Experimenté una sacudida súbita; el objeto luminoso se emborronó, como si algo lo sacudiera, y luego perdió su brillo para hacerse sólido y carnal. Me hallé entonces mirando el conocido rostro moreno de don Juan. Sonreía con placidez. La visión de su rostro "verdadero" duró un instante y luego la cara adquirió nuevamente un brillo, un resplandor, una iridiscencia. No era luz como estoy acostumbrado a percibirla, ni siquiera un resplandor; más bien era movimiento, el parpadeo increíblemente rápido de algo. El objeto brillante empezó otra vez a sacudirse de arriba a abajo, y eso rompía su continuidad ondulatoria. Su brillo disminuía con las sacudidas, hasta que de nuevo se volvió la cara "sólida" de don Juan, como lo veo en la vida cotidiana. En ese momento me di cuenta, vagamente, de que don Juan me sacudía. También me hablaba. Yo no comprendía lo que estaba diciendo, pero como siguió sacudiéndome terminé por oírlo.

– No te me quedes viendo. No te me quedes viendo -repetía-. Rompe tu mirada. Rompe tu mirada. Aparta los ojos.

El sacudir de mi cuerpo pareció forzarme a desplantar mi mirada fija; aparentemente no veía el objeto luminoso más que cuando escudriñaba el rostro de don Juan. Al apartar mis ojos de su cara y mirarlo, por así decir, con el rabo del ojo, percibía yo su solidez; esto es, percibía una persona tridimensional; sin mirarlo realmente podía yo, de hecho, percibir todo su cuerpo, pero al enfocar mis ojos el rostro se hacía de inmediato el objeto luminoso.

– No me mires para nada -dijo don Juan con gravedad.

Aparté los ojos y miré el suelo.

– No claves la vista en ninguna cosa -dijo don Juan imperiosamente, y se hizo a un lado para ayudarme a caminar.

Yo no sentía mis pasos ni podía explicarme cómo ejecutaba el acto de caminar, pero, con don Juan sosteniéndome del sobaco, llegamos hasta la parte trasera de su casa. Nos detuvimos junto a la zanja de irrigación.

– Ahora quédate viendo el agua -me ordenó don Juan.

Miré el agua, pero no podía fijar la vista. De algún modo, el movimiento de la corriente me distraía. Don Juan siguió instándome, en son de broma, a ejercitar mis "poderes de contemplación", pero no pude concentrarme. Observé de nuevo el rostro de don Juan, pero el resplandor ya no se hizo evidente.

Empecé a experimentar un extraño cosquilleo en mi cuerpo, la sensación de un miembro dormido; los músculos de mis piernas comenzaron a crisparse. Don Juan me empujó al agua y caí hasta el fondo. Al parecer tenía asida mi mano derecha al empujarme, y cuando toqué el escaso fondo volvió a jalarme hacia arriba.

Me tomó largo tiempo recobrar el dominio de mis acciones. Cuando volvimos a su casa, horas más tarde, le pedí explicar mi experiencia. Mientras me ponía ropa seca describí excitado lo que había percibido, pero él descartó por entero mi relato, diciendo que no contenía nada de importancia.

– ¡Gran cosa! -dijo, burlándose-. Viste un resplandor, gran cosa.

Insistí en una explicación y él se puso de pie y dijo que tenía que irse. Eran casi las cinco de la tarde.

Al día siguiente, volví a sacar a colación mi peculiar experiencia.

– ¿Eso es ver, don Juan? -pregunté.

Permaneció en silencio, con una sonrisa misteriosa, mientras yo seguía presionando en busca de respuesta.

– Digamos que ver es un poco como eso -dijo por fin-. Mirabas mi cara y la veías brillar, pero seguía siendo mi cara. Sucede que el humito lo hace mirar así a uno. No es nada.

– ¿Pero en qué forma sería distinto ver?

– Cuando uno ve, ya no hay detalles familiares en el mundo. Todo es nuevo. Nada ha sucedido antes. ¡El mundo es increíble!

– ¿Por qué dice usted increíble, don Juan? ¿Qué cosa lo hace increíble?

