– Lo hace a uno disfrutar mejor de la vida -dijo don Juan.
– Pero si no sabe bien, ¿cómo va a hacernos disfrutar mejor la vida? -persistió Eligio-. Esto no tiene ni pies ni cabeza.
– Claro que tiene -dijo Genaro con convicción-. El peyote te vuelve loco y naturalmente crees que estás gozando de la vida como nunca, hagas lo que hagas.
Todos rieron de nuevo.
– Sí tiene sentido -prosiguió don Juan, incólume- cuando piensas lo poco que sabemos y lo mucho que hay por verse. El trago es lo que enloquece a la gente. Empaña las imágenes. Mescalito, en cambio, lo aclara todo. Te hace ver tan bien. ¡Pero tan bien!
Lucio y Benigno se miraron y sonrieron como si hubiesen oído antes la historia. Genaro y Esquere se impacientaron más y empezaron a hablar al mismo tiempo. Victor rió por encima de todas las otras voces. Eligio parecía ser el único interesado.
– ¿Cómo puede el peyote hacer todo eso? -preguntó.
– En primer lugar -explicó don Juan-, debes tener el deseo de hacer su amistad, y creo que esto es lo más importante. Luego alguien tiene que ofrecerte a él, y debes reunirte con él muchas veces antes de poder decir que lo conoces.
– ¿Y qué pasa después? -preguntó Eligio.
– Te cagas en el techo con el culo en el suelo -interrumpió Genaro. El público rugió.
– Lo que pasa después depende por completo de ti -prosiguió don Juan sin perder el control-. Debes acudir a él sin miedo y, poco a poco, él te enseñará cómo vivir una vida mejor.
Hubo una larga pausa. Los hombres parecían cansados. La botella estaba vacía. Con obvia renuencia, Lucio abrió otra.
– ¿Es también el peyote el protector de Carlos? -preguntó Eligio en tono de broma.
– Yo no sé -dijo don Juan-. Lo ha probado tres veces; dile a él que te cuente.
Todos se volvieron hacia mí con curiosidad, y Eligio preguntó:
– ¿De veras lo hiciste?
– Si. Lo hice.
Al parecer, don Juan había ganado un asalto con su público. Estaban interesados en oír de mi experiencia, o bien eran demasiado corteses para reírse en mi cara.
– ¿No te cortó la boca? -preguntó Lucio.
– Si y también tenía un sabor espantoso.
– ¿Entonces por qué lo comiste? -preguntó Benigno. Empecé a explicar, en términos elaborados, que para un occidental el conocimiento que don Juan tenía del peyote era una de las cosas más fascinantes que podían hallarse.
Añadí luego que cuanto él había dicho al respecto era cierto, y que cada uno de nosotros podía verificarlo por sí mismo.
Advertí que todos sonreían como ocultando su desdén. Me puse muy incómodo. Tenía conciencia de mi torpeza para transmitir lo que realmente pensaba. Hablé un rato más, pero había perdido el ímpetu y sólo repetí lo que ya don Juan había dicho. Don Juan acudió en mi ayuda y preguntó en tono confortante:
– Tú no andabas buscando un protector cuando te encontraste por vez primera a Mescalito, ¿verdad?
Les dije que yo no sabía que Mescalito pudiera ser un protector, y que sólo me movían mi curiosidad y un gran deseo de conocerlo.
Don Juan reafirmó que mis intenciones habían sido impecables, y dijo que a causa de ello Mescalito tuvo un efecto benéfico sobre mí.
– Pero te hizo vomitar y orinar por todas partes, ¿no? -insistió Genaro.
Le dije que, en efecto, me había afectado de tal manera. Todos rieron en forma contenida. Sentí que su desdén hacia mí había crecido más aun. No parecían interesados, con excepción de Eligio, que me observaba.
– ¿Qué viste? -preguntó.
Don Juan me instó a narrarles todos, o casi todos, los detalles salientes de mis experiencias, de modo que describí la secuencia y la forma de lo que había percibido. Cuando terminé de hablar, Lucio hizo un comentario.
– Te sacó la… ¡Qué bueno que yo nunca lo he comido!
– Es lo que les decía -dijo Genaro a Bajea-. Esa chingadera lo vuelve a uno loco.
– Pero Carlos no está loco ahora. ¿Cómo explicas eso? -preguntó don Juan a Genaro.
– ¿Y cómo sabemos que no está? -replicó Genaro.
Todos soltaron la risa, inclusive don Juan.
