Ciertamente, algo se estaba acercando. Las estelas gemelas que surcaban el suelo mojado del patio de recreo desaparecieron debajo del asfalto de Depot Street.

«Como tiburones sumergiéndose», pensó Kevin. Ahora tenía en sus manos la Colt 45, Modelo Oficial, de su padre, y metió una bala en la recámara, sosteniendo la culata de la semiautomática con la izquierda y manteniendo un dedo sobre la guarda del gatillo mientras deslizaba hacia atrás la tapa corrediza. Con el primer proyectil en la recámara y la pistola «amartillada y cerrada», como decía su padre, Kevin puso el pulgar en el percutor, esperando que aquella especie de lamprea emergiese en este lado de la calle.

Nada ocurrió durante un minuto o más. No sonaba ningún ruido, al menos ningún ruido audible, sobre el estruendo de la tormenta y el continuo barboteo de la bomba centrífuga. Kevin sostuvo con ambas manos la pistola y bajó suavemente el percutor para que una bala no le arrancase un pie. Miró hacia la bomba y la manguera, consideró que seguían funcionando perfectamente, y se quedó en el camión en vez de saltar de él.

Uno de los gusanos-lampreas surgió del suelo a dos metros a la derecha del camión, y el otro lanzó gravilla al aire al salir de debajo del camino de entrada. Sus cuerpos eran largos y segmentados. Kevin observó la boca móvil del primero de ellos al pasar, vio los zarcillos temblorosos y el intestino pulsátil bordeado de dientes.

Levantó la pistola al emerger y sumergirse de nuevo aquella cosa, pero no disparó. Mein Gott! Le temblaban los brazos.

La del camino de entrada se sumergió de nuevo hacia la derecha, desplazando más gravilla y pasando por debajo de la manguera al desaparecer su interminable espalda. «¿Qué pasará si golpea el depósito subterráneo?»

Kevin se encaramó más alto en el camión, mirando la tapa abierta de la cuba, llamando desesperadamente por el walkie-talkie:

– ¡Dale…! ¡Harlen! ¡Todos! Ayudadme. Venid. ¡Cambio!

Un silencio cargado de parásitos.

Kevin avanzó hacia la cabina, se inclinó y abrió la portezuela del lado del pasajero, pensando en meterse allí contra el viento.

La cosa en forma de lamprea emergió a un metro y medio a la derecha de la cabina y se lanzó, abriendo una boca más grande que la anchura del propio cuerpo, temblando los lóbulos y los zarcillos pulsátiles al chocar contra la puerta con un ímpetu que hizo oscilar el vehículo de tres toneladas y media.

Kevin había soltado la puerta y rodaba sobre el techo de la cabina para alejarse de aquella cosa, con la boca abierta para gritar, pero emitiendo sólo rápidos jadeos. Se balanceó sobre el lado del conductor de la cabina, clavando las uñas en el liso metal del techo. Se abalanzó, pero consiguió agarrarse a la parte superior del marco de la ventanilla abierta y cayó pesadamente sobre los pies en el estribo mientras la radio salía despedida e iba a dar en la hierba del patio.

La segunda lamprea surgió a cinco metros de distancia y avanzó arqueando el cuerpo y levantando tierra hasta tres metros en el aire. Kevin la vio venir, vio que la radio se alejaba más, impulsada por la estela de aquella cosa, y entonces se lanzó sobre el capó del camión, tratando de afirmar allí las largas piernas.

La segunda lamprea se estrelló contra la portezuela del conductor con la misma furia ciega de que había hecho alarde la primera. Se echó atrás y levantó la temblorosa boca casi dos metros en el aire, como una cobra antes de atacar. Kevin extendió los miembros sobre el oscilante capó y miró hacia la izquierda; la primera cosa se había echado atrás, se había sumergido de nuevo debajo de la grava y surgió ahora con toda su fuerza para estrellarse una vez más contra la portezuela de la derecha. Se rompieron cristales y la pesada puerta se combó hacia dentro.

Tres metros de lamprea se desenrollaron con temblorosos zarcillos en el suelo buscando sus piernas. Kevin percibió todo el olor a muerte que brotaba del interior pulsátil de la cosa, y entonces levantó las piernas como un jinete acróbata, impulsado completamente por la fuerza de sus brazos y con los tejanos azules resbalando sobre la cuba de acero.

– ¡A por ellos! -dijo una voz, por encima del viento.

Kevin miró desde la cuba y vio a Cordie Cooke junto al cobertizo. El viento pegaba el vestido amorfo sobre su cuerpo y lo agitaba como una bandera parda detrás de ella. Los cortos y mal cortados cabellos eran echados atrás, dejando la cara al descubierto.

Cordie soltó el perrazo que sujetaba con una correa. Éste se arrojó contra el enorme gusano que estaba a diez metros de distancia, al otro lado del camión. Kevin levantó las piernas al erguirse aquella cosa segmentada y atacar de nuevo desde el lado del césped.

El monstruo cayó hacia atrás, dejando un rastro de lodo sobre el lado de la cisterna de acero. Ahora había una mella a menos de un palmo del pie de Kevin.

El perro saltó lanzando gruñidos sobre la primera lamprea, separando las fuertes patas delanteras al caer sobre la espalda segmentada de aquella cosa. La lamprea arqueó el cuerpo y se sumergió, con el perro mordiendo, gruñendo y saltando de su espalda para correr seis pasos y saltar de nuevo sobre ella al surgir más abajo en el camino.

– ¡Ven! -gritó Kevin.

Cordie corrió cuesta abajo y saltó sobre el guardabarros. Se habría caído si Kevin no la hubiese agarrado de una muñeca y tirado de ella. La primera lamprea surgió y golpeó la cuba con la boca, a un palmo y medio por debajo de las piernas desnudas de la muchacha; después resbaló sobre el guardabarros de atrás y empezó de nuevo a dar la vuelta, con el perro aferrado locamente a su espalda. La segunda lamprea reptaba sobre el césped como para adquirir velocidad.

– Sube aquí -jadeó Kevin, tirando de Cordie desde encima de la cuba.

Y allí se quedaron los dos, balanceándose bajo el fuerte viento, con los brazos a horcajadas sobre la tapa levantada de la cuba.

De pronto, la primera lamprea se encogió sobre sí misma, abriendo la boca y atacando más deprisa de lo que podría hacer una serpiente. El perro sólo tuvo tiempo de aullar una vez antes de que la mayor parte de él desapareciese en las abiertas fauces. El cuerpo latió, la boca se ensanchó, y el perro se convirtió en un bulto cerca del extremo de delante del gigantesco gusano, y éste se sumergió de nuevo, desapareciendo debajo de la grava del terreno, próximo a la calle.

– ¡Lucifer! -gritó Cordie.

Estaba sollozando sin ruido.

– ¡Cuidado! -gritó Kevin.

Saltaron al lado derecho del camión al atacar de nuevo la segunda lamprea desde el patio, levantando la boca pulsátil dos metros y medio en el aire y golpeando la parte alta de la cuba, esta vez cerca de la tapa.

Kevin y Cordie miraron por encima del hombro al trazar un círculo y volver la primera cosa.

La bomba centrífuga seguía funcionando y la gasolina continuaba vertiéndose en la cisterna cuando las dos lampreas se alzaron al unísono.


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