– Cállate -dijo Dale.

Podía oír ahora la música del cine, alegre y metálica: una película de dibujos de Warner Brothers. El túnel de olmos de Broad había quedado detrás de ellos; sólo brillaban unas pocas luces en las grandes casas victorianas apartadas de la calle. La primera iglesia presbiteriana, que era la de la familia Stewart, resplandecía pálida y vacía en la esquina de enfrente de la oficina de Correos.

– ¿Qué es eso? -murmuró Lawrence, deteniéndose y sujetando con fuerza su bolsa de palomitas de maíz.

– Nada. ¿Qué? -dijo Dale, deteniéndose como su hermano.

Hubo un susurro, como un chirrido en la oscuridad, entre los olmos y encima de ellos.

– No es nada -dijo Dale, tirando de Lawrence-. Pájaros. -Lawrence no quiso moverse y Dale se detuvo para escuchar de nuevo-. Murciélagos.

Entonces Dale pudo verlos: unas formas oscuras que revoloteaban los huecos más claros entre las hojas, unas sombras aladas visibles sobre el blanco de la iglesia, al revolotear de un lado a otro.

– No son más que murciélagos.

Tiró de la mano de Lawrence, pero éste no quiso moverse.

– Escucha -murmuró.

Dale pensó en darle un puntapié en la culera de sus Levi's, o en agarrarle por una de sus grandes orejas y arrastrarle a lo largo de la última manzana hasta el cine gratuito. Pero en lugar de hacer eso se puso a escuchar.

El susurro de las hojas. Las locas escalas de la banda sonora de una película de dibujos, amortiguadas por la distancia y el aire húmedo. El correoso batir de alas. Voces.

En lugar del gorjeo casi ultrasónico de los murciélagos explorando su camino, el sonido que predominaba en la oscuridad que les rodeaba era de vocecillas agudas. Gritos. Chillidos. Maldiciones. Palabrotas. La mayoría de los sonidos no llegaban a formar realmente palabras sino que eran como sílabas enloquecedoras, audibles, pero no del todo claras, de una conversación a gritos en una habitación contigua. Pero dos de esos sonidos sí que eran claros.

Dale y Lawrence permanecieron petrificados en la acera, sujetando sus bolsas de palomitas de maíz y mirando hacia lo alto, mientras los murciélagos chillaban sus nombres con consonantes que sonaban como dientes royendo pizarras. Lejos, muy lejos, la voz amplificada de Porky Pig decía: «¡Esto es todo, amigos!»

– ¡Corramos! -murmuró Dale.

Jim Harlen tenía órdenes de no ir al cine gratuito; su madre se había ido a Peoria para otra cita, y aunque decía que él era lo bastante mayor para quedarse solo en casa no le permitía salir de ella. Harlen preparó la cama con su muñeco de ventrílocuo vuelto de cara a la pared y unos abultados tejanos para alargar las piernas debajo de la colcha, por si ella volvía a casa antes que él y quería comprobar si estaba allí. Pero no lo haría. Nunca volvía a casa antes de la una o las dos de la madrugada.

Harlen cogió un par de Butterfingers de la alacena, como tentempié durante la película; sacó la bicicleta del cobertizo y pedaleó por Depot Street. Había estado viendo Gunsmoke por la tele y se había hecho de noche antes de lo que había calculado. No quería perderse la película de dibujos.

Las calles estaban vacías. Harlen sabía que todos los que eran lo bastante mayores para poder conducir, pero lo bastante jóvenes para no ser tan estúpidos como para quedarse a ver a Lawrence Welk, o el cine gratuito, habían salido hacía horas con destino a Peoria o a Galesurg. Desde luego él estaba seguro de que no se quedaría en Elm Haven los sábados por la noche cuando fuese mayor.

