alegría y señaló un estrecho cañón entre dos laderas verticales de la montaña. Eran dos paredes negras de roca, pulidas por millones de años de erosión y hielo.

Entraron al cañón con grandes precauciones, porque pisaban rocas sueltas y había hoyos profundos. Antes de poner el pie debían comprobar la firmeza del terreno con sus pértigas.

Tensing lanzó una piedra en uno de los pozos y tan hondo era, que no la oyeron caer al fondo. Arriba el cielo apenas se veía como una cinta azul entre los brillantes muros de roca. Un coro de gemidos terroríficos les salió al encuentro.

– Por suerte no creemos en fantasmas ni en demonios, ¿verdad? -comentó el lama.

– ¿Es acaso mi imaginación la que me hace oír esos alaridos? -preguntó el joven con la piel erizada de espanto.

– Tal vez es el viento, que pasa por aquí, tal como el aire pasa por una trompeta.

Habían recorrido un buen trecho cuando los asaltó una fetidez a huevo podrido.

– Azufre -explicó el maestro.

– No puedo respirar -dijo Dil Bahadur con las manos en la nariz.

– Tal vez conviene imaginar que es fragancia de flores -sugirió Tensing.

– De todas las fragancias, la más dulce es la de la virtud -recitó el joven sonriendo.

– Imagina, entonces, que ésta es la dulce fragancia de la virtud -replicó el lama, riendo también.

El pasaje tenía más o menos un kilómetro de largo, pero demoraron dos horas en atravesarlo. En algunas partes era tan angosto que debían avanzar de lado entre las rocas, mareados por el aire enrarecido, pero no vacilaron, porque el pergamino indicaba claramente que existía una salida… Vieron nichos cavados en las paredes, donde había calaveras y pilas de huesos muy grandes, algunos de apariencia humana.

– Debe ser el cementerio de los yetis -comentó Dil Bahadur.

Un soplo de aire húmedo y caliente, como nunca habían experimentado, anunció el final del cañón.

Tensing fue el primero en asomarse, seguido de cerca por su discípulo. Cuando Dil Bahadur vio el paisaje que tenía delante, le pareció que era otro planeta. Si no le pesara tanto la fatiga del cuerpo y no tuviera tan revuelto el estómago por el olor del azufre, pensaría que había hecho un viaje astral.

– Ahí lo tienes: el Valle de los Yetis -anunció el lama.

Ante ellos se extendía una meseta volcánica. Parches de áspera vegetación verdegrís, tupidos arbustos y grandes hongos de varias formas y colores crecían por todas partes. Había arroyos y charcos de agua burbujeante, extrañas formaciones rocosas y del suelo surgían altas columnas de humo blanco. Una bruma delicada flotaba en el aire, borrando los contornos en la lejanía y dando al valle un aspecto de ensueño. Los visitantes se sintieron fuera de la realidad, como si hubieran entrado a otra dimensión. Después de soportar durante tantos días el frío intenso de la travesía por las montañas, ese vapor tibio era un verdadero regalo para los sentidos, a pesar del olor nauseabundo que aún persistía, aunque menos intenso que en el cañón.

– Antiguamente ciertos lamas, cuidadosamente seleccionados por su resistencia física y fortaleza espiritual, hacían este viaje una vez cada veinte años para recoger plantas medicinales, que no crecen en ninguna otra parte -explicó Tensing.

Dijo que en 1950 Tíbet fue invadido por los chinos, quienes destruyeron más de seis mil monasterios y clausuraron los restantes. La mayoría de los lamas partieron a vivir en exilio en otros países, como India y Nepal, llevando las enseñanzas de Buda por todas partes. En vez de terminar con el budismo, como pretendían los invasores chinos, lograron exactamente lo contrario: repartirlo por el mundo entero. Sin embargo, muchos de los conocimientos de medicina, así como las prácticas psíquicas de los lamas, estaban desapareciendo.

– Las plantas se secaban, se molían y se mezclaban con otros ingredientes. Un gramo de esos polvos puede ser más precioso que todo el oro del mundo, Dil Bahadur -dijo el maestro.

– No podremos llevar muchas plantas. Lástima que no trajimos un yak -comentó el joven.

– Tal vez ningún yak cruzaría voluntariamente los precipicios haciendo equilibrio sobre una pértiga, Dil Bahadur. Llevaremos lo que podamos.

Entraron al misterioso valle y a poco andar vieron formas que parecían esqueletos. El lama informó a su discípulo que se trataba de huesos petrificados de animales anteriores al diluvio universal. Se colocó a gatas y comenzó a buscar en el suelo hasta encontrar una piedra oscura con manchas rojas.

– Esto es excremento de dragón, Dil Bahadur. Tiene propiedades mágicas.

– No debo creer todo lo que oigo, ¿verdad, maestro? -replicó el joven.


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