El Soldado y lo que pudo haber sido Mink Harper entraron en la estancia, llevando la silla a la que Lawrence seguía atado por hebras carnosas. Tenía echada la cabeza atrás y parpadeaba.

Dale inició un movimiento hacia delante pero se detuvo cuando la cosa Van Syke avanzó en su dirección, husmeando, palpando el aire como un ciego. La forma blanca que había sido Tubby se movió a través de las sombras de detrás de Dale.

– Ahora estamos todos dispuestos a empezar -dijo el doctor Roon, sacando un reloj de oro del chaleco. Miró a Dale y a Harlen y sonrió por última vez-. Supongo que podría explicaros… contároslo todo acerca de la Era maravillosa que ahora empieza…, hablaros de las pequeñas molestias que nos han causado vuestras aventurillas…, entrar en detalles sobre cómo vais a servir al Maestro en vuestras nuevas formas… -Cerró el reloj y volvió a meterlo en el bolsillo del chaleco-. Pero, ¿por qué preocuparnos? El juego ha terminado y es hora de que termine también vuestra participación en él. Adiós.

Hizo una señal con la cabeza y el Soldado empezó a deslizarse hacia delante, sin mover las piernas y levantando despacio los brazos.

Dale había tratado de no mirar la cara del Soldado y las otras cosas que había en la habitación, pero ahora abrió mucho los ojos. La cara ya no era siquiera un simulacro de humanidad: el largo hocico parecía el cráter que había quedado al brotar violentamente algo del alargado cráneo. Había otras aberturas más profundas en la carne blanda de la cara, y cosas más pequeñas se movían en aquellos orificios.

El Soldado se deslizó hacia Jim Harlen mientras el negro Van Syke lo hacía en dirección a Dale. El doctor Roon y la cosa harapienta que tenía parte de la cara de Mink Harper se movieron para bloquear la puerta. Dale oyó un crujido y un gemido que parecieron brotar de las paredes y del suelo, y la red de ligamentos y nudos adquirió un color rosa más fuerte. Goteó un líquido del techo formando hilos viscosos.

– ¡Que se vaya a la porra todo esto! -dijo Harlen, levantándose de su pupitre y retrocediendo hasta juntarse con Dale. Sus labios temblaban al murmurar a su amigo-: Nunca me gustó el colegio.

Salieron juntos de la primera hilera de pupitres, andando con dificultad entre montones de hongos y hacia el fondo de la estancia. El Soldado se deslizó sin esfuerzo hacia su derecha. El cadáver de Tubby Cooke bajó la cara hacia las algas y desapareció debajo de ellas como un niño arrebujándose en su manta predilecta.

Dale y Harlen saltaron sobre los pupitres contiguos, agachando la cabeza para esquivar las pálidas bolsas de encima de ellos. El moho se pegaba a sus tejanos y a su calzado en largos hilos.

El doctor Roon se impacientó y chascó los dedos. Todo el edificio pareció contener el aliento cuando Van Syke y el Soldado se arrastraron hacia la primera hilera de pupitres.

Abajo sonó un disparo.

Mike había llegado al pasillo central del sótano y calculó sus pérdidas: la linterna estaba rota; había perdido una de las pistolas llena de agua bendita y aplastado la segunda, rodando sobre ella al salir del túnel; tenía roto el pantalón en las rodillas, y en la parte de delante y de detrás lo tenía empapado a causa de las pistolas de agua. La única ventaja de ello, según pensó, era que nada parecido a un vampiro iba a morderle en la entrepierna mojada de agua bendita.

A pesar de que no había ventanas en el sótano, descubrió que podía ver al adaptarse sus ojos al resplandor de la fosforescencia que parecía brotar de las paredes como de la lamprea que ardía en el pasillo central, y que era un resplandor aún más intenso.

Mike supuso que la lamprea estaba muerta. Su carne estaba carbonizada en mil lugares, ardían brasas donde hubiesen debido hallarse las entrañas, y las fauces habían dejado de abrirse y de cerrarse. Imaginó que estaba muerta pero no se le acercó, pasando junto a la pared y mirando con cierto espanto la masa de escombros que aquella cosa moribunda había empujado a todo lo largo del pasillo del sótano. Espesas nubes de humo y un olor a carne quemada se desprendían del cadáver.

