Entonces oí algo como las alas de una gran ave que volara rasando la copa de los arbustos. Parecía describir círculos en torno de mi cabeza. Los suaves chirridos empezaron a aumentar de nuevo, y también el batir de alas. Sobre mi cabeza parecía haber una bandada de aves gigantescas moviendo sus alas suaves. Ambos ruidos se mezclaron, creando en torno mío una oleada envolvente. Me sentí flotar suspendido en un enorme escarceo ondulante. Los chillidos y aleteos eran tan fluidos que los sentía en todo el cuerpo. Las alas en movimiento de una bandada de aves parecían jalarme desde arriba, mientras los chillidos de un ejército de ratas me empujaban desde abajo y en torno de mi cuerpo.

No había duda en mi mente de que, a través de mi estúpida torpeza, me había echado encima algo terrible. Apreté los dientes y respiré hondo y canté canciones de peyote.

Los ruidos duraron mucho tiempo y me opuse a ellos con toda mi fuerza. Cuando amainaron, hubo nuevamente un "silencio" interrumpido, como suelo percibir el silencio; es decir, sólo podía percibir los sonidos naturales de insectos y viento. La hora del silencio me fue más perjudicial que la hora de los ruidos. Empecé a pensar y a evaluar mi posición, y mi deliberación me hundió en pánico. Supe que estaba perdido; carecía del conocimiento y el vigor necesarios para repeler aquello que me acosaba. Me hallaba enteramente inerme, doblado sobre mi propio vómito. Pensé que había llegado el fin de mi vida y me puse a llorar. Quise pensar en mi vida, pero no sabía por dónde empezar. Nada de lo que había hecho en mi vida ameritaba en realidad ese último énfasis definitivo, de modo que no tenía yo nada en qué pensar. Ese reconocimiento fue exquisito. Había cambiado desde la última ocasión en que experimenté un miedo similar. Esta vez me hallaba más vacío. Tenía menos sentimientos personales que llevar a cuestas.

Me pregunté qué haría un guerrero en esa situación, y llegué a diversas conclusiones. Había en mi región umbilical algo de suma importancia; había algo ultraterreno en los sonidos; éstos se dirigían a mi estómago; y la idea de que don Juan me estuviese embromando era insostenible por completo.

Los músculos de mi estómago estaban muy tensos, aunque ya no había retortijones. Seguí cantando y respirando profundamente y sentí una tristeza confortante inundar todo mi cuerpo. Se me había aclarado que para sobrevivir debía proceder en términos de las enseñanzas de don Juan. Repetí mentalmente sus instrucciones. Recordé el punto exacto donde el sol había desaparecido tras las montañas en relación con el cerro donde me hallaba y con el sitio en que me agazapé. Recuperé la orientación y, una vez convencido de que mi determinación de los puntos cardinales era correcta, empecé a cambiar de postura para que mi cabeza apuntara en una dirección nueva y "mejor", el sureste. Lentamente moví los pies hacia la izquierda, pulgada por pulgada, hasta torcerlos bajo las pantorrillas. Luego me dispuse a alinear mi cuerpo con los pies, pero no bien había empezado a reptar lateralmente sentí un toque peculiar; tuve la sensación física concreta de que algo tocaba la zona expuesta de mi nuca. Fue tan repentina que grité involuntariamente y volví a inmovilizarme. Apreté los músculos abdominales y me puse a respirar hondo y a cantar mis canciones de peyote. Un segundo después sentí de nuevo el mismo toque leve en el cuello. Me hice pequeño. Tenía la nuca descubierta y nada podía hacer para protegerme. Me tocaron de nuevo. Era un objeto muy suave, casi sedoso, el que tocaba mi nuca, como la pata peluda de un conejo gigante. Me tocó de nuevo y después empezó a cruzar mi nuca de un lado a otro hasta ponerme al borde del llanto. Sentía que un hato de canguros silenciosos, lisos, ingrávidos, pisaba mi cuello. Oía el suave golpeteo de sus patas mientras pasaban suavemente sobre mí. No era en absoluto una sensación dolorosa, y sin embargo resultaba enloquecedora. Supe que si no me ocupaba en hacer algo me volvería loco y saldría corriendo. Lentamente, recomencé las maniobras para cambiar la dirección de mi cuerpo. Mi intento de moverme pareció aumentar el golpeteo sobre mi nuca. Finalmente llegó a tal frenesí que jalé mi cuerpo y de inmediato lo alineé en la nueva dirección. No tenía la menor idea sobre las consecuencias de mi acto. Sólo tomaba acción para evitar volverme loco furioso y delirante.

