– Pero no podrá usted reconocer nada, pues nada es lo mismo, así que ¿cuál es la ventaja de aprender a ver?

– Puedes distinguir una cosa de otra. Puedes verlas como realmente son.

– ¿No veo yo las cosas como realmente son?

– No. Tus ojos sólo han aprendido a mirar. Por ejemplo, esos tres que te encontraste. Me los describiste en detalle, y hasta me dijiste qué ropa llevaban. Y eso solamente me demostró que no los viste para nada. Si fueras capaz de ver habrías sabido en el acto que no eran gente.

– ¿No eran gente? ¿Qué eran?

– No eran gente, eso es todo.

– Pero eso es imposible. Eran exactamente como usted o como yo.

– No, no eran. Estoy seguro.

Le pregunté si eran fantasmas, espíritus, o almas de difuntos. Su respuesta fue que ignoraba lo que eran fantasmas, espíritus y almas.

Le traduje la definición que el New World Dictionary de Webster asigna a la palabra fantasma: "El supuesto espíritu desencarnado de una persona muerta que, según se concibe, aparece a los vivos como una aparición pálida, penumbrosa." Y luego la definición de espíritu: "Un ser sobrenatural, especialmente uno al que se considera… fantasma, o habitante de cierta región, poseedor de cierto carácter (bueno o malo)."

Dijo que tal vez podría llamárseles espíritus, aunque la definición del diccionario no era muy adecuada para describirlos.

– ¿Son alguna especie de guardianes? -pregunté.

– No. No guardan nada.

– ¿Son cuidadores? ¿Nos están vigilando?

– Son fuerzas, ni buenas ni malas; sólo fuerzas que un brujo aprende a ponerles rienda.

– ¿Son esos los aliados, don Juan?

– Sí, son los aliados de un hombre de conocimiento.

Esta era la primera vez, en los ocho años de nuestra relación, que don Juan se había acercado a una definición de "aliado". Debo habérselo pedido docenas de veces. Por lo general ignoraba mi pregunta, diciendo que yo sabía qué era un aliado y que resultaba estúpido definir lo que yo ya sabía. La declaración directa de don Juan sobre la naturaleza de los aliados era toda una novedad, y me vi compelido a aguijarlo.

– Usted me dijo que los aliados estaban en las plantas -dije-, en el toloache y en los hongos.

– Jamás te he dicho tal cosa -dijo con gran convicción-. Tú siempre sales con tus propias conclusiones.

– Pero lo escribí en mis notas, don Juan.

– Puedes escribir lo que se te dé la gana, pero no me salgas con que dije eso.

Le recordé que, en un principio, me había dicho que el aliado de su benefactor era el toloache y que el suyo propio era el humito, y que más tarde había aclarado diciendo que el aliado se hallaba contenido en cada planta.

– No. Eso no es correcto -dijo, frunciendo el entrecejo-. Mi aliado es el humito, pero eso no significa que mi aliado esté en la mezcla de fumar, o en los hongos, o en mi pipa. Todos tienen que juntarse para poder llevarme con el aliado, y a ese aliado le digo humito por razones propias.

Don Juan dijo que las tres personas que había encontrado, a quienes llamó "los que no son gente" eran en realidad los aliados de don Vicente.

Le recordé su premisa de que la diferencia entre un aliado y Mescalito era que un aliado no podía verse, mientras que resultaba fácil ver a Mescalito.

Entonces nos metimos en una larga discusión. El dijo haber establecido la idea de que un aliado no podía verse porque adoptaba cualquier forma. Cuando señalé que en una ocasión me había dicho que Mescalito también adoptaba cualquier forma, don Juan desistió de la conversación, diciendo que el "ver" al cual se refería no era el ordinario "mirar las cosas" y que mi confusión nacía de mi insistencia en hablar.

Horas más tarde, él mismo reinició el tema de los aliados. Sintiéndolo algo molesto por mis preguntas, yo no lo había presionado más. Estaba enseñándome cómo hacer una trampa para conejos; yo debía sostener una vara larga y doblarla lo más posible, para que él atara un cordel en torno a los extremos. La vara era bastante delgada, pero aún así se requería fuerza considerable para doblarla. La cabeza y los brazos me vibraban a causa del esfuerzo, y me hallaba casi agotado cuando él ató por fin el cordel.

