– ¿Tú qué crees? Preferirías creer que estás loco, ¿no? -dijo, cortante.
– Bueno, para usted es fácil aceptar todas esas cosas. Para mi es imposible.
– Para mi no es fácil. No tengo ningún privilegio sobre ti. Esas cosas son igualmente difíciles de aceptar para ti o para mí o para cualquier otro.
– Pero usted está en su elemento con todo esto, don Juan.
– Sí, pero bastante me costó. Tuve que luchar, quizá más de lo que tú luches nunca. Tú tienes un modo inexplicable de hacer que todo marche para ti. No tienes idea de cuánto hube de esforzarme para hacer lo que tú hiciste ayer. Tienes algo que te ayuda en cada paso del camino. No hay otra explicación posible de la manera en que aprendes las cosas de los poderes. Lo hiciste antes con Mescalito, ahora lo has hecho con el humito. Deberías concentrarte en el hecho de que tienes un gran don, y dejar de lado otras consideraciones.
– Lo hace usted sonar muy fácil, pero no lo es. Estoy roto por dentro.
– Te compondrás pronto. Una cosa es cierta, no has cuidado tu cuerpo. Estás demasiado gordo. No quise decirte nada antes. Siempre hay que dejar que los otros hagan lo que tienen que hacer. Te fuiste años enteros. Pero te dije que volverías, y volviste. Lo mismo pasó conmigo. Me rajé durante cinco años y medio.
– ¿Por qué se alejó usted, don Juan?
– Por la misma razón que tú. No me gustaba.
– ¿Por qué volvió?
– Por la misma razón por la que tú has vuelto: porque no hay otra manera de vivir.
Esa declaración tuvo un gran impacto sobre mí, pues yo me había descubierto pensando que tal vez no había otra manera de vivir. Jamás había expresado a nadie este pensamiento, pero don Juan lo había inferido correctamente.
Tras un silencio muy largo le pregunté:
– ¿Qué hice ayer, don Juan?
– Te levantaste cuando quisiste.
– Pero no sé cómo lo hice.
– Toma tiempo perfeccionar esa técnica. Pero lo importante es que ya sabes cómo hacerlo.
– Pero no sé. Ese es el punto, que de veras no sé.
– Claro que sabes.
– Don Juan, le aseguro, le juro…
No me dejó terminar; se puso en pie y se alejó.
Más tarde, hablamos de nuevo sobre el guardián del otro mundo.
– Si creo que lo que he experimentado, sea lo que sea, tiene una realidad concreta -dije-, entonces el guardián es una criatura gigantesca que puede causar increíble dolor físico; y si creo que uno puede en verdad viajar distancias enormes por un acto de la voluntad, entonces es lógico concluir que también podría, con mi voluntad, hacer que el monstruo desapareciera. ¿Correcto?
– No del todo -dijo él-. Tu voluntad no puede hacer que el guardián desaparezca. Puede evitar que te haga daño; eso sí. Por supuesto, si llegas a lograr eso, tienes el camino abierto. Puedes pasar junto al guardián y no hay nada que él pueda hacer, ni siquiera revolotear como loco.
– ¿Cómo puedo lograr eso?
– Ya sabes cómo. Nada más te hace falta práctica.
Le dije que sufríamos un malentendido brotado de nuestras diferencias en percibir el mundo. Dije que para mi saber algo significaba que yo debía tener plena conciencia de lo que estaba haciendo y que podía repetir a voluntad lo que sabía, pero en este caso ni tenía conciencia de lo que había hecho bajo la influencia del humo, ni podría repetirlo aunque mi vida dependiera de ello.
Don Juan me miró inquisitivo. Lo que yo decía parecía divertirlo. Se quitó el sombrero y se rascó las sienes, como hace cuando desea fingir desconcierto.
– De veras sabes hablar sin decir nada, ¿no? -dijo, riendo-. Ya te lo he dicho: hay que tener un empeño inflexible para llegar a ser hombre de conocimiento. Pero tú pareces tener el empeño de confundirte con acertijos. Insistes en explicar todo como si el mundo entero estuviera hecho de cosas que pueden explicarse. Ahora te enfrentas con el guardián y con el problema de moverte usando tu voluntad. ¿Alguna vez se te ha ocurrido que, en este mundo, sólo unas cuantas cosas pueden explicarse a tu modo? Cuando yo digo que el guardián te cierra realmente el paso y que podría sacarte el pellejo, sé lo que estoy diciendo. Cuando digo que uno puede moverse con su voluntad, también sé lo que digo. Quise enseñarte, poco a poco, cómo moverse, pero entonces me di cuenta de que sabes cómo hacerlo aunque digas que no.