– ¿Tuviste miedo? -preguntó Benigno.
– Claro que si.
– ¿Entonces por qué lo hiciste? -preguntó Eligio.
– Dijo que quería saber -repuso Lucio en mi lugar-. Yo creo que Carlos se está volviendo como mi abuelo. Los dos han estado diciendo que quieren saber, pero nadie sabe qué carajos quieren saber.
– Es imposible explicar eso -dijo don Juan a Eligio- porque es distinto para cada hombre. Lo único que es igual para todos nosotros es que Mescalito revela sus secretos en forma privada a cada hombre. Porque yo sé como se siente Genaro, no le recomiendo que busque a Mescalito. Sin embargo, pese a mis palabras o a lo que él siente, Mescalito podría crearle un efecto totalmente benéfico. Pero sólo él lo puede averiguar, y ése es el saber del que yo he estado hablando.
Don Juan se puso de pie.
– Es hora de irse -dijo-. Lucio está borracho y Víctor ya se durmió.
Dos días después, el 6 de septiembre, Lucio, Benigno y Eligio fueron a la casa donde yo me alojaba, para que saliéramos de cacería. Permanecieron en silencio un rato mientras yo seguía escribiendo mis notas. Entonces Benigno rió cortésmente, como advertencia de que iba a decir algo importante.
Tras un embarazoso silencio, rió de nuevo y dijo:
– Aquí Lucio dice que quiere comer peyote.
– ¿De veras lo harías? -pregunté.
– Sí. Me da igual hacerlo o no hacerlo.
La risa de Benigno brotó a borbollones:
– Lucio dice que él come peyote si tú le compras una motocicleta.
Lucio y Benigno se miraron y echaron a reír.
– ¿Cuánto cuesta una motocicleta en los Estados Unidos? -preguntó Lucio.
– Probablemente la conseguirás en cien dólares -dije.
– Eso no es mucho por allá, ¿verdad? Podrías conseguírsela fácilmente, ¿no? -preguntó Benigno.
– Bueno, déjame preguntarle primero a tu abuelo -dije a Lucio.
– No, no -protestó-. Ni se lo menciones. Lo va a echar todo a perder. Es bien raro. Y además, está muy viejo y muy chocho y no sabe lo que hace.
– Antes era un brujo de los buenos -añadió Benigno-. Digo, de a de veras. En mi casa dicen que era el mejor. Pero se las dio de peyotero y acabó mal. Ahora ya está muy viejo.
– Y repite y repite las mismas pendejadas sobre el peyote -dijo Lucio.
– Ese peyote es pura mierda -dijo Benigno-. Sabes, lo probamos una vez. Lucio le sacó a su abuelo un costal entero. Una noche que íbamos al pueblo lo mascamos. ¡Hijo de puta! me hizo pedazos la boca. ¡Tenía un sabor de la chingada!
– ¿Lo tragaron? -pregunté.
– Lo escupimos -dijo Lucio-, y tiramos todo el pinche costal.
Ambos pensaban que el incidente era muy chistoso. Eligio, mientras tanto, no había dicho una palabra. Estaba apartado, como de costumbre. Ni siquiera rió.
– ¿A ti te gustaría probarlo, Eligio? -pregunté.
– No. Yo no. Ni por una motocicleta.
Lucio y Benigno hallaron la frase absolutamente chistosa y rugieron de nuevo.
– Sin embargo -continuó Eligio-, tengo que decir que don Juan me intriga.
– Mi abuelo es demasiado viejo para saber nada -dijo Lucio con gran convicción.
– Sí, es demasiado viejo -resonó Benigno.
La opinión que los dos jóvenes tenían de don Juan me parecía pueril e infundada. Sentí que era mi deber salir en defensa de su reputación, y les dije que en mi opinión don Juan era entonces, como lo había sido antes, un gran brujo, tal vez incluso el más grande de todos. Dije que sentía en él algo en verdad extraordinario. Los insté a recordar que don Juan, teniendo más de setenta años, poseía mayor fuerza y energía que todos nosotros juntos. Reté a los jóvenes a comprobarlo tratando de tomar por sorpresa a don Juan.
– A mi abuelo nadie lo agarra desprevenido -dijo Lucio orgullosamente-. Es brujo.
Le recordé que lo habían llamado viejo y chocho, y que un viejo chocho no sabe lo que pasa en su derredor. Dije que la presteza de don Juan me había maravillado en repetidas ocasiones.