– Era Van Syke -dijo Mike.

Dale miró por encima del hombro, más allá de su casa, hacia los campos de detrás de ella. La sombra de los árboles y la distancia le impedían ver si el camión de recogida de animales estaba todavía junto al campo de béisbol.

Al fin salieron la señora Cooke, Cordie, Barney y la vieja Double-Butt. Intercambiaron unas palabras, que los chicos no pudieron oír, y se marcharon en diferentes direcciones. Sólo permaneció allí el coche del doctor Roon, y antes de que se hiciese de noche, exactamente antes de que a Dale y Lawrence les llamaran para la cena, salió el doctor Roon, cerró la puerta del colegio y se alejó en su Buick, que parecía un coche fúnebre.

Dale siguió observando desde la puerta de su casa hasta que su madre lo llamó para la cena; pero Van Syke no salió.

Volvió a mirar después de cenar. La luz de la tarde sólo tocaba las copas de los árboles y la oxidada cúpula verde. Todo lo demás estaba a oscuras.

6

El sábado por la mañana, primer sábado del verano, Mike O'Rourke se levantó al amanecer. Entró en el oscuro salón para ver cómo estaba Memo -que casi despierta-, y cuando vio el pálido brillo de la piel y el pestañeo de un ojo entre el revoltijo de mantas y pañuelos, supo que aún estaba viva. La besó, percibiendo un ligerísimo olor a podredumbre parecido al que brotaba del camión el día anterior, y se dirigió a la cocina.

Su padre se había levantado ya y se estaba afeitando sobre el grifo de agua fría del fregadero; entraba a las siete de la mañana en la fábrica de cerveza Pabst, de Peoria, y la ciudad se hallaba a más de una hora en coche. El padre de Mike era corpulento: metro ochenta de estatura, pero más de ciento treinta kilos de peso, la mayor parte acumulado en una panza grande y redonda que le mantenía apartado del fregadero al afeitarse. Sus cabellos rojos se habían ido cayendo hasta quedar reducidos a poco más que una pelusa anaranjada encima de las orejas, pero su frente estaba tostada por el sol, de trabajar en el jardín los fines de semana, y los capilares rotos de las mejillas y de la nariz contribuían al tono rubicundo de su tez. Se afeitaba con la antigua navaja que había pertenecido a su abuelo. Se interrumpió, con un dedo en la estirada mejilla y la navaja a punto, para saludar con la cabeza a su hijo que se dirigía al retrete exterior.

Mike se había dado cuenta últimamente de que su familia era la única de Elm Haven que todavía tenía que utilizar un retrete exterior. Había otros -como el de la señora Moon, detrás de su vieja casa de madera, y el de Gerry Daysinger detrás del cuarto de las herramientas-, pero éstos no eran más que vestigios del pasado. Los O'Rourke sí utilizaban su retrete exterior. Hacía años que la madre de Mike hablaba de instalar cañerías para el agua, además de la bomba de encima del fregadero; pero el padre había argumentado siempre que era demasiado caro porque el pueblo no tenía red de alcantarillado y las fosas sépticas costaban una fortuna. Mike sospechaba que su padre no quería un lavabo interior. Con las cuatro hermanas y la madre de Mike siempre hablando, hablando y hablando en la pequeña casa, el padre de Mike decía a menudo que aquel retrete era el único lugar donde encontraba verdadera paz y tranquilidad.

Mike regresó por el caminito enlosado que serpenteaba entre el jardín de su madre y el huerto de su padre, levantó la mirada para ver los estorninos que revoloteaban entre las altas hojas que captaban las primeras luces del amanecer, cruzó el pequeño porche de atrás Y se lavó las manos en el fregadero de la cocina que su madre acababa de dejar libre. Entonces se dirigió a la alacena, cogió el bloc y el lápiz del colegio y se sentó a la mesa.

– Vas a llegar tarde para los periódicos -dijo su padre, que estaba tomando café de pie junto al mármol de la cocina y mirando el huerto a través de la ventana.

El reloj de la pared indicaba las 5.08.

