– No me importan las señales -dije-. Quiero saber qué cosa me ocurrió.

Frunció el entrecejo, como disgustado, y durante un momento permaneció muy tieso y callado. Luego me miró. Su tono fue muy vigoroso. Dijo que lo único importante era que Mescalito había sido muy gentil conmigo, me había inundado con su luz y me había dado una lección sin que yo pusiera de mi parte más esfuerzo que el de estar allí.

IV

El 4 de septiembre de 1968 fui a Sonora para visitar a don Juan. Cumpliendo una petición que me había hecho durarte mi visita previa, me detuve de paso en Hermosillo para comprarle un tequila fuera de comercio llamado bacanora. El encargo me parecía muy extraño, pues yo sabía que le disgustaba beber, pero compré cuatro botellas y las puse en una caja junto con otras cosas que le llevaba.

– ¡Vaya, trajiste cuatro botellas! -dijo, riendo, cuando abrió la caja-. Te pedí que me compraras una. Apuesto a que creíste que el bacanora era para mí, pero es para mi nieto Lucio, y tú tienes que dárselo como regalo personal de tu parte.

Yo había conocido al nieto de don Juan dos años antes; entonces tenía veintiocho. Era muy alto -más de un metro ochenta- y siempre vestía extravagantemente bien para sus medios y en comparación con sus iguales. Mientras la mayoría de los yaquis visten caqui y mezclilla, sombreros de paja y guaraches de fabricación casera, el atavío de Lucio consistía en una costosa chaqueta de cuero negra con escarolas de cuentas de turquesa, un sombrero tejano y un par de botas monogramadas y decoradas a mano.

Lucio quedó encantado al recibir el licor e inmediatamente metió las botellas a su casa, al parecer para almacenarlas. Don Juan comentó en forma casual que nunca hay que esconder licor ni beberlo a solas. Lucio dijo que en realidad no estaba escondiendo las botellas, sino guardándolas hasta la noche, hora en que invitaría a sus amigos a beber.

Esa noche, a eso de las siete, regresé a casa de Lucio. Había oscurecido. Discerní la vaga silueta de dos personas paradas bajo un árbol pequeño; eran Lucio y uno de sus amigos, quienes me esperaban y me guiaron a la casa con una linterna de pilas.

La vivienda de Lucio era una endeble construcción de dos habitaciones y piso de tierra, hecha con varas y argamasa. Medía unos seis metros de largo y la sustentaban vigas de mezquite, relativamente delgadas. Como todas las casas de los yaquis, tenía techo plano, de paja, y una "ramada" de tres metros de ancho: especie de toldo sobre toda la parte delantera de la casa. Un techo de ramada nunca tiene paja; se hace de ramas acomodadas con soltura, dando bastante sombra y a la vez permitiendo la circulación libre de la brisa refrescante.

Al entrar en la casa encendí la grabadora que llevaba dentro de mi portafolio. Lucio me presentó con sus amigos.

Había ocho hombres dentro de la casa, incluyendo a don Juan. Se hallaban sentados informalmente en torno al centro de la habitación, bajo la viva luz de una lámpara de gasolina que colgaba de una viga. Don Juan ocupaba un cajón. Tomé asiento frente a él en el extremo de una banca de dos metros hecha con una gruesa viga de madera clavada a dos horquillas plantadas en el suelo.

Don Juan había puesto su sombrero en el piso, junto a él. La luz de la lámpara hacía que su cabello corto y cano se viese más brillantemente blanco. Miré su rostro; la luz resaltaba asimismo las hondas arrugas en su cuello y su frente, y lo hacía parecer más moderno y más viejo.

Miré a los otros hombres; bajo la luz blanca verdosa de la lámpara de gasolina todos se veían cansados y viejos.

Lucio se dirigió en español a todo el grupo y dijo en voz fuerte que íbamos a beber una botella de bacanora que yo le había traído de Hermosillo. Fue al otro aposento, sacó una botella, y la descorchó y me la dio junto con una pequeña taza de hojalata. Serví un pequeñísimo tanto y lo bebí. El bacanora parecía más fragante y denso que el tequila común, y más fuerte también. Me hizo toser. Pasé la botella y todos se sirvieron un traguito: todos excepto don Juan; él nada más tomó la botella y la colocó frente a Lucio, que estaba al final de la línea.

