– Iremos todos juntos por la mañana. Pero sólo uno subirá a la cosechadora. El resto vigilará y acudirá en su ayuda, en caso necesario.

Cordie carraspeó y escupió en el suelo de madera.

– Hay otra cosa -dijo.

– ¿Qué?

– Quiero decir una cosa más. Al menos una.

– ¿De qué coño estás hablando, Cooke? -preguntó Harlen.

Cordie rebulló en el sillón de muelles. Los cañones de la escopeta se movieron con ella, hasta apuntar en la dirección de Jim Harlen.

– Cuida tu grosero lenguaje cuando hables conmigo -le dijo-. Quiero decir que vi algo más. Algo que se movía en el suelo, cerca de mi casa.

– El Soldado desapareció en el suelo -dijo Mike.

– No. Aquello no era grande, aunque era más largo que cualquier persona… Una especie de serpiente o algo parecido.

Los muchachos se miraron, bajo la débil luz.

– ¿Debajo del suelo? -dijo Harlen.

– Sí.

– Los agujeros… -dijo Dale, a nadie en particular.

La idea de algo más, de algo que no hubiesen visto todavía, le dio náuseas.

– Tal vez es como aquella cosa que se metió debajo de mi cama -dijo Lawrence.

Dale había oído la conversación desde lejos, como si estuviese escuchando una charla en un manicomio, y él fuese uno de los internados.

– Asunto concluido -dijo Mike-. Nos encontraremos a las ocho de la mañana para ir a casa de Duane y ver si dejó alguna nota que pueda ayudarnos.

Nadie había querido volver solo a casa en la oscuridad. Salieron en grupos, manteniéndose juntos el mayor tiempo posible, hasta que uno a uno, corrieron hacia las luces de los porches y los interiores iluminados de sus casas. Por fin sólo Cordie Cooke había seguido sola su camino en la oscuridad.

Mike pedaleó para mantenerse a la altura del grupo. Aunque era temprano hacía mucho calor, el cielo estaba despejado y pequeños espejismos y ondas de calor surgían de la carretera delante de ellos. Mike estaba cansado.

Había estado con Memo casi toda la noche; bajó junto a ella cuando su madre se hubo dormido. Había rociado el marco de la ventana con un poco de agua bendita, aunque no sabía si serviría de algo. ¿Dejaba de producir efecto cuando se secaba el agua? En todo caso, no había habido ningún visitante aquella noche, y sólo en una ocasión se había despertado sobresaltado al oír lo que pudo haber sido un ruido debajo de la casa; pero podía ser un crujido natural. El coro de los grillos y las cigarras había sonado muy fuerte a través de la tela metálica, y Mike creía recordar que, el otro día, el silencio había sido absoluto antes de que apareciese el Soldado en la ventana.

Mike había repartido puntualmente los periódicos, bostezando después de un par de horas de sueño irregular, y entonces había corrido a la rectoría para ver al padre C. antes de la misa.

Pero hoy no había habido misa. La señora McCafferty había dicho a Mike que bajase la voz y había pasado a la puerta de atrás desde la cocina de la rectoría para continuar la conversación. El sacerdote estaba muy enfermo; el doctor Staffney había recomendado un descanso total y la hospitalización si el padre C. no mejoraba el martes. Mientras tanto, dijo el ama de llaves, el padre Dinmen, coadjutor de San Buenaventura, en Oak Hill, había accedido a venir el miércoles a celebrar la misa de la mañana. Mike debía decirlo a los feligreses.

Mike arguyó que tenía que ver al padre C., que era sumamente importante; pero la señora McCafferty se mostró implacable. Tal vez por la tarde, si el padre se encontraba mejor.

Mike se quedó en la iglesia el tiempo suficiente para informar a la media docena de antiguos feligreses y reabastecerse de agua bendita -esta vez había traído la cantimplora, que llenó en una de las pilas- y después se marchó para reunirse con Dale y los demás.

Tenía sus dudas sobre volver a la finca de McBride -entre otras cosas, significaba pasar por delante del cementerio-, pero la brillante luz del sol y la presencia de los otros cuatro muchachos le impedían negarse a hacerlo. Además, Dale podía tener razón: tal vez Duane había dejado alguna clave para ellos.