– Nada es ya familiar. ¡Todo lo que miras se vuelve nada! Ayer no viste. Miraste mi cara y, como te caigo bien, notaste mi resplandor. No era yo monstruoso, como el guardián, sino bello e interesante. Pero no me viste. No me volví nada frente a tus ojos. De todos modos estuviste bien. Diste el primer paso verdadero hacia ver. El único inconveniente fue que te concentraste en mí, y en ese caso yo no soy para ti mejor que el guardián. Sucumbiste en ambos casos, y no viste.

– ¿Desaparecen las cosas? ¿Cómo se vuelven nada?

– Las cosas no desaparecen. No se pierden, si eso es lo que quieres decir; simplemente se vuelven nada y sin embargo siguen estando allí.

– ¿Cómo puede ser eso posible, don Juan?

– ¡Me lleva la chingada con tu insistencia en hablar! -exclamó don Juan con rostro serio-. Creo que no dimos bien con tu promesa. A lo mejor lo que de verdad prometiste fue que nunca te ibas a callar la boca.

El tono de don Juan era severo. Su rostro lucía preocupado. Quise reír, pero no me atreví. Pensé que don Juan hablaba en serio, pero no era así. Empezó a reír. Le dije que si yo no hablaba me ponía muy nervioso.

– Vamos a caminar, pues -dijo.

Me llevó a la boca de una cañada en el fondo de los cerros. Caminamos como por una hora. Descansamos un poco y luego me guió, a través de los densos matorrales del desierto, hasta un ojo de agua; es decir, a un sitio que según él era un ojo de agua. Estaba tan seco como cualquier otro sitio en el área circundante.

– Siéntate en medio del ojo de agua -me ordenó.

Obedecí y tomé asiento,

– ¿Va usted también a sentarse aquí? -pregunté.

Lo vi disponer un sitio donde sentarse a unos veinte metros del centro del ojo de agua, contra las rocas en la ladera de la montaña.

Dijo que iba a vigilarme desde allí. Yo estaba sentado con las rodillas contra el pecho. Corrigió mi postura y me dijo que me sentara sobre la pierna izquierda, con la derecha doblada y la rodilla hacia arriba. El brazo derecho debía estar a un lado, con el puño descansando sobre el suelo, mientras mi brazo izquierdo se hallaba cruzado sobre el pecho. Me dijo que lo encarara y que permaneciera allí, relajado pero no "abandonado". Luego sacó de su morral una especie de cordón blancuzco. Parecía un gran lazo. Lo enlazó en torno de su cuello y lo estiró con la mano izquierda hasta que estuvo tenso. Rasgueó la apretada cuerda con la mano derecha. Hizo un sonido opaco, vibratorio.

Aflojó el brazo y me miró y dijo que yo debía gritar una palabra específica si empezaba a sentir que algo se venía a mí cuando él tocara la cuerda.

Pregunté qué era lo que se suponía que viniera hacia mí y él me ordenó callarme. Me hizo con la mano seña de que iba a comenzar, pero no lo hizo; antes me dio una indicación más. Dijo que si algo se venía hacia mí de modo muy amenazante, yo debía adoptar la posición de pelea que él me había enseñado años antes: consistía en danzar, golpeando el suelo con la punta del pie izquierdo, mientras se daban palmadas vigorosas en el muslo derecho. La posición de pelea era parte de una técnica defensiva usada en casos de extremo apuro y peligro.

Tuve un momento de aprensión genuina. Quise inquirir el motivo de nuestra presencia allí, pero él no me dio tiempo y empezó a pulsar la cuerda. Lo hizo varias veces, a intervalos regulares de unos veinte segundos. Advertí que, conforme tocaba la cuerda, iba aumentando la tensión. Podía yo ver claramente el temblor que el esfuerzo producía en sus brazos y cuello. El sonido se hizo más claro y entonces me di cuenta de que don Juan añadía un grito peculiar en cada pulsación. El sonido compuesto de la cuerda tensa y de la voz humana producía una reverberación extraña, ultraterrena.

No sentí nada que viniera a mí, pero la visión de los afanes de don Juan y el escalofriante sonido que producía me tenían casi en estado de trance.

Don Juan aflojó los músculos y me miró. Al tocar me daba la espalda y encaraba el sureste, igual que yo; al relajarse me dio la cara.

– No me mires cuando toco -dijo-. Pero no vayas a cerrar los ojos. Por nada del mundo. Mira el suelo enfrente de ti y escucha.


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