– No, no llegaré tarde -dijo Mike.

A las cinco y cuarto dejaban los periódicos delante del banco contiguo a la cooperativa de Main Street, donde trabajaba la madre de Mike. Nunca se había retrasado para recogerlos.

– ¿Qué estás escribiendo? -preguntó su padre, que parecía haber centrado su atención en el café.

– Unas notas para Dale y los compañeros.

Su padre asintió con la cabeza, como si realmente no le hubiera oído, y volvió a mirar el huerto.

– La lluvia del otro día le ha ido bien al maíz.

– Hasta luego, papá.

Mike guardó las notas en el bolsillo de los tejanos, se caló una gorra de béisbol, y dio una palmada en el hombro de su padre. Afuera, montó en su vieja bicicleta y al llegar a la Primera Avenida se puso a pedalear a toda velocidad.

En cuanto hubiese terminado su trayecto de la mañana en busca de los periódicos, iría a la iglesia de San Malaquías, en el lado oeste de la ciudad y cerca de la vía del ferrocarril, y actuaría de monaguillo en la misa del padre Cavanaugh, como hacía todos los días del año. Había sido monaguillo desde los siete años, y aunque otros niños llegaban y se iban, el padre C. decía que ninguno era tanto de fiar como Mike, ni pronunciaba el latín con tanto cuidado y devoción. Algunas veces el trabajo era duro, sobre todo en invierno, cuando había nevado mucho y no podía usar la bici para ir por el pueblo. Entonces a veces llegaba corriendo a San Malaquías, se ponía la pequeña sotana y el sobrepelliz sin quitarse la chaqueta ni cambiarse los zapatos, y ayudaba a misa con nieve derritiéndose en las suelas de su calzado; y entonces, si sólo estaban allí los habituales feligreses de las siete y media – la señora Moon, la señora Shaugnessy, la señorita Ashbow y el señor Kane-, Mike pedía permiso al padre C., inmediatamente después de la comunión, y salía corriendo para llegar al colegio antes de que tocase la última campana.

Pero con frecuencia llegaba tarde. La señora Shrives ni siquiera le hablaba cuando entraba; se limitaba a mirarle severamente y señalaba con la cabeza hacia el despacho del director. Mike esperaba allí a que el doctor Roon tuviese tiempo para reñirle o castigarle con la palmeta que guardaba en el cajón inferior izquierdo de su mesa. Los palmetazos ya no le preocupaban, pero le fastidiaba tener que estarse sentado en el despacho y perderse la clase de lectura, y sobre todo la de matemáticas.

Mike apartó de la mente la idea del colegio y se sentó en la alta acera, delante del banco, esperando la camioneta que traía el periódico de la mañana de Peoria. Era verano.

La idea del verano, el calor en la cara, la realidad del olor a pavimento caliente y a mieses húmedas, llenaban de energía el espíritu de Mike y henchían su pecho, incluso mientras desempaquetaba los periódicos y los doblaba, pegando notas en algunos e introduciéndolos en el compartimiento especial de su bolsa de reparto, y también mientras circulaba de mañana por las calles, arrojando periódicos y gritando los buenos días a las mujeres que recogían las botellas de leche y a los hombres que subían en los coches para ir al trabajo. Y la realidad de ello, la gravedad disminuida del verano, continuó alentándole, hasta el momento de apoyar su bici en la pared de San Malaquías y entrar corriendo en el fresco interior, sombreado y perfumado de incienso, de su lugar predilecto en el mundo.

Dale se despertó tarde, después de las ocho, y continuó en la cama durante un buen rato. La luz y la sombra de las hojas del olmo gigante llenaban la ventana.

Un aire cálido penetraba a través de las cortinas. Lawrence ya se había levantado; Dale podía oír el sonido de las películas de dibujos animados en el cuarto de estar, señal de que su hermano estaría viendo a Heckle y Jeckle, y a Ruff y Reddy.

Dale se levantó, hizo su cama y la de Lawrence, se puso los calzoncillos, los tejanos, una camiseta de manga corta, calcetines limpios y bambas, y bajó a desayunar.


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