Dale encogió los hombros. Sabía que no debía hablar tanto, pero no tenía otra manera de mostrar a aquel hombre que sabía realmente que algo estaba sucediendo. En aquel instante, Dale se imaginó que se abría un panel secreto en la pared forrada de libros, que Van Syke y el doctor Roon se deslizaban suavemente por la abertura detrás de él, y que otras cosas se movían en las sombras detrás de ellos.

Dale resistió el impulso de mirar por encima del hombro. Se preguntó si Harlen se marcharía sin él, en caso de que no saliese. Lo haría.

– Cosas como la aparición de un soldado muerto -dijo Dale-. Un hombre llamado William Campbell Phillips, para ser exacto. Una maestra muerta que vuelve a este mundo. Y otras cosas…, cosas en el suelo.

Todo esto sonaba como una locura incluso para Dale. Se alegró de haberse interrumpido antes de empezar a hablar de la sombra que había salido del armario para esconderse debajo de la cama de su hermano. De pronto, pensó: «Yo no he visto estas cosas. Estoy aceptando la palabra de Mike y de Harlen sobre esto. Lo único que yo he visto ha sido algunos agujeros en el suelo… Este hombre va a llamar al manicomio y me encerrarán en una habitación acolchonada, incluso antes de que mamá se entere de que me retraso para la cena.» Esto era lo lógico, pero Dale no lo creyó un solo instante. Creía a Mike. Creía en las libretas de Duane. Creía a sus amigos.

Pareció como si el señor Ashley-Montague fuera a derrumbarse en su sillón de alto respaldo.

– ¡Dios mío, Dios mío! -murmuró, y se inclinó hacia delante como si fuese a hundir la cara entre las manos. Pero en vez de esto se quitó las gafas y las enjugó con un pañuelo que sacó del bolsillo-. ¿Qué es lo que quieres? -preguntó.

Dale resistió el impulso de suspirar profundamente.

– Quiero saber lo que pasa -dijo-. Quiero los libros que escribió el historiador del condado, el doctor Priestmann. Todo lo que pueda usted decirme sobre la campana y sus efectos. Y sobre todo… -y ahora respiró profundamente- quiero saber cómo podemos hacer que esto termine.

28

El enrejado del lado oeste del quiosco de música tallaba la luz de la tarde en un discreto juego de rombos que se extendía sobre el oscuro suelo en dirección a Mike y Mink Harper, mientras el viejo alternaba largos tragos de champán, ratos de enfurruñado silencio y largos períodos de confusa narración.

– Fue aquel frío invierno después de que empezase el año nuevo, con el que empezó también el nuevo siglo, y yo era un pequeño rapaz no mayor de lo que tú eres ahora. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? No… ¿once? Sí, yo tendría esa edad cuando colgaron al negro.

»Yo ya no iba al colegio. La mayoría de nosotros íbamos sólo el tiempo necesario para aprender a leer, a firmar y a contar un poco, que era todo lo que un hombre debía saber en aquellos tiempos. Mi padre nos necesitaba a todos para trabajar en la finca. Por esto había dejado ya de estudiar cuando colgaron al negro allí…

»Aquel año desaparecieron varios niños. La pequeña Campbell atrajo toda la atención, porque encontraron su cuerpo y su familia era rica, pero hubo cuatro o cinco más que no volvieron a casa aquel invierno. Recuerdo a un pequeño polaco llamado Strbnsky; su padre trabajaba en una brigada de obreros del ferrocarril que había venido al pueblo y se había quedado en él. El chico se llamaba Stefan… Bueno, Stefan y yo habíamos estado rondando alrededor de la taberna en busca de nuestros padres, unas semanas antes de la Navidad, y yo encontré al mío y lo llevé a casa en el carro que conducíamos mi hermano Ben y yo; pero Stefan no volvió a casa. Nadie volvió a verlo después de aquello. Recuerdo la última vez que lo vi, caminando entre los montones de nieve de la vieja Main Street, con los pantalones remendados y cargando con el cubo con que solía llevar a casa la cerveza para su vieja. Algo se apoderó de Stefan, como se apoderó de los gemelos Myer y de aquel pequeño latino, que no me acuerdo cómo se llamaba y que vivía donde ahora está el vertedero; pero fue la niña Campbell quien atrajo toda la atención, por ser sobrina del médico y todo eso.