Dejaron las bicis en el campo de maíz de la derecha del camino de entrada de la casa McBride y continuaron a pie, deteniéndose en la última hilera de plantas de maíz para mirar hacia la casa, que estaba a oscuras y en silencio. No se veía la camioneta del señor McBride en ningún sitio, y la cuadra donde se hallaban la cosechadora y otros instrumentos estaba herméticamente cerrada; podían ver la cadena y el pesado candado en la puerta.

– Creo que ha salido -murmuró Harlen.

El pedaleo y la carrera agachado en el maizal parecían haberle agotado; la cara de Harlen estaba pálida y cubierta de sudor. Se rascaba continuamente el cabestrillo. Había aumentado el calor, gravitando sobre los campos como un puño de hierro calentado al rojo.

– No te fíes -murmuró Mike-. ¿Me dejas mirar con eso? -preguntó a Kev, que se le había ocurrido traer los prismáticos.

– Bebamos un poco -susurró Harlen, alargando la mano hacia la cantimplora que Mike llevaba colgada del hombro.

Mike la retiró.

– Lawrence tiene una botella de agua. Pídesela a él.

– Estúpido egoísta -exclamó Harlen, haciendo señas a Lawrence.

El hermano de Dale sacudió la cabeza, pero sacó la botella de plástico de su pequeña mochila de Cub Scout.

– No veo nada -dijo Mike, tendiendo los prismáticos a Dale-. Pero lo más seguro es que esté dentro.

Dale cogió la botella de agua de manos de Harlen. Después de enjuagarse la boca y escupir en el polvoriento suelo, miró de nuevo entre las plantas de maíz.

– Voy a entrar.

Mike sacudió la cabeza.

– Iremos todos.

– No -dijo Dale-. Lo más probable es que pueda salir sin novedad. Y si hay follón, quiero que vosotros estéis aquí, preparados para ayudarme.

– Yo te ayudaré -murmuró Harlen, sacando un pequeño revólver de las profundidades de su cabestrillo.

– ¡Dios mío! -exclamó Dale-. ¿Es de verdad?

– ¡Uy! -dijo Lawrence, acercándose.

– ¡Mierda! -exclamó Kevin-. No apuntes ese trasto en mi dirección.

– Guárdala -ordenó Mike con tono terminante.

– Sórbete los mocos y muérete -dijo Harlen. Pero guardó el revólver y dijo a Dale-: Puedes apostarte el culo a que es de verdad. Todos deberíamos tener algo así. El otro bando no se anda con chiquitas. Creo que…

– Más tarde hablaremos de esto -murmuró Mike. Devolvió los prismáticos a Kevin-. Adelante, Dale. Estaremos alerta.

Había veinte metros desde el campo hasta la casa. Dale no pudo ver la camioneta en la parte ahora visible de delante del corral; pero durante todo el trayecto a través del patio y del camino de entrada tuvo la impresión de ser observado.

Llamó a la puerta de atrás, como había hecho docenas de veces en que había ido a visitar a Duane. Casi esperaba oír ladrar a Wittgenstein en el garaje, y después correr rápidamente y agitando la cola al oler a Dale. Entonces saldría Duane de la casa, subiéndose el pantalón de pana y ajustándose las gafas.

Nadie respondió. La puerta no estaba cerrada con llave. Dale vaciló un segundo y después la abrió, estremeciéndose al oírla chirriar.

La cocina estaba oscura pero no fresca; el calor llenaba el exiguo espacio. Olía a aire rancio y a basura recalentada. Pudo ver platos sucios en el fregadero, en el tablero y sobre la mesa.

Dale cruzó la estancia haciendo el menor ruido posible, caminando de puntillas. Había una atmósfera de silencio y abandono en la casa, confirmando la confianza de Dale de que el padre de Duane no estaba en ella. Se detuvo para mirar dentro del comedor, antes de bajar al sitio donde había dormido Duane.

Una figura oscura estaba sentada en una silla, cerca del banco de trabajo que había servido de mesa de comedor. Sostenía algo. Dale pudo ver un cañón de escopeta apuntado en su dirección.


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