– Soy yo… Mike.

– ¿Mike? -El tono del viejo era el de un sonámbulo que se despierta en un lugar extraño-. ¿Mike Gernold? Creía que te habían matado en Bataan…

– No, soy Mike O'Rourke. ¿Recuerdas que tú y yo trabajamos juntos en el jardín de la señora Duggan el verano pasado? Yo segaba el césped y tú podabas los arbustos.

Mike se deslizó a través del agujero del enrejado. Aquello estaba oscuro, aunque no tanto como el sótano de Carl. Pequeños diamantes de luz resplandecían sobre el suelo irregular del lado oeste del pozo circular, y Mike pudo ver ahora la cara de Mink: los ojos legañosos y las mejillas mal afeitadas, la nariz enrojecida y el cuello peculiarmente pálido, la boca del viejo…, y Mike pensó ahora en la descripción que había hecho Dale del señor McBride el día anterior.

– Mike -farfulló Mink, masticando el nombre como si fuese un trozo de carne que no pudiese triturar con tan pocos dientes-. Mike… sí, el hijo de Johnny O'Rourke.

– El mismo -dijo Mike, acercándose, pero deteniéndose a más de un metro de Mink.

Con la arrugada y desmesurada trinchera del viejo borracho, los periódicos desparramados a su alrededor, una lata de Sterno y el brillo de botellas vacías…, había un sentido territorial en aquella parte del círculo del quiosco. Mike no quería invadir el espacio del anciano.

– ¿Qué quieres, muchacho?

La voz de Mink era cansada y distraída, sin el acostumbrado humor de que solía hacer gala con los niños. «Tal vez soy demasiado mayor -pensó Mike-. A Mink le gusta bromear con los niños pequeños.»

– Te traigo algo, Mink.

Sacó la botella de detrás de la espalda. No había perdido tiempo leyendo la etiqueta a la luz del sol, y ahora no había bastante luz. Esperó que no hubiese cogido la única botella de quitamanchas que había en el sótano de Carl. «Y no es que Mink pueda notar mucho la diferencia.»

Los ojos ribeteados de rojo pestañearon rápidamente cuando vieron la forma de lo que traía Mike.

– ¿Es para mí?

– Sí -dijo Mike, sintiéndose culpable al retirar ligeramente su regalo. Era como atormentar a un perrito-. Pero tienes que darme algo a cambio.

El viejo de la raída trinchera echó vapores de alcohol y mal aliento a la cara de Mike.

– ¡Mierda! Siempre hay que dar algo. Bueno, ¿qué es lo que quieres? ¿Quieres que el viejo Mink vaya a comprar cigarrillos para ti en los almacenes? ¿O a buscarte una cerveza en casa de Carl?

– No -dijo Mike, poniéndose de rodillas sobre el blando suelo-. Te daré el vino si tú me hablas de una cosa.

Mink estiró un poco el cuello al mirar de soslayo a Mike. Su voz era recelosa.

– ¿De qué se trata?

– Háblame del negro a quien colgaron en Old Central después del día de Año Nuevo de 1900 -murmuró Mike.

Esperaba que el viejo le dijese que no podía recordarlo -sabe Dios que el vino había destruido suficientes células del cerebro para apoyar aquella declaración-, o que él no estaba allí y sólo debía de tener entonces unos diez años, o simplemente que no quería hablar de ello. Pero en vez de esto respiró estertorosamente durante un rato y tendió los brazos, como para recibir un bebé.

– Está bien -dijo.

Mike le dio la botella. El viejo luchó durante un minuto con el tapón («¿Qué diablos de tapón es eso?») y después se oyó un fuerte chasquido y algo golpeó el techo a un palmo por encima de la cabeza de Mike, que se arrojó a un lado sobre el blando suelo mientras Mink maldecía y después lanzaba una de sus risas peculiares, gangosas y roncas.

– Pero muchacho, ¿sabes lo que me has traído? ¡Champán! ¡Guy Lombardo auténtico!

Mike no pudo saber, por el tono de Mink, si era buena o mala cosa. Sospechó que buena cuando Mink cató la bebida, farfulló algo y empezó después a beber afanosamente.

Entre tragos y pequeños y corteses eructos fue contando su historia.

