Pronto se dio cuenta de que Van Syke o quien hubiera sido había tratado de matarle. No había sido una broma. No había sido una advertencia insensata. El camión se había dirigido contra ellos, y sólo su velocidad y la certidumbre de volcar si rodaba por la cuneta con tanta rapidez habían impedido que el conductor lo desviase los cuatro palmos necesarios para alcanzarles. «Alguien habría pasado por aquí y encontrado mi cadáver entre las hierbas -pensó Duane-. Y el de Witt. Nunca habrían sabido quién lo había hecho. Sólo habrían pensado en un chiquillo descuidado y en un conductor que se había dado a la fuga.» Duane recordó el alambre de espino y se tocó la espalda. Cuando retiró la mano, estaba manchada de sangre. Peor aún, había dos grandes desgarrones en su camisa que habría que coser.

Duane Siguió acariciando a Witt, pero ahora estaba más tembloroso que el perro. Hurgó en el bolsillo con su mano libre y encontró un bizcocho para Witt, y el bastón de caramelo para él.

El camión zumbó al dar la vuelta alrededor de la torre del agua.

Duane miró fijamente, con el caramelo en la boca y sin masticarlo. Era el mismo camión; podía ver claramente la cabina roja y el fuerte parachoques delante de la nube de polvo. Se movía más despacio, a cincuenta por hora Lo bastante para convertirles a Witt y a él en víctimas de la carretera, si se consideraban las tres toneladas que transportaban aquellas ruedas

– ¡Mierda! -exclamó Duane.

Witt tiró del collar que sujetaba Duane.

Arrastró al perro hacia el lado izquierdo de la carretera, como buscando los campos del lado sur. La cuneta estaba llena de hierbas pero en aquel tramo era muy poco profunda, casi plana. No constituía un obstáculo para un vehículo.

El camión giró a la derecha, llenando el lado de Duane de la carretera. Había cubierto la mitad de la distancia y Duane pudo distinguir la silueta del conductor en la cabina.

El hombre era alto, pero estaba inclinado hacia delante, absorto en la conducción… o en la persecución.

Duane agarró el collar de Witt y arrastró al aterrorizado collie a través de la carretera; el animal tenía las patas rígidas, y la gravilla resbalaba debajo de ellas, pero Duane tiró de él hasta meterlo en la cuneta.

El camión torció a la izquierda, saliendo de la calzada, saltando a través de la cuneta y casi rozando la valla con las ruedas. Las hierbas se doblaron debajo del parachoques de delante y una nube de polvo llenó el aire.

Duane miró por encima del hombro, esperando inútilmente que llegase otro coche en dirección contraria, que interviniese algún adulto, para despertar de aquella pesadilla.

El camión estaba ahora a menos de treinta metros de distancia y parecía acelerar.

Duane se dio cuenta de que no podría volver a cruzar a tiempo la carretera con Witt, y aunque pudiese hacerlo, el camión les alcanzaría mientras intentase encaramarse en la valla.

Wittgenstein ladró y se estremeció, mordiendo la muñeca de Duane en su frenesí. Durante una fracción de segundo, éste pensó en soltar al collie, dejando que se defendiese solo; pero entonces comprendió que Witt no tendría la menor posibilidad de salvación. Incluso con la adrenalina producida por el pánico, las articulaciones del viejo perro eran demasiado rígidas, y su vista excesivamente defectuosa.

El camión estaba a veinte metros y se acercaba. Su rueda delantera izquierda chocó con un poste carcomido de la valla y lo arrancó del suelo. Los alambres zumbaron como un arpa destrozada.

Duane se agachó, levantó a Witt, y en un limpio movimiento lo arrojó por encima de la valla y lo más lejos posible. Witt aterrizó detrás de tres hileras de plantas de maíz, se deslizó de lado y se esforzó en ponerse de pie.

Duane no podía esperar más. Se agarró a un delgado poste y trepó por él. Toda la valla osciló y se hundió. El alambre espinoso arañó la mano izquierda de Duane. Su pie era demasiado grande para el trozo de alambre en que se había apoyado, y su bamba quedó enganchada en él.