Todos comentaron con vivacidad el rico sabor de esa botella en particular, y estuvieron de acuerdo en que el licor debía proceder de las montañas altas de Chihuahua.

La botella dio una segunda vuelta. Los hombres chasquearon los labios, repitieron sus elogios e iniciaron una animada discusión acerca de las notorias diferencias entre el tequila hecho en los alrededores de Guadalajara y el que se elabora a gran altitud en Chihuahua.

Durante la segunda vuelta, don Juan tampoco bebió, y yo sólo me serví un sorbo, pero los demás llenaron la taza hasta el borde. La botella volvió a pasar de mano en mano y se vació.

– Saca las otras botellas, Lucio -dijo don Juan.

Lucio pareció vacilar, y don Juan explicó a los otros, en tono enteramente casual, que yo había traído cuatro botellas para Lucio.

Benigno, un joven de la edad de Lucio, miró el portafolio que yo había colocado inconspicuamente detrás de mí y preguntó si era yo un vendedor de tequila. Don Juan le contestó que no, y que en realidad había ido a Sonora para verlo a él.

– Carlos está aprendiendo sobre Mescalito, y yo le estoy enseñando -dijo don Juan.

Todos me miraron y sonrieron con cortesía. Bajea, el leñador, un hombre pequeño y delgado, de facciones pronunciadas, fijó los ojos en mí durante un momento y luego dijo que el tendero me había acusado de ser espía de una compañía americana que planeaba explotar minas en la tierra yaqui. Todos reaccionaron como si tal acusación los indignara. Además, nadie se llevaba bien con el tendero, que era mexicano, o yori, como dicen los yaquis.

Lucio fue al otro aposento y regresó con una nueva botella de bacanora. La abrió, se sirvió un buen tanto y luego la pasó. La conversación se desvió hacia las probabilidades de que la compañía americana viniese a Sonora, y a su posible efecto sobre los yaquis. La botella volvió a Lucio. La alzó y miró su contenido para ver cuánto quedaba.

– Dile que no se apure -me susurró don Juan-. Dile que le traerás más la próxima vez que vengas.

Me incliné hacia Lucio y le aseguré que en mi próxima visita le llevaría al menos media docena de botellas.

En determinado momento, los temas de conversación parecieron agotarse. Don Juan se volvió hacia mi y dijo en voz alta:

– ¿Por qué no les cuentas aquí a los muchachos tus encuentros con Mescalito? Creo que eso será mucho más interesante que esta plática inútil de qué pasará si la compañía americana viene a Sonora.

– ¿Ese Mescalito es el peyote, agüelo? -preguntó Lucio con curiosidad.

– Alguna gente lo llama así -dijo don Juan secamente-. Yo prefiero llamarlo Mescalito.

– Esa chingadera lo vuelve a uno loco -dijo Genaro, un hombre alto y robusto, de edad madura.

– Eso de decir que Mescalito lo vuelve a uno loco es pura estupidez -dijo don Juan suavemente-. Porque si ése fuera el caso, Carlos andaría ahorita mismo con camisa de fuerza en vez de estar aquí platicando con ustedes. El ha tomado y mírenlo. Está muy bien.

Bajea sonrió y repuso con timidez: -¿Quién sabe? -y todo el mundo rió.

– Bueno, mírenme a mí -dijo don Juan-. Yo he conocido a Mescalito casi toda mi vida y jamás me ha hecho daño.

Los hombres no rieron, pero resultaba obvio que no lo tomaban en serio.

– Por otro lado -siguió don Juan-, es cierto que Mescalito lo vuelve loco a uno, como tú dijiste, pero eso pasa sólo cuando uno va a verlo sin saber lo que hace.

Esquere, un anciano que parecía de la edad de don Juan, rió suavemente, chasqueando la lengua, mientras meneaba la cabeza de un lado a otro.

– ¿Qué es lo que uno tiene que saber, Juan? -preguntó-. La última vez que te vi, te oí decir la misma cosa.


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