– Pero de veras no sé cómo -protesté.
– Sí sabes, idiota -dijo con severidad, y luego sonrió-. Esto me hace acordar la vez que alguien puso a aquel muchacho Julio en una máquina segadora; sabía cómo manejarla aunque jamás lo había hecho antes.
– Sé a lo que se refiere usted, don Juan; de cualquier modo, siento que no podría hacerlo de nuevo, porque no estoy seguro de qué cosa hice.
– Un brujo charlatán trata de explicar todo en el mundo con explicaciones de las que no está seguro -dijo-, así que todo sale siendo brujería. Pero tú andas igual. También quieres explicarlo todo a tu manera, pero tampoco estás seguro de tus explicaciones.
VIII
Don Juan me preguntó abruptamente si planeaba irme a casa durante el fin de semana. Dije que mi intención era marcharme el lunes en la mañana. Estábamos sentados bajo su ramada a eso del mediodía del sábado 18 de enero de 1969, descansando tras una larga caminada en los cerros cercanos. Don Juan se levantó y entró en la casa. Unos momentos más tarde, me llamó. Se hallaba sentado a la mitad de su cuarto y había puesto mi petate frente al suyo. Me hizo seña de tomar asiento y sin decir palabra desenvolvió la pipa, la sacó de su funda, llenó el cuenco con la mezcla para fumar, y la encendió. Incluso llevó a su habitación una bandeja de barro llena de carbones pequeños.
No preguntó si yo estaba dispuesto a fumar. Simplemente me pasó la pipa y me dijo que chupara. No titubeé. Al parecer, don Juan había evaluado correctamente mi estado de ánimo; mi curiosidad avasalladora con respecto al guardián debe de haberle sido obvia. Sin necesidad de instancia alguna, fumé ávidamente todo el cuenco.
Las reacciones que tuve fueron idénticas a las que había experimentado antes. También don Juan procedió en forma muy similar. Esta vez, sin embargo, en vez de ayudarme a hacerlo, se limitó a indicarme que apuntalara el brazo derecho sobre el petate y me acostara del lado izquierdo. Sugirió que cerrara el puño si eso mejoraba el apalancamiento.
Cerré, efectivamente, el puño derecho, pues me resultaba más fácil que volver la palma contra el piso yaciendo con el peso sobre la mano. No tenía sueño; sentí calor durante un rato, luego perdí toda sensación.
Don Juan se acostó de lado, encarándome; su antebrazo izquierdo descansaba sobre el codo y apoyaba su cabeza como en un cojín. Reinaba una placidez perfecta, incluso en mi cuerpo, que para entonces carecía de sensaciones táctiles. Me sentía muy a gusto.
– Es agradable -dije.
Don Juan se levantó apresuradamente.
– No vayas a empezar con tus carajadas -dijo con acritud-. No hables. Toda la energía se te va a ir en hablar, y entonces el guardián te aplastará como quien apachurra un mosquito.
Sin duda pensó que su símil era chistoso, pues empezó a reír, pero se detuvo de pronto.
– No hables, por favor no hables -dijo con una expresión seria en el rostro.
– No iba a decir nada -dije, y en realidad no quería decir eso.
Don Juan se puso en pie. Lo vi alejarse hacia la parte trasera de su casa. Un momento después advertí que un mosquito había aterrizado en mi petate, y eso me llenó de un tipo de ansiedad que jamás había experimentado antes. Era una mezcla de exaltación, angustia y miedo. Me hallaba totalmente consciente de que algo transcendental estaba a punto de revelarse frente a mí; un mosco que guardaba el otro mundo. La idea era ridícula; sentí ganas de reír con fuerza, pero entonces me di cuenta de que mi exaltación me distraía y de que iba a perderme un periodo de transición que deseaba clarificar. En mi anterior intento de ver al guardián, primero había mirado al mosquito con el ojo izquierdo, y luego sentí que me había incorporado y lo miraba con ambos ojos, pero no tuve conciencia de cómo ocurrió esa transición.