Mike observó el catre. Olía intensamente a moho y había encima de él una manta que no olía mucho mejor. Pero había sido usado recientemente como cama; un número del miércoles del Peoria Journal Star estaba arrugado sobre él y contra la pared, y la manta medio caída en el suelo, como si alguien la hubiese apartado a toda prisa.

Mike se arrodilló junto al catre y levantó el periódico. Debajo de él había una revista con hojas lisas y relucientes mezcladas con otras de papel más barato. Mike la cogió, empezó a hojearla y la tiró inmediatamente.

Las páginas relucientes contenían fotos en blanco y negro de mujeres desnudas. Mike había visto mujeres desnudas con anterioridad -tenía cuatro hermanas- e incluso había visto revistas con mujeres desnudas en ellas: Gerry Daysinger le había mostrado una vez una publicación nudista. Pero nunca había visto fotografías como éstas.

Las mujeres yacían con las piernas abiertas y mostrando sus partes íntimas. Las fotografías nudistas habían sido retocadas, sin vello en el pubis, sólo con una modesta suavidad entre las piernas; pero estas fotos lo mostraban todo. El vello, las rajas, los labios abiertos, sostenidos a menudo por las propias damas; uñas pintadas reteniendo la abertura de sus partes más secretas. Otras mujeres estaban de rodillas, de espaldas a la máquina, de modo que podía verse el orificio del culo y las partes más velludas. Otras jugaban con los pechos.

Mike sintió que su rubor se desvanecía; pero, en el mismo instante, como si la sangre tuviese que fluir a alguna parte, sintió también que se endurecía su pene. Sin levantar la revista de nuevo, hojeó las páginas.

Más mujeres.

Más piernas abiertas.

Mike no se había imaginado nunca que hubiese mujeres capaces de hacer esto delante de alguien con una cámara. ¿Y si sus familias veían alguna vez estas fotografías?

Sintió que su erección comprimía el miembro contra los tejanos. Mike se había tocado con anterioridad, incluso se había masturbado hasta producirse el clímax que le había sorprendido tanto la primera vez, hacía un año; pero el padre Harrison le había explicado prolijamente las consecuencias, tanto espirituales como físicas de la masturbación, y Mike no tenía intención de volverse loco ni de contraer la clase especial de acné que padecían siempre los que se masturbaban, revelando así su comportamiento a todo el mundo. Además, Mike había confesado este pecado particular las pocas veces que lo había cometido, pero una cosa era confesarlo a alguien como el padre Harrison en la oscuridad y sufrir una buena reprimenda, y otra, completamente distinta, referirla al padre Cavanaugh. Antes que confesar este pecado al padre C., prefería volverse ateo o ir al infierno. Y si lo cometía y no lo confesaba…, bueno, el padre Harrison había descrito el castigo que esperaba en el infierno a los pecadores depravados.

Mike suspiró, dejó la revista donde la había encontrado, la cubrió con el periódico y se puso en pie. Bajaría trotando la colina y subiría a paso vivo la siguiente; esto le libraría de los malos pensamientos y de la dureza que sentía contra la bragueta.

La manta resbaló del catre al levantarse, y un fuerte olor llenó la estancia.

Mike se echó hacia atrás pero se acercó de nuevo, levantando la manta.

Un hedor a tierra removida, y a algo peor, brotó de debajo del catre. Mike contuvo el aliento durante un segundo, y después lo levantó y lo apoyó contra un cajón. Había un agujero de más de tres palmos de diámetro perfectamente redondo, como una boca de cloaca abierta en una calle de la ciudad. Pero los bordes eran de tierra apisonada. Mike se puso a cuatro patas y miró al interior.

El olor era muy malo. Mike había ido una vez a un matadero cerca de Oak Hill, y este hedor era parecido al de la habitación donde arrojaban las entrañas y otros pedazos invendibles de los animales. El olor a sangre era el mismo, pero aquí se mezclaba con el aroma penetrante de la tierra, produciendo otro tan fuerte que a Mike le dio vueltas la cabeza. Se tambaleó un momento y cerró los ojos.