Dale y Harlen miraron, más allá de la cabeza grasienta de C. J. Congden y a través de una alta verja de hierro, la mansión del señor Dennis Ashley-Montague. Dale se dio cuenta de que era la primera mansión verdadera que había visto en su vida: en el fondo de innumerables acres de césped, flanqueada por espesos y verdes bosques que se erguían en el borde del acantilado sobre el río Illinois, la casa

Ashley-Montague era un conjunto de ladrillos, gabletes y ventanas con celosías, de estilo Tudor, sujetado todo ello por una frondosa hiedra que crecía hasta más arriba de los aleros. Detrás de la verja, el paseo circular asfaltado, en mucho mejor estado que el remendado hormigón de Grand View Drive, subía graciosamente y en ligera pendiente hasta la casa, situada a unos cien metros de distancia. Varios surtidores regaban diferentes zonas del campo de césped con un susurro adormecedor.

Había un intercomunicador y una rejilla en la columna de ladrillos del lado izquierdo de la entrada. Dale se apeó y pasó por detrás del Chevy negro. El aire cálido que les había azotado durante el viaje había sido como un papel de lija invisible rascando la piel de Dale; pero ahora que se habían detenido, el calor del aire inmóvil y el peso terrible de la luz del sol eran peores. Dale sintió que tenía empapada la camiseta. Se bajó más la gorra de béisbol, mirando de soslayo el resplandor y las manchas de las hojas en la carretera detrás de ellos.

Dale no había estado nunca en Grand View Drive. Todo el mundo de esta parte del Estado parecía conocer la carretera que serpenteaba a lo largo de los acantilados del norte de Peoria, y las grandes casas donde vivían los pocos millonarios de la región; pero la familia de Dale nunca había llegado hasta aquí. Sus viajes a la ciudad tenían por objetivo el barrio comercial, si es que se le podía llamar así, o el nuevo Sherwood Shopping Center, de seis plantas, o el primer y único McDonald's de Peoria, en Sheridan Road, cerca del War Memorial Drive. Esta empinada y frondosa calle era extraña; las colinas de estas dimensiones eran desconocidas para Dale. Él había vivido siempre en las tierras llanas entre Peoria y Chicago, y todo lo que fuese más alto que las colinas próximas al cementerio del Calvario o a Jubilee College Road -pequeñas y boscosas excepciones en un mundo que se extendía plano como una mesa- le resultaba extraño.

Y las fincas, todas ellas resguardadas por los árboles, y las más grandes encaramadas a lo largo de los acantilados, como la del señor Ashley-Montague, parecían tomadas de una novela.

Harlen gritó algo desde dentro del coche, y Dale se dio cuenta de que había estado plantado en el paseo como un idiota durante medio minuto o más. También se dio cuenta de que estaba asustado. Se acercó más a la negra rejilla del intercomunicador, sintiendo la tensión en el cuello y en el estómago, sin tener idea de cómo funcionaba aquella cosa, cuando de pronto sonó una voz:

– ¿Qué desea, joven?

Era una voz de hombre, vagamente seca, con aquel acento que Dale atribuía a los actores británicos. Recordó a George Sanders en las películas de Falcon en la tele. De pronto Dale pestañeó y miró a su alrededor. No parecía haber ninguna cámara en el pilar ni en la verja. ¿Cómo sabían quién estaba allí? Tal vez alguien observaba con unos prismáticos desde la casa grande.

– ¿Qué desea? -repitió la voz.

– Ah, sí -dijo Dale, sintiendo la boca seca-. ¿El señor Ashley-Montague?

En cuanto lo hubo dicho, se habría dado de patadas.

– El señor Ashley-Montague está ocupado -dijo la voz-. ¿Tienen algo que hacer aquí, caballeros, o he de llamar a la policía?

A Dale le dio un salto el corazón al oír la amenaza, pero una parte de su mente observó: «Dondequiera que esté ese tipo, puede vernos a todos.»

– Oh, no -dijo, sin saber a qué decía que no-. Quiero decir que tenemos que hablar de un asunto con el señor Ashley-Montague.

– Por favor, diga de qué asunto se trata -dijo la caja negra.

La puerta de hierro negro era tan alta y ancha que parecía imposible que pudiese abrirse.


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