IX
Durante tres meses, don Juan evitó sistemáticamente hablar del guardián. En dicho lapso le hice cuatro visitas; él me mandaba a realizar encargos y, cuando se hallaban cumplidos, me decía simplemente que regresara a mi casa. El 24 de abril de 1969, la cuarta vez que estuve con él, tuvimos por fin una confrontación, después de cenar, sentados junto a su estufa de tierra. Le dije que me estaba haciendo algo incongruente; yo estaba dispuesto a aprender y él ni siquiera quería tenerme cerca. Yo había tenido que luchar muy duro para superar mi aversión a usar sus hongos alucinógenos y sentía, como él mismo había dicho, que no tenía tiempo que perder.
Don Juan escuchó pacientemente mis quejas.
– Eres demasiado débil -dijo-. Te apuras cuando deberías esperar, pero esperas cuando deberías darte prisa. Piensas demasiado. Ahora piensas que no hay tiempo que perder.
"Y hace poco pensabas que no querías volver a fumar. Tu vida es como una pelota desinflada y ahorita no te da para encontrarte con el humito. Yo soy responsable de ti y no quiero que mueras como un idiota."
Me sentí apenado.
– ¿Qué puedo hacer, don Juan? Soy muy impaciente.
– ¡Vive como guerrero! Ya te he dicho: un guerrero acepta la responsabilidad de sus actos, del más trivial de sus actos. Tú actúas tus pensamientos y eso está mal. Fallaste con el guardián a causa de tus pensamientos.
– ¿Cómo fallé, don Juan?
– Pensando todo. Pensaste en el guardián y por eso no pudiste vencerlo,
"Primero debes vivir como un guerrero. Creo que entiendes eso muy bien."
Quise intercalar algo en mi defensa, pero él me calló con un ademán.
– Tu manera de vivir es suficientemente templada -prosiguió-. En realidad, es más templada que la de Pablito o la de Néstor, los aprendices de Genaro, y así y todo ellos ven y tú no. Tu vida es más compacta que la de Eligio y él probablemente verá antes que tú. Eso de veras me confunde. Ni siquiera Genaro puede acabar de entenderlo. Has cumplido fielmente todo lo que te he mandado hacer. Todo cuanto mi benefactor me enseñó, en la primera etapa del aprendizaje, te lo he pasado. La regla es justa, los pasos no pueden cambiarse. Has hecho todo cuanto uno tiene que hacer y sin embargo no ves; pero a los que ven, como Genaro, les parece que ves. Yo me fío de eso y caigo en una trampa. Siempre acabas portándote como un tonto que no ve, y por supuesto eso es lo que eres.
Las palabras de don Juan me despertaron una profunda zozobra. Sin saber por qué, me hallaba a punto de llorar. Empecé a hablar de mi niñez y una oleada de pesar me envolvió. Don Juan se me quedó viendo un instante y luego apartó los ojos. Fue una mirada penetrante. Sentí que literalmente me había agarrado con los ojos. Tuve la sensación de dos dedos que me asían con suavidad y advertí una agitación extraña, una comezón, una desazón agradable en la zona de mi plexo solar. Estaba tremendamente consciente de mi región abdominal. Percibí su calor. Ya no pude hablar coherentemente; mascullé algo antes de callar por entero.
– Ha de ser la promesa -dijo don Juan tras una larga pausa.
– ¿Cómo?
– Una promesa que hiciste una vez, hace mucho.
– ¿Qué promesa?
– A lo mejor tú puedes decírmelo. Sí te acuerdas de ella, ¿no?
– No.
– Una vez prometiste algo muy importante. Pensé que quizá tu promesa te evitaba ver.
– No sé de qué habla usted.
– ¡Hablo de una promesa que hiciste! Tienes que recordarla.
– Si usted sabe cuál fue la promesa, ¿por qué no me lo dice, don Juan?
– No. De nada serviría decirte.
– ¿Fue una promesa que me hice a mi mismo?
Por un momento pensé que podría estarse refiriendo a mi decisión de abandonar el aprendizaje.
– No. Esto es algo que pasó hace mucho tiempo -dijo.
