Los cuatro muchachos corrieron en busca de sus bicis.

Barney estaba allí. Su Pontiac verde, con las desvaídas letras doradas anunciando POL CÍA en la portezuela, estaba aparcado en la orilla de la carretera, al igual que la camioneta del padre de Duane y el Chevy negro de J. P. Congden. Duane y su padre estaban en el boquete donde había sido derribada la valla, y Duane hablaba a media voz y señalaba en ocasiones las profundas huellas de ruedas en el campo. Barney asentía con la cabeza y tomaba notas en una libretita. J. P. fumaba un puro y echaba chispas por los ojos, como si Duane fuese el sospechoso de todo aquello. Dale y los otros muchachos detuvieron sus bicicletas a diez metros de distancia del grupo que estaba en el campo.

Congden volvió la espalda a Duane, escupió en la hierba y gritó a los chicos que se marchasen. Mike y sus compañeros asintieron con la cabeza y se quedaron donde estaban.

El padre de Duane decía:

– … y quiero que vayas allá y lo detengas, Howard. -El verdadero nombre de Barney era Howard Sills-. Ese maldito idiota trató de matar a mi hijo.

Barney hizo un ademán de asentimiento y tomó una nota.

– En realidad, Martin, no tenemos ninguna prueba de que fuera Karl van Syke…

Mike miró a Dale, Kevin y Lawrence, y éstos le devolvieron la mirada. Nunca habían oído el nombre de pila de Van Syke.

– … y tu hijo ha dicho que no había podido verlo claramente -terminó rápidamente Barney, apresurándose a hacerlo antes de que el señor McBride estallase de nuevo.

El padre de Duane se estaba poniendo colorado, a punto de explotar, cuando J. P. Congden se pasó el puro de un lado a otro de la boca y dijo:

– No era Karl.

Barney se ladeó la gorra y arqueó una ceja en dirección al juez de paz. Desde diez metros de distancia, Dale pensó: «Barney no se parece en nada al Barney del show.» El sheriff Howard Sills era bajo y calvo y tenía la actitud encogida y la mirada asombrada de Don Knotts, pero realmente no se parecía al policía de The Andy Griffith Show. Pero todo el mundo le llamaba Barney.

– ¿Cómo sabes que no era Karl? -preguntó Barney al gordo.

Congden volvió a cambiar de sitio el puro y miró de soslayo a Duane y a su padre, como si fuesen esa clase de basura blanca con la que un juez de paz no debía perder el tiempo.

– Lo sé porque estuve con Karl toda la mañana -dijo. Se quitó el puro de la boca, escupió de nuevo y sonrió. Sus dientes eran aproximadamente del color del puro largo y barato-. Karl y yo estuvimos en el río Spoon, pescando un poco debajo del puente de la carretera.

Barney asintió con la cabeza.

– Van Syke suele conducir el camión de la basura -dijo con voz monótona-. He preguntado a Billy Daysinger y me ha dicho que no lo ha conducido desde el verano pasado.

Congden se encogió de hombros y escupió de nuevo.

– Karl me ha dicho esta mañana que alguien robó el camión la noche pasada del lugar donde estaba aparcado, cerca de la fábrica de sebo.

Mike O'Rourke miró a los otros muchachos. La fábrica de sebo era una antigua y deteriorada construcción al norte de los elevadores de grano abandonados, en el camino del vertedero. Era el sitio donde llevaban todas las reses y los animales muertos en la carretera. El olor persistía y a veces llegaba hasta la casa de Harlen, en el límite noroeste de la población.

Barney se rascó el pequeño mentón.

– ¿Por qué tú o Karl no informasteis de esto, J. P.?

Congden se encogió de hombros, visiblemente contrariado. «Los pocos pelos que aún tiene se le erizan detrás de las orejas como los de una comadreja -pensó Dale-, y la piel del cráneo no está quemada por el sol y sólo resplandece como el vientre de una carpa.»

– Ya he dicho que estaba ocupado -dijo el juez de paz-. Además me imaginé que era una broma de alguno de esos dichosos muchachos. ¿Cómo sabemos que no lo hicieron esos pequeños truhanes?

