– Ibas muy rápido -dijo-, tan rápido como alguien que sabe ejecutar esta técnica. Tuve que apurarme para que no me dejaras atrás.

Le supliqué explicar lo que me había ocurrido desde el principio. Rió, meneando la cabeza lentamente, como incrédulo.

– Tú siempre insistes en saber las cosas desde el principio -dijo-. Pero no hay ningún principio; el principio está sólo en tu pensamiento.

– Yo pienso que el principio fue cuando fumé junto al agua -dije.

– Pero antes de que fumaras yo tuve que averiguar qué cosa hacer contigo -dijo-. Tendría que decirte lo que hice y no puedo, porque me llevaría a otro asunto más. A lo mejor las cosas se te aclaran si no piensas en principios.

– Dígame entonces qué sucedió después de que me senté y fumé.

– Creo que ya me lo dijiste tú -dijo, riendo.

– ¿Tuvo importancia algo de lo que hice, don Juan?

Alzó los hombros.

– Seguiste muy bien mis indicaciones y no tuviste problema para entrar y salir de la niebla. Luego escuchaste mi voz y regresaste a la superficie cada vez que te llamé. Ese era el ejercicio. El resto fue muy fácil. Todo lo que pasó fue que te dejaste llevar por la niebla. Te portaste como si supieras qué hacer. Cuando estabas muy lejos te llamé otra vez y te hice mirar la orilla, para que te dieras cuenta hasta dónde habías llegado. Luego te jalé de vuelta.

– ¿Quiere usted decir, don Juan, que realmente viajé en el agua?

– Por cierto. Y bien lejos, además.

– ¿Qué distancia?

– No lo vas a creer.

Le rogué que me dijera, pero abandonó el tema y dijo que debía irse un rato. Insistí en que al menos me diera una pista.

– No me gusta que me tengan a oscuras -dije.

– Tú solo te tienes a oscuras -repuso-. Piensa en el muro que viste. Siéntate aquí en tu petate y recuérdalo con todo detalle. A lo mejor así descubres qué distancia recorriste. Lo único que yo sé de momento es que viajaste muy lejos. Lo sé porque me costó muchísimo trabajo regresarte. Si yo no hubiera estado allí, podrías haberte ido para no volver, y todo lo que ahora quedaría de ti sería tu cadáver en la orilla de la corriente. O quizá podrías haber regresado tú solo. Contigo no estoy seguro. Así que, a juzgar por el esfuerzo que me costó traerte, yo diría que seguramente estabas en…

Hizo una larga pausa: me miró con ojos amistosos.

– Yo iría hasta las sierras de Oaxaca -dijo-. No sé hasta dónde irías tú, a lo mejor hasta Los Ángeles, o quizás incluso hasta Brasil.

Don Juan regresó al día siguiente, al atardecer. Mientras tanto, yo había escrito cuanto podía recordar sobre mi percepción. Al escribir, se me ocurrió seguir la ribera corriente abajo y corriente arriba, y corroborar si había visto realmente, en alguno de los lados, un detalle que pudiera haberme provocado la imagen de un muro. Conjeturé que don Juan podía haberme hecho caminar en un estado de estupor, para luego hacerme enfocar mi atención en alguna pared a lo largo del camino. En las horas transcurridas entre el momento en que descubrí la niebla por vez primera y el momento en que salí de la zanja y volvimos a su casa, calculé que no podríamos haber caminado más de cuatro kilómetros. De modo que seguí la corriente durante unos cinco kilómetros en cada dirección, observando cuidadosamente todo lo que hubiese podido relacionarse con mi visión del muro. La corriente era, hasta donde pude juzgar, un simple canal de riego. Tenía de metro a metro y medio de ancho a todo lo largo, y no pude hallar en él ningún aspecto visible que pudiera haberme recordado o impuesto la imagen de una pared de concreto.

Cuando don Juan llegó a su casa al atardecer, lo acosé e insistí en leerle mi relato. Rehusó escuchar y me hizo tomar asiento. Se sentó frente a mí. No sonreía. Parecía estar pensando, a juzgar por la mirada penetrante de sus ojos, que se hallaban fijos por encima del horizonte.

– Creo que ya te habrás dado cuenta -dijo en un tono que de pronto era muy severo- de que todo es mortalmente peligroso. El agua es tan mortal como el guardián. Si no te cuidas, el agua te atrapará. Casi lo hizo ayer. Pero para que lo atrapen, un hombre debe estar dispuesto. Esa es cuestión tuya. Estás dispuesto a entregarte.

