Fijé la mirada en el sitio indicado, pero no vi nada. En cierto momento, sin embargo, advertí un mosquito que volaba frente a mis ojos. Se posó en el petate. Seguí sus movimientos. Se acercó mucho a mí; tanto, que mi percepción visual se emborronó. Y entonces, de pronto, sentí como si me hubiera puesto de pie. Era una sensación muy desconcertante que merecía algo de cavilación, pero no había tiempo para ello. Tenía la sensación total de estar mirando al frente desde mi acostumbrado nivel ocular; y lo que veía estremeció la última fibra de mi ser. No hay otra manera de describir la sacudida emocional que experimenté. Allí mismo, encarándome, a poca distancia, había un animal gigantesco y horrendo. ¡Algo verdaderamente monstruoso! Ni en las más locas fantasías de la ficción había yo encontrado nada parecido. Lo miré con desconcierto absoluto y extremo.

Lo primero que en realidad noté fue su tamaño. Pensé, por algún motivo, que debía de tener casi treinta metros de alto. Parecía hallarse en pie, erecto, aunque yo no podía saber cómo se tenía en pie. Luego, noté que tenía alas: dos alas cortas y anchas. En ese punto tomé conciencia de que insistía en examinar al animal como si se tratase de una visión ordinaria; es decir, lo miraba. Sin embargo, no podía realmente mirarlo en la forma en que me hallaba acostumbrado a mirar. Me di cuenta de que, más bien, notaba yo cosas de él, como si la imagen se aclarara conforme se añadían partes. Su cuerpo estaba cubierto por mechones de pelo negro. Tenía un hocico largo y babeaba. Sus ojos eran saltones y redondos, como dos enormes pelotas blancas.

Entonces empezó a batir las alas. No era el aleteo de un pájaro, sino una especie de tremor parpadeante, vibratorio. Ganó velocidad y empezó a describir círculos frente a mí; más que volar, se deslizaba, con asombrosa rapidez y agilidad, a unos cuantos centímetros del piso. Durante un momento me hallé abstraído en observarlo. Pensé que sus movimientos eran feos, y sin embargo su velocidad y soltura eran espléndidas.

Dio dos vueltas en torno mío, vibrando las alas, y la baba que caía de su boca volaba en todas direcciones. Luego giró sobre sí mismo y se alejó a una velocidad increíble, hasta desaparecer en la distancia. Miré fijamente en la dirección que había seguido, pues no me era posible hacer nada más. Tenía una peculiarísima sensación de pesadez, la sensación de ser incapaz de organizar mis pensamientos en forma coherente. No podía irme. Era como si me hallara pegado al sitio.

Entonces vi en la distancia algo como una nube; un instante después la bestia gigantesca daba vueltas nuevamente frente a mí, a toda velocidad. Sus alas tajaron el aire cada vez más cerca de mis ojos, hasta golpearme. Sentí que las alas habían literalmente golpeado la parte de mí que estaba en ese sitio, fuera la que fuera. Grité con toda mi fuerza, invadido por uno de los dolores más torturantes que jamás he sentido.

Lo próximo que supe fue estar sentado en mi petate; don Juan me frotaba la frente. Frotó con hojas mis brazos y piernas; luego me llevó a una zanja de irrigación detrás de su casa, me quitó la ropa y me sumergió por entero; me sacó y volvió a sumergirme una y otra vez.

Mientras yo yacía en el fondo, poco profundo, de la zanja, don Juan me jalaba de tiempo en tiempo el pie izquierdo y daba golpecitos suaves en la planta. Tras un rato sentí un cosquilleo. El lo advirtió y dijo que yo estaba bien. Me puse la ropa y regresamos a su casa. Volví a sentarme en mi petate y traté de hablar, pero me sentí incapacitado de concentrarme en lo que quería decir, aunque mis pensamientos eran muy claros. Asombrado, tomé conciencia de cuánta concentración se necesitaba para hablar. También noté que, para decir algo, tenía que dejar de mirar las cosas. Tuve la impresión de que me hallaba enredado en un nivel muy profundo y cuando quería hablar tenía que salir a la superficie como un buceador; tenía que ascender como si me jalaran mis palabras. Dos veces logré incluso aclararme la garganta en una forma perfectamente ordinaria. Pude haber dicho entonces lo que deseaba decir, pero no lo dije. Preferí permanecer en el extraño nivel de silencio donde podía limitarme a mirar. Tuve el sentimiento de que empezaba a conectarme con lo que don Juan llamaba "ver", y eso me hacía muy feliz.