»Así, cuando el primo de la niña Campbell, el pequeño Billy Phillips, entró en la taberna…, no en la de Carl porque la de Carl todavía no se había construido…, sino en aquel gran edificio donde ahora está la maldita mercería…, bueno, cuando aquel mocoso de Billy Phillips entró allí una tarde diciendo que había un negro en la vía del ferrocarril, que llevaba las enaguas de su prima en la bolsa, el lugar se vació en treinta segundos… y recuerdo que yo corrí también para mantenerme a la altura de las largas zancadas de mi viejo. Y allí estaba el señor Ashley sentado en su elegante calesa, con una escopeta sobre las rodillas, la misma que utilizó para matarse pocos años después, sentado allí como Si nos estuviese esperando a todos.

»"Vamos, muchachos -gritó-. Hay que hacer justicia".

»Y entonces toda la multitud de hombres se puso a gritar y rugir como suele hacer la chusma…, la chusma que no tiene más sentido común que un perro detrás de una perra en celo, muchacho. y entonces salimos todos disparados, resoplando vaho bajo la luz de la tarde que hacía que todo fuese dorado, incluso el aliento de los caballos, según recuerdo ahora, el tronco de yeguas negras del señor Ashley y los de algunos de los hombres…, y moqueando la nariz, corrimos hacia el norte de la población, donde solía estar la zanja del ferrocarril más allá de la fábrica de sebo, y el negro miró una vez desde donde estaba agachado junto a una fogata asando tocino, y entonces todos los hombres se le echaron encima. Había allí un par de amigos negros suyos. Nunca iban solos en aquellos tiempos, y desde luego no les estaba permitido andar por la población después de anochecer…, pero sus amigos no opusieron resistencia sino que se largaron como perros temerosos de una pahza.

»El negro tenía una bolsa grande y vieja, y los hombres la revolvieron, y desde luego allí estaban las enaguas de la niña Campbell, sucias de sangre seca y… de otras cosas, chico. Algún día sabrás lo que quiero decir.

»Así que le arrastraron hasta la escuela, que era una especie de centro de todo en aquellos días. En la escuela celebrábamos nuestros mítines y las votaciones cuando había elecciones, y toda clase de tómbolas y ventas benéficas. Así que arrastraron al negro hasta allí… y recuerdo que me quedé en el exterior, mientras tocaban la campana para decir a todo el mundo que viniese deprisa, que estaba ocurriendo algo importante. Y recuerdo que estaba allí intercambiando bolas de nieve con Lester Collins, Merriweather Whittaker y el padre de Coony Daysinger…, que no recuerdo cómo se llamaba… y con otros chicos que habían bajado con sus padres. Pero se fue haciendo de noche, y hacía frío. Aquel invierno no podía ser más frío; todo el maldito pueblo estaba aislado por los montones de nieve y los caminos helados. Ni siquiera se podía ir a Oak Hill de tan mal como estaban las carreteras. Pasaba el tren, pero no todos los días. Y a veces, en aquella época del año, estaba semanas sin pasar, con la nieve acumulada en el norte del pueblo donde estaba la zanja del ferrocarril, cuando no había máquinas quitanieves ni nada por este estilo. Así que teníamos que apañarnos solos.

»Cuando sentimos demasiado el frío entramos en la escuela, y el juicio…, lo llamaron juicio… casi había terminado. No debió de durar más de una hora. No había un verdadero juez. El juez Ashley se retiró joven y estaba un poco loco… pero de todos modos llamaron juicio a aquello. El señor Ashley desempeñó su papel. Recuerdo que yo estaba con los otros chicos en la galería donde solían hallarse los libros, mirando hacia el salón central donde se apretujaban todos los hombres, y maravillándome de lo apuesto que parecía el juez Ashley, con su caro traje gris, su corbata de seda y aquel sombrero de copa que llevaba siempre. Desde luego no se lo ponía cuando juzgaba… Recuerdo que vi el resplandor de las lámparas sobre sus cabellos blancos y me admiró que un hombre tan joven pudiese ser tan sabio…


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