Reí, seguro de que don Juan estaba jugando conmigo. Me sentí lleno de malicia. Tuve un sentimiento de exaltación ante la idea de poder engañar a don Juan, quien, me hallaba convencido, sabía tan poco como yo acerca de la supuesta promesa. Sin duda buscaba en la oscuridad y trataba de improvisar. La idea de seguirle la corriente me deleitó.
– ¿Fue algo que le prometí a mi abuelito?
– No -dijo él, y sus ojos brillaron-. Tampoco fue algo que le prometiste a tu abuelita.
La ridícula entonación que dio a la palabra "abuelita" me hizo reír. Pensé que don Juan me estaba poniendo alguna trampa, pero me hallaba dispuesto a jugar el juego hasta el final. Empecé a enumerar todos los posibles individuos a quienes yo habría podido prometer algo de gran importancia. El dijo no cada vez. Luego encaminó la conversación hacia mi niñez.
– ¿Por qué fue triste tu niñez? -preguntó con gesto serio.
Le dije que mi infancia no había sido en verdad triste, sino acaso un poco difícil.
– Todo el mundo siente lo mismo -dijo, mirándome de nuevo-. También yo pasé de niño muchas desdichas y temores. Ser un niño indio es duro, muy duro. Pero el recuerdo de aquel tiempo ya no tiene otro significado sino que fue duro. Dejé de pensar en las penalidades de mi vida aun antes de que aprendiera a ver.
– Yo tampoco pienso en mi niñez -dije.
– ¿Entonces por qué te entristece? ¿Por qué tienes ganas de llorar?
– No sé. Tal vez cuando me recuerdo de niño siento lástima de mí mismo y de todos mis semejantes. Me siento indefenso y triste.
Me miró con fijeza y de nuevo mi región abdominal registró la extraña sensación de dos dedos suaves que la aferraban. Aparté los ojos y luego volví a mirarlo. El miraba la distancia más allá de mí; tenía los ojos nebulosos, desenfocados.
– Fue una promesa de tu niñez -dijo tras un silencio momentáneo.
– ¿Qué cosa prometí?
No respondió. Tenía los ojos cerrados. Sonreí involuntariamente; sabía que don Juan estaba tentaleando en la oscuridad; sin embargo, había perdido en parte mi ímpetu original de seguirle el juego.
– Yo era un niño flaco -prosiguió-, y siempre tenía miedo.
– También yo -dije.
– Lo que más recuerdo es el terror y la tristeza que se me vinieron encima cuando los soldados yoris mataron a mi madre -dijo suavemente, como si el recuerdo fuera aún doloroso-. Era una india pobre y humilde. Tal vez fue mejor que su vida se acabara entonces. Yo quería que me mataran con ella, porque era un niño. Pero los soldados me levantaron y me golpearon. Cuando me agarré al cuerpo de mi madre, me rompieron los dedos de un fuetazo. No sentí dolor, pero ya no pude cerrar las manos, y entonces me llevaron a rastras.
Dejó de hablar. Sus ojos seguían cerrados y pude percibir un temblor muy leve en sus labios. Una profunda tristeza empezó a invadirme. Imágenes de mi propia infancia inundaban mi mente.
– ¿Cuántos años tenía usted, don Juan? -pregunté, sólo por disipar mi tristeza.
– Como siete. Era el tiempo de las grandes guerras yaquis. Los soldados yoris nos cayeron de sorpresa mientras mi madre preparaba algo de comer. Era una mujer indefensa. La mataron sin ningún motivo. No tiene nada que ver el que haya muerto así, en realidad no importa, pero para mí sí. No puedo decirme por qué, sin embargo; nada más me importa. Creí que también habían matado a mi padre, pero no. Estaba herido. Luego nos metieron en un tren, como reses, y cerraron la puerta. Días y días nos tuvieron allí en la oscuridad, como animales. Nos mantenían vivos con pedazos de comida que de vez en cuando echaban en el vagón.
"Mi padre murió de sus heridas en ese vagón. En el delirio del dolor y la fiebre me decía y me repetía que yo tenía que vivir. Siguió diciéndome eso hasta el último momento de su vida.
"La gente me cuidaba; me daba comida; una vieja curandera me compuso los huesos rotos de la mano. Y como puedes ver, viví. La vida no ha sido ni buena ni mala conmigo; la vida ha sido dura. La vida es dura, y para un niño es a veces el horror mismo."