Apenas cambié de dirección, cesó el golpeteo en mi nuca. Tras una larga pausa angustiada oí un lejano crujir de ramas. Los ruidos ya no estaban cerca. Parecían haberse retirado a otra posición, distante de la mía, Tras un momento, el sonido de ramas quebradas se confundió con un estruendo de hojas agitadas, como si un fuerte viento azotara todo el cerro. Todos los arbustos en torno mío parecían sacudirse, pero no soplaba viento. El rumor y los crujidos me dieron la sensación de que el cerro estaba en llamas. Mi cuerpo estaba rígido como una roca. Sudaba copiosamente. Empecé a sentir más y más calor. Por un momento estuve enteramente convencido de que el cerro se quemaba. No eché a correr porque estaba tan tieso que me hallaba paralizado; de hecho, ni siquiera podía abrir los ojos. Todo lo que me importaba entonces era ponerme en pie y huir del fuego. Tenía calambres terribles que empezaron a cortarme el aire. Me concentré en tratar de respirar. Tras una larga pugna pude al fin aspirar hondo nuevamente, y asimismo notar que el rumor había amainado; sólo había un ocasional sonido crujiente. El sonido de ramas quebradas se hizo cada vez más distante y esporádico, hasta cesar por entero.

Pude abrir los ojos. Entre párpados entrecerrados miré el suelo debajo de mí. Ya había luz diurna. Esperé otro rato sin moverme y luego comencé a estirar mi cuerpo. Rodé boca arriba. El sol estaba encima de los cerros, al este.

Tardé horas en enderezar mis piernas y arrastrarme ladera abajo. Eché a andar rumbo al sitio donde don Juan me dejó, que se hallaba como a kilómetro y medio; al mediar la tarde, iba apenas a la orilla de un bosque, y faltaba aún la cuarta parte del recorrido.

No podía caminar más, por ningún motivo. Pensé en leones de montaña y traté de subir a un árbol, pero mis brazos no soportaron mi peso. Reclinado contra una roca, me resigné a morir allí. Me hallaba convencido de que sería pasto de pumas o de otros merodeadores. No tenía fuerza ni para lanzar una piedra. No tenía hambre ni sed. A eso del mediodía había hallado un arroyito y bebí en abundancia, pero el agua no ayudó a restaurar mi vigor. Sentado allí, en el colmo de la desesperanza, sentía más pesar que miedo. Estaba tan cansado que no me importaba mi destino, y me dormí.

Desperté cuando algo me sacudió. Don Juan se inclinaba sobre mí. Me ayudó a enderezarme y me dio agua y atole. Dijo, riendo, que me veía muy mal. Traté de narrarle lo ocurrido, pero me hizo callar y dijo que yo había fallado el tiro, que el sitio donde quedamos de encontrarnos estaba como a cien metros de distancia. Luego, medio llevándome a cuestas, me condujo cuesta abajo. Dijo que me llevaba a una corriente grande y que iba a lavarme allí. En el camino, me tapó las orejas con hojas que traía en su morral y luego me cubrió los ojos, poniendo una hoja sobre cada uno y asegurando ambas con un trozo de tela. Me hizo quitarme la ropa y me ordenó poner las manos sobre los ojos y oídos para asegurarme de que no podía ver ni oír nada.

Don Juan frotó todo mi cuerpo con hojas y luego me echó a un río. Sentí que era un río grande. Era profundo. Yo estaba de pie y no tocaba fondo. Don Juan me sostenía por el codo derecho. Al principio no sentí la frialdad del agua, pero poco a poco me fue calando y por fin se hizo intolerable. Don Juan me jaló a tierra y me secó con unas hojas de aroma peculiar. Me vestí y él me condujo; caminamos una buena distancia antes de que me quitara las hojas de los oídos y los ojos. Me preguntó si tenía fuerzas para caminar de regreso a mi coche. Lo extraño era que me sentía muy fuerte. Incluso ascendí corriendo una ladera empinada para demostrarlo.


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