Después, don Juan me dio sopa y tortillas y me ordenó comer. Pude hacerlo sin ningún problema y sin perder lo que yo consideraba mi "poder de ver". Enfoqué los ojos en todo lo que me rodeaba. Estaba convencido de que podía "ver" todo, y sin embargo el mundo se miraba igual, hasta donde me era posible juzgar. Pugné por "ver" hasta que la oscuridad fue completa. Finalmente me cansé y me dormí.

Desperté cuando don Juan me cubrió con una frazada. Tenía jaqueca y estaba mal del estómago. Tras un rato me sentí mejor y dormí tranquilamente hasta el día siguiente.

A la mañana, era de nuevo yo mismo. Ansioso, pregunté a don Juan:

– ¿Qué cosa me ocurrió?

Don Juan rió, taimado.

– Fuiste a buscar al cuidador y claro que lo hallaste -dijo.

– ¿Pero qué era, don Juan?

– El guardián, el cuidador, el centinela del otro mundo -dijo don Juan, concretando.

Intenté narrarle los detalles de esa bestia fea y portentosa, pero él hizo caso omiso, diciendo que mi experiencia no era nada especial, que cualquiera podía hacer eso.

Le dije que el guardián había sido para mí un choque tal, que todavía no me era posible pensar realmente en él.

Don Juan rió e hizo burla de lo que llamó una inclinación demasiado dramática de mi naturaleza.

– Esa cosa, fuera lo que fuera, me lastimó -dije-. Era tan real como usted y yo.

– Claro que era real. Te hizo doler, ¿no?

Al rememorar la experiencia creció mi excitación. Don Juan me pidió calma. Luego me preguntó si de veras había tenido miedo del guardián; enfatizó el "de veras".

– Estaba yo petrificado -dije-. Jamás en mi vida he experimentado un susto tan imponente.

– Qué va -dijo, riendo-. No tuviste tanto miedo.

– Le juro -dije con fervor genuino- que de haberme podido mover habría corrido como histérico.

Mi aseveración le pareció graciosa y le causó risa.

– ¿Qué caso tenía el hacerme ver esa monstruosidad, don Juan?

Se puso serio y me contempló.

– Era el guardián -dijo-. Si quieres ver, debes vencer al guardián.

– ¿Pero cómo voy a vencerlo, don Juan? Ha de tener unos treinta metros de alto.

Don Juan rió con tantas ganas que las lágrimas rodaron por sus mejillas.

– ¿Por qué no me deja decirle lo que vi, para que no haya malentendidos? -dije.

– Si eso te hace feliz, ándale, dime.

Narré cuanto podía recordar, pero eso no pareció alterar su humor.

– Sigue sin ser nada nuevo -dijo sonriendo.

– ¿Pero cómo espera usted que yo venza una cosa así? ¿Con qué?

Estuvo callado un rato. Luego me miró y dijo:

– No tuviste miedo, no realmente. Tuviste dolor, pero no tuviste miedo.

Se reclinó contra unos bultos y puso los brazos detrás de la cabeza. Pensé que había abandonado el tema.

– Sabes -dijo de pronto, mirando el techo de la ramada-, cada hombre puede ver al guardián. Y el guardián es a veces, para algunos de nosotros, una bestia imponente del alto del cielo. Tienes suerte; para ti fue nada más de treinta metros. Y sin embargo, su secreto es tan simple.

Hizo una pausa momentánea y tarareó una canción ranchera.

– El guardián del otro mundo es un mosquito -dijo despacio, como si midiera el efecto de sus palabras.

– ¿Cómo dijo usted?

– El guardián del otro mundo es un mosquito -repitió-. Lo que encontraste ayer era un mosquito; y ese mosquito te cerrará el paso hasta que lo venzas.

Por un momento no creí lo que don Juan decía, pero al rememorar la secuencia de mi visión hube de admitir que en cierto momento me hallaba mirando un mosquito, y un instante después tuvo lugar una especie de espejismo y me encontré mirando la bestia.


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