El camión pareció llenar el mundo con su rugido, el polvo que levantaba y una pared desconchada de metal pintado de rojo. El conductor ya no era visible debido al brillo cegador producido por el parabrisas. El vehículo estaba ahora a menos de diez metros y avanzaba a saltos y arrancando postes del suelo.

Duane abandonó la bamba a su suerte, sacó el pie de ella, se encaramó, sintiendo los arañazos del alambre espinoso en el vientre, y cayó pesadamente en el suelo blando del borde del campo y rodó entre el maíz, jadeando para recobrar el aliento.

El camión no le alcanzó, pero derribó el poste por el que había trepado e hizo saltar alambres, hierba y grava a su alrededor.

Duane se puso de rodillas sobre la gruesa capa de marga del campo. Estaba aturdido. Tenía desgarrada la camisa de franela y sobre el pantalón de pana le goteaba sangre de los arañazos en el vientre. Tenía las manos destrozadas.

El camión volvió saltando a la calzada. Duane pudo ver las luces de frenado brillando como ojos rojos entre la nube de polvo.

Duane se volvió y vio que Witt estaba tumbado a dos hileras de distancia, todavía aturdido, y entonces miró de nuevo atrás. El camión giró hacia su izquierda lentamente, pesadamente, hundiendo el morro en la cuneta. Las ruedas de atrás giraron, lanzando gravilla como perdigones. Duane oyó que las piedras golpeaban el maíz en el campo de enfrente. El camión dio marcha atrás, saltó sobre la cuneta poco profunda del otro lado de la carretera, puso el largo capó en dirección a Duane y avanzó.

Tambaleándose, serpenteando, Duane apartó los tallos de las plantas para acercarse a Witt, levantó al derrengado perro y siguió andando, adentrándose más y más en el maizal. El maíz no le llegaba a la cintura. La cola de Witt se arrastraba entre las panojas. No había más que este maíz bajo en dos kilómetros hacia el norte, y después otra valla y unos cuantos árboles.

Duane siguió avanzando, sin mirar atrás, ni siquiera cuando oyó que el camión saltaba en la cuneta y que la valla se rompía, cayendo por segunda vez, y que las plantas eran aplastadas por el parachoques y las ruedas.

«Ha llovido hace un par de días», pensaba Duane, mientras caminaba con dificultad y a paso de tortuga. Witt le pesaba mucho, reposando en sus brazos. Sólo el ligero jadeo y el movimiento de las costillas mostraban que estaba vivo. «Ha llovido hace sólo un par de días. Los dos centímetros de encima son de polvo, pero debajo… tiene que haber barro. Por favor, Dios mío, haz que haya barro.»

El camión estaba ahora en el mismo campo que él. Duane oía el zumbido del diferencial y el chirrido de las marchas. Era como si un animal enorme, enloquecido, le persiguiese. El olor a reses muertas era muy fuerte.

Duane siguió andando. Se preguntaba si se detendría para enfrentarse a aquello, saltando a un lado en el último segundo, como un ágil matador. Si, trataría de ponerse detrás de aquella maldita máquina, encontraría una piedra y la arrojaría contra el parabrisas.

El no era ágil. Y no podía hurtar el cuerpo con Witt en brazos. Siguió caminando trabajosamente.

El camión estaba a doce metros detrás de él, después a seis, después a cinco. Duane trataba de correr, pero sólo conseguía caminar a largas zancadas. El maíz le azotaba al pasar y el polen le llenaba de polvo el pelo. Se dio cuenta de que las dos últimas hileras que acababa de cruzar estaban separadas y mojadas; había allí una tosca zanja de riego. Siguió caminando.

Detrás de él, el zumbido del motor y de las ruedas sobre polvo se hizo más agudo y se convirtió después en un chirrido.

Duane miró atrás. El camión estaba en un ángulo extraño, con las ruedas de atrás girando furiosamente. Barro y plantas destrozadas volaban en un arco detrás de él.

Duane siguió avanzando, apartando a un lado con los pies los tallos que amenazaban con arañar los ojos de Witt. Cuando volvió a mirar atrás, el camión estaba a treinta metros detrás de él, todavía en un ángulo extraño, pero balanceándose ahora hacia atrás y hacia delante. Atascado en el barro.


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