Señaló al grupo de muchachos con sus bicicletas.

Barney les miró, impasible.

Congden levantó la voz, apuntando a Duane con el pulgar.

– ¿Y quién sabe si este chico no participó en ello? ¿Quién sabe si no anduvo tonteando por ahí con sus amigos? Haciéndonos perder el tiempo para que parezca que no fueron ellos los que se desmandaron y derribaron la valla de Summerson y todo eso.

El padre de Duane avanzó unos pasos sobre trozos de alambre espinoso. Tenía la cara más morada que roja.

– ¡Maldito seas, Congden, capitalista embustero! Sabes que mi hijo… que ninguno de estos muchachos… fue el causante de esto. Alguien trató de matar a Duane, de atropellarle aquí, y supongo que estáis encubriendo a ese australopiteco infrahumano de Van Syke, porque los dos robasteis el camión. Es como cuando estafas a los infractores por «exceso de velocidad», multándolos para poder tener dinero para cerveza, estúpido…

Barney se colocó entre los dos hombres y puso una mano en el hombro de McBride. El apretón en el hombro debió de ser más fuerte de lo que parecía, porque el padre de Duane palideció, dejó de hablar y se volvió.

– ¡Bah, que se vaya al carajo! -dijo el juez de paz, y echó a andar hacia su coche.

– Dile a Karl que venga a verme -dijo Barney.

Congden ni siquiera asintió con la cabeza al cerrar de golpe la portezuela del Chevy negro y hacer girar la llave de contacto. El ajustado motor rugió al cobrar vida, y el vehículo del juez de paz despidió grava a seis metros detrás de él, al arrancar.

Para volver a la ciudad Los muchachos tuvieron que desplazarse rápidamente a la cuneta con sus bicis para no ser atropellados.

El señor McBride estuvo hablando durante unos minutos, señalando hacia el campo, gritando en ocasiones y bajando al fin la voz, en un agitado murmullo, mientras Barney tomaba notas. Duane permanecía unos palmos dentro del campo, con los brazos cruzados y los ojos impasibles detrás de los gruesos cristales de sus gafas. Cuando el padre de Duane y el sheriff volvieron a la carretera para hablar, los muchachos dejaron sus bicis sobre la hierba polvorienta y cruzaron apresuradamente el boquete de la valla.

– ¿Estás bien? -preguntó Dale.

Quería tocar al alto muchacho y apoyar el brazo en el hombro de Duane, pero el protocolo no lo permitía.

Duane asintió con la cabeza.

– ¿Mató realmente a Witt? -preguntó Lawrence.

La voz del niño de ocho años era vacilante.

Duane asintió de nuevo.

– El corazón de Witt se paró -dijo-. Era muy viejo.

– ¿Pero trataron de atropellarte? -preguntó Kevin.

Duane afirmó con la cabeza.

Su padre le estaba llamando. Duane descruzó los brazos y dijo en voz baja a los muchachos:

– Algo está pasando. Hablaremos más tarde, si me es posible.

Pasó por el boquete de la valla y fue a reunirse con su padre. Barney habló un momento con él, y por fin apoyó una mano en su hombro. Los chicos pudieron oír que decía: «Siento lo del perro, muchacho.» Entonces pareció que advertía algo al padre de Duane. El policía subió por fin a su Pontiac y se marchó lentamente por la carretera cubierta de grava, para no envolver a los muchachos en una nube de polvo.

Duane y su padre permanecieron un momento allí, mirando hacia el campo, y entonces subieron a la camioneta, maniobraron varias veces para darle la vuelta y se dirigieron por la Jubilee College Road hacia la carretera Seis del condado. Duane no agitó la mano para despedirse.

Los cuatro muchachos se quedaron un momento en el campo, pataleando en las profundas y fangosas rodadas y en la ringlera de maíz aplastado. Miraron a su alrededor, como si el fantasma del collie de Duane pudiese venir corriendo entre el maíz que les llegaba a la cintura.

– ¡Eh! -dijo Kevin al fin, mirando en todas direcciones. Los campos estaban en silencio. El cielo se había nublado de nuevo. No había el menor movimiento ni el menor ruido-. ¿Y si vuelve el camión de la basura?


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