Nos sentamos y empezó a hablar. Dijo que obviamente yo no podía comprender nada a menos que hablase de ello, y que mis preguntas no lo molestaban e iba a hablarme de los aliados.

– El aliado no está en el humo -dijo-. El humo te lleva adonde está el aliado, y cuando te haces uno con el aliado ya no tienes que volver a fumar. De allí en adelante puedes convocar a tu aliado cuantas veces quieras, y hacer que haga lo que se te antoje.

"Los aliados no son buenos ni malos; los brujos los usan para cualquier propósito que les convenga. A mi me gusta el humito como aliado porque no me exige gran cosa. Es constante y justo."

– ¿Qué aspecto tiene para usted un aliado, don Juan? Por ejemplo, esas tres personas que vi, que me parecieron gente común, ¿qué habrían parecido para usted?

– Habrían parecido gente común.

– ¿Entonces cómo los distingue usted de la gente de verdad?

– Los que son de verdad gente aparecen como huevos luminosos cuando uno los ve. Los que no son gente aparecen siempre como gente. A eso me refería cuando dije que no hay manera de ver a un aliado. Los aliados adoptan formas diversas. Parecen perros, coyotes, pájaros, hasta huizaches, o lo que sea. La única diferencia es que, cuando los ves, aparecen así como lo que están fingiendo ser. Todo tiene su modo de ser, cuando uno ve. Igual que los hombres se ven como huevos, las otras cosas se ven como algo más, pero los aliados nada más pueden verse en la forma que están tratando de ser. Esa forma es lo bastante buena para engañar a los ojos; digo, a nuestro ojos. A un perro jamás lo engañan, ni a un cuervo.

– ¿Por qué quieren engañarnos?

– Creo que los engañados somos nosotros. Nos hacemos tontos solos. Los aliados nada más adoptan la apariencia de lo que haya por ahí y entonces nosotros los tomamos por lo que no son. No es culpa suya que sólo hayamos enseñado a nuestros ojos a mirar las cosas.

– No tengo clara la función de los aliados, don Juan. ¿Qué hacen en el mundo?

– Eso es como si me preguntaras qué hacemos nosotros los hombres en el mundo. Palabra que no sé. Aquí estamos, eso es todo. Y los aliados están aquí como nosotros, y a lo mejor estuvieron antes de nosotros.

– ¿Cómo antes de nosotros, don Juan?

– Nosotros los hombres no siempre hemos estado aquí.

– ¿Quiere usted decir aquí en este país o aquí en el mundo?

En este punto nos metimos en otro largo debate. Don Juan dijo que para él sólo había el mundo, el sitio donde asentaba sus pies. Le pregunté cómo sabía que no siempre habíamos estado en el mundo.

– Muy sencillo -dijo-. Los hombres sabemos muy poco del mundo. Un coyote sabe mucho más que nosotros. A un coyote casi nunca lo engaña la apariencia del mundo.

– ¿Y entonces cómo podemos atraparlos y matarlos? -pregunté-. Si las apariencias no los engañan, ¿cómo es que mueren tan fácilmente?

Don Juan se me quedó mirando hasta incomodarme.

– Podemos atrapar o envenenar o balacear a un coyote -dijo-. En cualquier forma que lo hagamos, un coyote es presa fácil para nosotros porque no está al tanto de las maquinaciones del hombre. Pero si el coyote sobrevive, puedes tener la seguridad de que jamás volveremos a darle alcance. Un buen cazador sabe eso y nunca pone su trampa dos veces en el mismo sitio, porque si un coyote muere en una trampa todos los demás coyotes ven su muerte, que se queda allí, y evitan la trampa o hasta el rumbo donde la pusieron. Nosotros, en cambio, jamás vemos la muerte que se queda en el sitio donde uno de nuestros semejantes muere; tal vez lleguemos a sospecharla, pero nunca la vemos.

– ¿Puede un coyote ver a un aliado?


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