En cualquier caso, Jim Harlen no pensaba permanecer mucho más tiempo en Elm Haven. O su madre se casaría con uno de esos tipos con quienes se citaba -probablemente algún mecánico que gastaba todo su dinero en trajes- y Harlen se trasladaría a Peoria, o huiría de casa dentro de uno o dos años. Harlen envidiaba a Tubby Cooke. El gordinflón había sido tan brillante como la bombilla de 25 vatios que la madre de Harlen tenía encendida en el porche de atrás, pero también lo bastante listo para largarse de Elm Haven. Desde luego, Harlen no había tenido que aguantar los palos que probablemente Tubby había recibido, teniendo en cuenta lo borracho que casi siempre estaba su padre y lo estúpida que parecía su madre, pero tenía sus propios problemas.

Aborrecía que su madre hubiese adoptado su apellido de soltera, dejando que él conservase el de su padre cuando ni siquiera le era permitido mencionarlo en presencia de ella. Aborrecía que ella se marchase todos los viernes y sábados, llevando aquellas blusas escotadas de campesina y los atractivos vestidos negros que causaban una impresión extraña en él… como si su madre fuese una de esas mujeres de las revistas que él escondía en el fondo de su armario. Aborrecía que ella fumase, dejando señales de pintalabios alrededor de las colillas de los cigarrillos en los ceniceros, haciendo que se imaginase las mismas manchas en las mejillas… o en los cuerpos de aquellos tipos a quienes Harlen no conocía siquiera. Aborrecía cuando ella había bebido demasiado y trataba de disimularlo, portándose como una perfecta dama; pero él siempre lo advertía en su dicción exacta, en sus lentos movimientos y en su manera de mostrarse empalagosa y de abrazarlo.

Aborrecía a su madre. Si no hubiese sido tan… -la mente de Harlen esquivaba la palabra «puta»- si hubiese sido una esposa mejor, su padre no habría empezado a citarse con la secretaria con quien se había fugado.

Harlen descendió por Broad Avenue, pedaleando con fuerza y enjugándose los ojos, furiosamente, con la manga. Algo blanco, moviéndose entre las grandes y viejas casas del lado izquierdo de la calle hizo que mirase, volviese a mirar y detuviese después su bici sobre la grava.

Alguien se estaba moviendo en el callejón entre los anchos patios. Harlen captó nuevamente la imagen de un cuerpo bajo y grueso, unos brazos pálidos y un vestido claro, antes de que el personaje desapareciese en la oscuridad del callejón. «Pero si es la vieja Double-Butt…» El callejón discurría entre su grande y vieja casa y la rosada mansión victoriana, ahora cerrada, que había pertenecido a la señora Duggan.

«¿Qué diablos está haciendo la vieja Double-Butt, caminando a hurtadillas por el callejón?» Harlen estuvo a punto de borrar esto de su mente y dirigirse al cine gratuito, pero entonces recordó que él estaba encargado de seguir a la maestra.

«Esto es una mierda. O'Rourke es un imbécil si se imagina que voy a seguir continuamente a ese viejo dinosaurio por el pueblo. No veo que el ni ninguno de los otros sigan a los suyos esta tarde. Mike es muy bueno dando órdenes, y a todos esos idiotas les encanta hacer lo que él dice, pero yo soy demasiado mayor para esas tonterías»

Pero ¿qué estaba haciendo la señora D. en el callejón después de anochecer?

«Sacando la basura, bobo.»

Pero el camión de la basura no pasaría hasta el martes Y ella no llevaba nada. En realidad, iba muy bien vestida, probablemente con aquel elegante traje de color de rosa que había llevado el último día antes de las vacaciones de Navidad. Y no es que la vieja arpía les hubiese ofrecido una verdadera fiesta: sólo treinta minutos para hacer regalos a las personas cuyo apellido habían sacado al azar

«¿Adónde diablos va?»

¿No se sorprendería O'Rourke si fuese Jim Harlen el único de la dichosa Patrulla de la Bici que realmente descubriese algo sobre la gente que habían acordado seguir? Quizá lo que estaba haciendo la vieja Double-Butt con el doctor Roon o con el horripilante Van Syke, mientras todo el mundo estaba en el cine gratuito.

La idea le repugnó en cierto modo.

Pedaleó a través de la calle, dejó caer la bicicleta detrás de los arbustos del lado del callejón correspondiente a la señora Duggan y miró desde detrás de aquéllos. El pálido bulto apenas era visible casi al final del callejón, donde éste desembocaba en la Tercera Avenida


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