XII

Trabajando en mis notas había tropezado con varias preguntas.

– ¿Es la neblina verde, como el guardián, algo que debe vencerse para ver? -dije a don Juan apenas nos sentamos ambos bajo su ramada el 8 de agosto de 1969.

– Sí. Hay que vencer a todo eso -respondió.

– ¿Cómo puedo vencer a la neblina verde?

– Del mismo modo que debiste vencer al guardián: dejándolo que se vuelva nada.

– ¿Qué debo hacer?

– Nada. Para ti, la neblina verde es mucho más fácil que el guardián. Le caes bien al espíritu del ojo de agua, mientras que tus asuntos con el guardián estaban muy lejos de tu temperamento. Nunca viste realmente al guardián.

– Quizá porque no me caía bien. ¿Y si encontrara yo un guardián que me gustase? Ha de haber personas a quienes el guardián que yo vi les parecería hermoso. ¿Lo vencerían porque les caería bien?

– ¡No! Sigues sin entender. No importa cómo te caiga el guardián. Mientras tengas cualquier sentimiento hacia él, el guardián permanecerá igual, monstruoso, hermoso o lo que fuese. En cambio, si no tienes sentimiento alguno hacia él, el guardián se volverá nada y todavía estará allí frente a ti.

La idea de que algo tan colosal como el guardián pudiera hacerse nada y sin embargo seguir allí carecía en absoluto de sentido. Imaginé que era una de las premisas alógicas del conocimiento de don Juan. Sin embargo, también me parecía que, de querer, él podría explicármela. Insistí en preguntarle qué quería decir con eso.

– Pensaste que el guardián era algo que conocías, eso es lo que quiero decir.

– Pero yo no pensé que fuera algo que yo conocía.

– Pensaste que era feo. Tenía un tamaño imponente. Era un monstruo. Tú conoces todas esas cosas. Así que el guardián fue siempre algo que conocías, y como era algo que conocías, no lo viste. Ya te dije: el guardián tenía que volverse nada y sin embargo tenía que seguir parado frente a ti. Tenía que estar allí y tenía, al mismo tiempo, que ser nada.

– ¿Cómo puede ser, don Juan? Lo que usted dice es absurdo.

– Sí. Pero eso es ver. No hay en realidad ningún modo de hablar sobre eso. Ver, como te dije antes, se aprende viendo.

"Al parecer no tienes problema con el agua. El otro día casi la viste. El agua es tu coyuntura. Ahora sólo necesitas perfeccionar tu técnica de ver. Tienes un ayudante poderoso en el espíritu del ojo de agua."

– Ahí tengo otra preguntota, don Juan.

– Puedes tener todas las preguntotas que quieras, pero no podemos hablar del espíritu del ojo de agua en estos rumbos. De hecho, es mejor no pensar en eso para nada. Para nada. De lo contrario el espíritu te atrapará, y si eso ocurre no hay manera de que ningún hombre vivo te ayude. De modo que cierra la boca y piensa en otra cosa.

A eso de las 10 de la mañana siguiente, don Juan desenfundó su pipa, la llenó de mezcla para fumar y me la entregó con la indicación de que la llevara a la ribera de la corriente. Sosteniendo la pipa en ambas manos, me las ingenié para desabotonar mi camisa y poner dentro la pipa y apretarla. Don Juan llevaba dos petates y una bandejita con brasas. Era un día soleado. Nos sentamos en los petates, a la sombra de una pequeña arboleda de breas en la orilla misma del agua. Don Juan metió un carbón en el cuenco de la pipa y me dijo que fumara. Yo no tenía ninguna aprensión, ningún sentimiento exaltado. Recordé que al iniciar mi segundo intento por "ver" al guardián, habiendo don Juan explicado su naturaleza, me había embargado una peculiar sensación de maravilla y respeto.

Esta vez, sin embargo, aunque don Juan me había dado a conocer la posibilidad de "ver" realmente el agua, no me hallaba involucrado emocionalmente; sólo curiosidad.

Don Juan me hizo fumar dos tantos de lo que había fumado en ocasiones anteriores. En algún momento se inclinó a susurrar en mi oído derecho que iba a enseñarme a usar el agua para moverme. Sentí su rostro muy cercano, como si hubiera puesto la boca junto a mi oreja. Me dijo que no observara el agua, sino enfocara los ojos en la superficie y los tuviera fijos hasta que el agua se tornase una niebla verde. Repitió una y otra vez que yo debía poner toda mi atención en la niebla hasta no discernir ninguna otra cosa.