Yo no sabía de qué estaba hablando. Su ataque contra mí había sido tan repentino que me hallaba desorientado. Débilmente le pedí explicarse. Mencionó, con desgano, que había ido al monte y había "visto" al espíritu del ojo de agua y tenía la profunda convicción de que yo había malogrado mi oportunidad de "ver" el agua.

– ¿Cómo? -pregunté, en verdad desconcertado.

– El espíritu es una fuerza -dijo él-, y como tal, responde a la fuerza. No te puedes entregar en su presencia.

– ¿Cuándo me entregué?

– Ayer, cuando te pusiste verde en el agua.

– No me entregué. Pensé que era un momento muy importante y le dije a usted lo que me estaba pasando.

– ¿Quién eres tú para pensar o decir qué cosa es importante? No sabes nada de las fuerzas que estás tocando. El espíritu del ojo de agua existe allí y podría haberte ayudado; de hecho, te estuvo ayudando hasta que tú lo echaste a perder. Ahora no sé cuál será el resultado de tus acciones. Has sucumbido a la fuerza del espíritu del ojo de agua y ahora puede llevarte en cualquier momento.

– ¿Fue un error mirar cómo me volvía verde?

– Te abandonaste. Quisiste abandonarte. Eso estuvo mal. Te lo he dicho y te lo repito. Sólo como un guerrero puedes sobrevivir en el mundo de un brujo. Un guerrero trata todo con respeto y no pisotea nada a menos que tenga que hacerlo. Tú, ayer, no trataste el agua con respeto. Por lo común te portas muy bien. Pero ayer te abandonaste a tu muerte, como un pinche idiota. Un guerrero no se abandona a nada, ni siquiera a su muerte. Un guerrero no es un socio voluntario; un guerrero no está disponible, y si se mete con algo, puedes tener la certeza de que sabe lo que está haciendo.

No supe qué decir. Don Juan estaba casi enojado. Eso me producía inquietud. Rara vez se había portado así conmigo. Le dije que en verdad no tuve ni la menor idea de que estaba cometiendo un error. Tras algunos minutos de silencio tenso, se quitó el sombrero y sonrió y me dijo que debía irme y no regresar a su casa hasta sentir que había ganado control sobre mi deseo de abandonarme. Recalcó que yo debía apartarme del agua y evitar que tocara la superficie de mi cuerpo durante tres o cuatro meses.

– No creo que podría aguantar sin darme una ducha -dije.

Don Juan rió y las lágrimas corrieron por sus mejillas.

– ¡No aguantas sin una ducha! A veces eres tan flojo que pienso que estás bromeando. Pero no es un chiste. A veces realmente no tienes ningún control, y las fuerzas de tu vida te agarran con entera libertad.

Aducí que era humanamente imposible estar controlado en todo momento. El sostuvo que para un guerrero no había nada fuera de control. Yo traje a colación la idea de los accidentes y dije que lo ocurrido en la zanja de riego podía sin duda considerarse como tal, pues yo actué sin intención y sin conciencia de mi conducta impropia. Hablé de diversas personas que habían sufrido infortunios explicables como accidentes; me referí en especial a Lucas, un excelente viejo yaqui que resultó herido al volcarse el camión que conducía.

– Me parece que es imposible evitar los accidentes -dije-. Ningún hombre puede controlar todo cuanto lo rodea.

– Cierto -dijo don Juan, cortante-. Pero no todo es un accidente inevitable. Lucas no vive como guerrero. De lo contrario, sabría que está esperando y porque espera, y no habría manejado ese camión estando borracho. Se estrelló contra las peñas porque estaba borracho, y destrozó su cuerpo por nada.

"La vida, para un guerrero, es un ejercicio de estrategia -prosiguió don Juan-, Pero tú quieres hallar el significado de la vida. A un guerrero no le importan los significados. Si Lucas viviera como guerrero -y tuvo su oportunidad, como todos tenemos la nuestra- armaría su vida estratégicamente. De ese modo, si no podía evitar un accidente que le destrozara las costillas, habría hallado medios para compensar ese contratiempo, o evitar sus consecuencias, o batallar contra ellas. Si Lucas fuera guerrero no estaría muriéndose de hambre en su casa mugrosa. Estaría batallando hasta el final.


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