Mike decidió estudiar sus recursos mientras subía la pegajosa escalera del primer piso. Tenía la escopeta de Memo, cargada y con cuatro cartuchos adicionales; los otros habían sido disparados o los había perdido en la rápida salida de los túneles. Estaba magullado y sangrante y temblaba de la cabeza a los pies; pero por lo demás se hallaba en buen estado. Pasó sobre la puerta derribada del salón principal del primer piso de Old Central.

Mike tuvo sólo unos segundos para pestañear, captando los cambios que unas pocas semanas de verano habían ocasionado al viejo colegio, mirando hacia arriba el rojo saco pulsátil de piernas y ojos a doce metros encima de él, en el ahora abierto campanario. Había dado un paso y puesto el pie sobre la Savage de Dale Stewart cuando un movimiento en las sombras le paralizó en el momento de agacharse.

Algo estaba avanzando hacia él desde la clase de segundo de la señora Gessler, lanzando una especie de maullidos suaves. Este sonido casi se había perdido en los súbitos crujidos del edificio al zumbar y arreciar la tormenta en el exterior.

Mike hincó una rodilla en el suelo y levantó rápidamente la Savage, sujetándola bajo el brazo izquierdo, mientras sostenía la escopeta a punto de disparar, con el cañón hacia arriba.

El padre Cavanaugh salió de la sombra, emitiendo un ruido suave que podía ser un intento de hablar. Sus labios habían desaparecido e incluso bajo la débil luz Mike pudo ver las toscas puntadas del señor Taylor, el empresario de pompas fúnebres, al coser las encías. Tal vez había tratado de decir «Michael».

Mike esperó a que estuviese a unos dos o dos metros y medio de distancia, y entonces bajó el arma y le disparó a la cara.

La detonación y su eco fueron increíbles.

Los restos del sacerdote cayeron hacia atrás sobre el suelo resinoso; el cuerpo rodó hasta chocar con la baranda de la escalera, mientras partes del cráneo volaban en otras direcciones. Prácticamente sin cabeza, aquello se puso a cuatro patas y empezó a arrastrarse de nuevo hacia Mike.

En un estado de calma perfecta, con el cuerpo realizando los movimientos mientras la mente se hallaba ocupada en otras cosas, Mike pasó la culata de la escopeta a la otra mano, abrió el cargador de la Savage, comprobó que la bala no había sido disparada, apoyó el cañón sobre la espalda de lo que había sido un sacerdote, en el momento en que los dedos de éste alcanzaban sus zapatos, y apretó el gatillo. Aquella cosa asquerosa que se parecía a su amigo se retorció sobre el pegajoso suelo, con la espina dorsal visiblemente partida, y Mike se echó atrás, sacó del bolsillo dos de los cuatro cartuchos que le quedaban e introdujo uno en el arma de Memo y el otro en la de Dale. Su pie tocó algo de plástico y vio la radio al mirar hacia abajo. La cogió, le quitó los hilos de sustancia pegajosa, apretó el botón de transmisión, oyó los esperados parásitos y gritó.

Kevin respondió a la tercera llamada.

«Gracias, Dios mío.»

– ¡Kev! -dijo por la radio-. ¡Vuélala! ¡Ahora mismo! ¡Vuela la maldita escuela!

Repitió la orden y entonces dejó caer la radio al oír gritar a Dale en el segundo piso. Prefirió las armas al walkie-talkie y subió corriendo la escalera.

Las redes y racimos de nudos y las propias paredes se estremecían y temblaban a su alrededor, como si el colegio fuese una cosa viva a punto de despertar.

Mike estuvo a punto de perder pie y rodar por la pegajosa y sucia escalera, pero recobró el equilibrio y saltó al rellano del segundo piso. La luz roja de arriba se hacía más fuerte por momentos.

– ¡Mike! ¡Aquí! -gritó Dale desde detrás de una cortina de fibras negras donde había estado un día la clase de la señorita Doubbet.

Se oyeron de pronto unos gruñidos, como si hubiesen soltado una jauría de perros hambrientos.


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