– Si está usted planeando darme otro susto con esa mujer, simplemente no vuelvo más por aquí -dije.

La risa de don Juan fue muy alegre.

– No te apures -dijo, confortante-. Las tretas de miedo ya no sirven para ti. Ya no tienes miedo. Pero de ser necesario, se te puede hacer una artimaña dondequiera que estés; no tienes que andar por aquí.

Puso los brazos tras la cabeza y se acostó a dormir. Trabajé en mis notas hasta que despertó, un par de horas después; ya estaba casi oscuro. Al advertir que yo escribía, se irguió y, sonriendo, preguntó si me había escrito la solución de mi problema.

23 de mayo, 1968

Hablábamos de Oaxaca. Dije a don Juan que una vez yo había llegado a la ciudad en día de mercado, cuando veintenas de indios de toda la zona se congregan allí para vender comida y toda clase de chucherías. Mencioné que me había interesado particularmente un vendedor de plantas medicinales. Llevaba un estuche de madera y en él varios frasquitos con plantas secas deshebradas; se hallaba de pie a media calle con un frasco en la mano, gritando una cantinela muy peculiar.

– Aquí traigo -decía- para las pulgas, los mosquitos, los piojos, y las cucarachas.

"También para los puercos, los caballos, los chivos y las vacas.

"Aquí tengo para todas las enfermedades del hombre.

"Las paperas, las viruelas, el reumatismo y la gota.

"Aquí traigo para el corazón, el hígado, el estómago y el riñón.

"Acérquense, damas y caballeros.

"Aquí traigo para las pulgas, los mosquitos, los piojos, y las cucarachas".

Lo escuché largo rato. Su formato consistía en enumerar una larga lista de enfermedades humanas para las que afirmaba traer cura; el recurso que usaba para dar ritmo a su cantinela era hacer una pausa tras nombrar un grupo de cuatro.

Don Juan dijo que él también solía vender hierbas en el mercado de Oaxaca cuando era joven. Dijo que aún recordaba su pregón y me lo gritó. Dijo que él y su amigo Vicente solían preparar pociones.

– Esas pociones eran buenas de verdad -dijo don Juan-. Mi amigo Vicente hacía magníficos extractos de plantas.

Dije a don Juan que, durante uno de mis viajes a México, había conocido a su amigo Vicente. Don Juan pareció sorprenderse y quiso saber más al respecto.

Aquella vez, iba yo atravesando Durango y recordé que en cierta ocasión don Juan me había recomendado visitar a su amigo, que vivía allí. Lo busqué y lo encontré, y hablamos un rato. Al despedirnos, me dio un costal con algunas plantas y una serie de instrucciones para replantar una de ellas.

Me detuve de camino a la ciudad de Aguascalientes. Me cercioré de que no hubiera gente cerca. Durante unos diez minutos, al menos, había ido observando la carretera y las áreas circundantes. No se veía ninguna casa, ni ganado pastando a los lados del camino. Me detuve en lo alto de una loma; desde allí podía ver la pista frente a mí y a mis espaldas. Se hallaba desierta en ambas direcciones, en toda la distancia que yo alcanzaba a percibir. Dejé pasar unos minutos para orientarme y para recordar las instrucciones de don Vicente. Tomé una de las plantas, me adentré en un campo de cactos al lado este del camino, y la planté como don Vicente me había indicado. Llevaba conmigo una botella de agua mineral con la que planeaba rociar la planta, Traté de abrirla golpeando la tapa con la pequeña barra de hierro que había usado para cavar, pero la botella estalló y una esquirla de vidrio hirió mi labio superior y lo hizo sangrar.

Regresé a mi coche por otra botella de agua mineral. Cuando la sacaba de la cajuela, un hombre que conducía una camioneta VW se detuvo y preguntó si necesitaba ayuda. Le dije que todo estaba en orden y se alejó. Fui a regar la planta y luego eché a andar nuevamente hacia el auto. Unos treinta metros antes de llegar, oí voces. Descendí apresurado una cuesta, hasta la carretera, y hallé tres personas junto al coche: dos hombres y una mujer. Uno de los hombres había tomado asiento en el parachoques delantero. Tendría alrededor de treinta y cinco años; estatura mediana; cabello negro rizado. Cargaba un bulto a la espalda y vestía pantalones viejos y una camisa rosácea descosida. Sus zapatos estaban desatados y eran quizá demasiado grandes para sus pies; parecían flojos e incómodos. El hombre sudaba profusamente.