– Mira el agua frente a ti -oí que decía-, pero no dejes que su sonido te arrastre a ningún lado. Si dejas que el sonido del agua te arrastre, quizá nunca pueda yo encontrarte y regresarte. Ahora métete en la niebla verde y escucha mi voz.

Lo oía y comprendía con claridad extraordinaria. Empecé a mirar fijamente el agua, y tuve una sensación muy peculiar de placer físico; una comezón; una felicidad indefinida. Miré largo tiempo, pero sin detectar la niebla verde. Sentía que mis ojos se desenfocaban y tenía que esforzarme por seguir mirando el agua; finalmente no pude ya controlar mis ojos y debo haberlos cerrado, o acaso fue un parpadeo, o bien simplemente perdí la capacidad de enfocar; en todo caso, en ese mismo instante el agua quedó fija; cesó de moverse. Parecía una pintura. Las ondas estaban inmóviles. Entonces el agua empezó a burbujear: era como si tuviese partículas carbonadas que explotaban de una vez. Por un instante vi la efervescencia como una lenta expansión de materia verde. Era una explosión silenciosa; el agua estalló en una brillante neblina verde que se expandió hasta rodearme.

Permanecí suspendido en ella hasta que un ruido muy agudo, sostenido y penetrante lo sacudió todo; la niebla pareció congelarse en las formas habituales de la superficie del agua. El ruido era un grito de don Juan: "¡Oooye!", cerca de mi oído. Me dijo que prestara atención a su voz y regresara a la niebla y esperara su llamada Dije: "O.K." en inglés y oí el ruido crepitante de su risa.

– Por favor, no hables -dijo-. Guárdate tus oquéis.

Podía oírlo bien. El sonido de su voz era melodioso y sobre todo amigable. Supe eso sin pensar; fue una convicción que me llegó y luego pasó.

La voz de don Juan me ordenó enfocar toda mi atención en la niebla, pero sin abandonarme a ella. Dijo repetidas veces que un guerrero no se abandona a nada, ni siquiera a su muerte. Volví a sumergirme en la neblina y advertí que no era niebla en absoluto, o al menos no era lo que yo concibo como niebla. El fenómeno neblinoso se componía de burbujas diminutas, objetos redondos que entraban en mi campo de "visión", y salían de él, desplazándose como si estuviesen a flote. Observé un rato sus movimientos; luego un ruido fuerte y distante sacudió mi atención y perdí la capacidad de enfoque y ya no pude percibir las burbujitas. Sólo tenía conciencia de un resplandor verde, amorfo, como niebla. Oí de nuevo el ruido y la sacudida que me dio hizo desaparecer la niebla inmediatamente, y me hallé mirando el agua de la zanja de irrigación.

Entonces volví a oírlo, ahora mucho más cerca; era la voz de don Juan. Me estaba diciendo que le prestara atención, porque su voz era mi única guía. Me ordenó mirar la ribera de la corriente y la vegetación directamente ante mis ojos. Vi algunos juncos y un espacio libre de ellos. Era un recoveco en la ribera, un sitio donde don Juan cruza para sumergir su balde y llenarlo de agua. Tras unos momentos don Juan me ordenó regresar a la niebla y me pidió nuevamente prestar atención a su voz, porque iba a guiarme para que yo aprendiera a moverme; dijo que al ver las burbujas debía abordar una de ellas y dejar que me llevara.

Lo obedecí y de inmediato me rodeó la neblina verde, y luego vi las burbujas diminutas. Oí nuevamente la voz de don Juan como un retumbar extraño y atemorizante. En el momento de oírla, empecé a perder la capacidad de percibir las burbujas.

– Monta una de esas burbujas -lo oí decir.

Pugné por conservar mi percepción de las burbujas verdes y a la vez seguir oyendo la voz. No sé cuánto tiempo me esforcé, pero de pronto me di cuenta de que podía escuchar a don Juan y seguir viendo las burbujas, que aún pasaban despacio, flotantes, por mi campo de percepción. La voz de don Juan seguía instándome a seguir una de ellas y montarla.


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