Cuando los abrió, captó un ligero movimiento en el fondo del agujero, como si algo se hubiese apartado de la luz. Mike pestañeó. Los bordes del hoyo eran extraños, de un rojo vivo, aunque el suelo del lugar no era de arcilla, y estriados, con surcos regulares. Esto le recordó algo, aunque de momento no pudo saber qué era. Después lo recordó.

Dale Stewart tenía la Enciclopedia ilustrada Compton's. A los muchachos les gustaba mirar la parte referente al cuerpo humano, que tenía láminas transparentes. Una de las ilustraciones correspondía al sistema digestivo, con cortes transversales coloreados.

Los lados del agujero parecían un corte del intestino humano. Rojo y en carne viva.

Mientras Mike observaba, los bordes rojos y surcados parecieron moverse ligeramente, contrayéndose y relajándose. El olor del agujero era cada vez más insoportable.

Mike se arrastró hacia atrás a cuatro patas, respirando superficialmente. Se oía un ruido como de rascadura en alguna parte. «¿Eran ratas del exterior, o algo allá abajo?»

Mike se imaginó de pronto un túnel en el cementerio, que conectase las tumbas. Se imaginó a Van Syke metiéndose de cabeza en este agujero, desapareciendo por esta especie de intestino en las profundas entrañas de la tierra. Van Syke arrastrándose como una serpiente, deslizándose y perdiéndose de vista un minuto antes, cuando oyó silbar a

Mike.

«¿Van Syke… o algo peor?»

Mike se estremeció. A través de la sucia ventana se veía que ya había oscurecido en el exterior, aunque una luz pálida se filtraba por la rendija de la puerta.

Mike volvió a poner el catre en su sitio, asegurándose de que el diario y la revista estuviesen como los había encontrado, y volvió a colocar la manta de manera que tapase el agujero. Se dio cuenta de que ésta no era necesaria para ocultarlo. «Esto está tan oscuro que, posiblemente, nadie advertiría el agujero si no lo delatase el mal olor.»

Se hallaba todavía de rodillas cuando se imaginó que una mano y un brazo blancos y viscosos salían de la oscuridad debajo del catre para agarrarle de la muñeca o del tobillo.

Su excitación sexual se había desvanecido completamente. Creyó que iba a vomitar. Cerró los ojos, abrió la boca para no sentir tanto el mal olor y se concentró en rezar una avemaría y un padrenuestro.

No le sirvió de nada.

Le pareció oír unas pisadas furtivas sobre la hierba cortada del exterior.

Abrió bruscamente la puerta y se lanzó fuera, sin preocuparse de que pudiera chocar con alguien, impaciente sólo por alejarse del agujero, por alejarse de allí.

El cementerio estaba desierto. El cielo era más oscuro; una estrella se cernía en el este sobre la línea de los árboles; también se había oscurecido el bosque, pero aún había algo de luz del crepúsculo estival. Un pájaro negro y de alas rojas estaba posado sobre una alta lápida a veinte metros de distancia y parecía mirar fijamente a Mike.

Éste iba a marcharse rápidamente, pero entonces se acordó del candado. Vaciló, se dio cuenta de que se estaba portando como un idiota, y entonces volvió atrás y empezó a clavar los tornillos. El último tenía que ser enroscado, y Mike observó que le temblaba ligeramente la mano al utilizar la navaja para hacerlo.

«Si algo sale de aquel agujero, ¿cómo puede salir de la barraca? Tal vez se desliza por la ventana.»

«Cállate, estúpido.» Le resbaló la hoja de la navaja y se hizo un corte en el dedo meñique. Mike hizo caso omiso del corte, concentrado en enroscar el último tornillo y sin reparar en las gotas de sangre que caían sobre el marco de madera de la puerta.

«Ya está.» No era perfecto. Un examen minucioso revelaría que la plancha había sido arrancada y colocada de nuevo. ¿Y qué? Mike se volvió y echó a andar por el camino.

Todavía no había tráfico en la Seis. Mike trotó cuesta abajo, lamentando que las sombras del fondo fuesen tan oscuras. Parecía plena noche en los espesos bosques de ambos lados.


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