El otro hombre estaba de pie a unos cinco metros del auto. Era de huesos pequeños, más bajo que el primero; tenía el pelo lacio, peinado hacia atrás. Portaba un bulto más pequeño y era mayor, acaso cincuentón. Su ropa se encontraba en mejores condiciones. Vestía una chaqueta azul oscuro, pantalones azul claro y zapatos negros. No sudaba en absoluto y parecía ajeno, desinteresado.

La mujer representaba también unos cuarenta y tantos años. Era gorda y muy morena. Vestía capris negros, suéter blanco y zapatos negros puntiagudos. No llevaba ningún bulto, pero sostenía un radio portátil de transistores. Se veía muy cansada; perlas de sudor cubrían su rostro.

Cuando me acerqué, la mujer y el hombre más joven me acosaron. Querían ir conmigo en el auto. Les dije que no tenía espacio. Les mostré que el asiento de atrás iba lleno de carga y que en realidad no quedaba lugar. El hombre sugirió que, si manejaba yo despacio, ellos podían ir trepados en el parachoques trasero, o acostados en el guardafango delantero. La idea me pareció ridícula. Pero había tal urgencia en la súplica que me sentí muy triste e incómodo. Les di algo de dinero para su pasaje de autobús.

El hombre más joven tomó los billetes y me dio las gracias, pero el mayor volvió desdeñoso la espalda.

– Quiero transporte -dijo-. No me interesa el dinero.

Luego se volvió hacia mí.

– ¿No puede darnos algo de comida o de agua? -preguntó.

Yo en verdad no tenía nada que darles. Se quedaron allí de pie un momento, mirándome, y luego empezaron a alejarse.

Subí en el coche y traté de encender el motor. El calor era muy intenso y al parecer el motor estaba ahogado. Al oír fallar el arranque, el hombre menor se detuvo y regresó y se paró atrás del auto, listo para empujarlo. Sentí una aprensión tremenda. De hecho, jadeaba con desesperación. Por fin, el motor encendió y me fui a toda marcha.

Cuando hube terminado de relatar esto, don Juan permaneció ensimismado un largo rato.

– ¿Por qué no me habías contado esto antes? -dijo sin mirarme.

No supe qué decir. Alcé los hombros y le dije que jamás lo consideré importante.

– ¡Es bastante importante! -dijo-. Vicente es un brujo de primera. Te dio algo que plantar porque tenía sus razones, y si después de plantarlo te encontraste con tres gentes como salidas de la nada, también para eso había razón, pero sólo un tonto como tú echaría la cosa al olvido creyéndola sin importancia.

Quiso saber con exactitud qué había ocurrido cuando visité a don Vicente.

Le dije que iba yo atravesando la ciudad y pasé por el mercado; entonces se me ocurrió la idea de buscar a don Vicente. Entré en el mercado y fui a la sección de hierbas medicinales. Había tres puestos en fila, pero los atendían tres mujeres gordas. Caminé hasta el fin del pasadizo y hallé otro puesto a la vuelta de la esquina. En él vi a un hombre delgado, de huesos pequeños y cabello blanco. En esos momentos se hallaba vendiendo una jaula de pájaros a una mujer.

Esperé hasta que estuvo solo y luego le pregunté si conocía a don Vicente Medrano. Me miró sin responder.

– ¿Qué se trae usted con ese Vicente Medrano? -dijo al fin.

Respondí que había venido a visitarlo de parte de su amigo, y di el nombre de don Juan. El viejo me miró un instante y luego dijo que él era Vicente Medrano, para servirme. Me invitó a tomar asiento. Parecía complacido, muy reposado, y genuinamente amistoso. Sentí un lazo inmediato de simpatía entre nosotros. Me contó que conocía a don Juan desde que ambos tenían veintitantos años. Don Vicente no tenía sino palabras de alabanza para don Juan.


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