Iría por los campos de Johnson hacia el oeste, hasta la vía del ferrocarril. En esto no había engañado a su padre. Pero tampoco le había dicho exactamente la verdad: la biblioteca a la que se encaminaba no era la pequeña de Elm Haven, que estaba a menos de tres kilómetros y medio de distancia, sino la de Oak Hill, que estaba a más de trece yendo por caminos vecinales y a más de dieciséis si iba por donde pensaba ir.

Duane caminó contoneándose, como solía hacer para andar largas distancias, con el termo golpeando su pierna izquierda a cada dos pasos y con las bambas negras asustando a los saltamontes entre las altas hierbas.

Brillaba el sol y hasta ahora era la mañana más caliente del verano. Duane desabrochó los dos botones de arriba de su camisa de franela y pensó en silbar una tonadilla mientras andaba.

Decidió no hacerlo.

La mejor manera de ir a Oak Hill desde la casa de Duane habría sido dirigirse hacia el norte por la Seis del condado, hasta el cruce con la carretera sin número y cubierta de grava que pasaba por el norte de la finca Barminton, y seguir por ésta hacia el oeste hasta su confluencia con la 626, mas conocida como Oak Hill Road, y entonces caminar por ella siete kilómetros hasta la ciudad. Pero esto significaba ir por carreteras.

Cruzó rápidamente la primera al norte de Elm Haven -era la carretera de grava que se dirigía al sur para convertirse en la Primera Avenida – y entonces atajó a través del bosque de silos de metal que se alzaba al norte de los campos de deportes de la población. Una hilera de pinos que se extendía hacia el oeste desde la torre del agua le tapaba la vista, de manera que no pudo saber si sus amigos estaban jugando a béisbol aquel día.

Al oeste de allí, anduvo de nuevo hacia el norte, para evitar la ciudad y la parte alta de Broad Avenue.

Al terminar Catton Road tenía que seguir un estrecho camino entre arbustos hasta la vía del ferrocarril pero no podía imaginarse al camión de la basura abriéndose paso entre las ramas y los matorrales que allí había. Se dio cuenta de que estaba a sólo unos pocos cientos de metros de la fábrica de sebo, que era el sitio del que había dicho Congden que había sido «robado» el camión, pero el bosque era aquí tan espeso que Duane no podía ver siquiera el tejado metálico (el terraplén del ferrocarril era un alivio después de todo aquello) y Duane redujo el paso para descolgar el termo y tomar café. No se detuvo para beber, y se salpicó la camisa y los pantalones. Bueno, los pantalones eran casi del mismo color.

Olió el aroma fétido del basurero antes de verlo, y en el mismo instante vio el sórdido apiñamiento de casas junto a la entrada sur de aquél. Cordie vivía en una ellas, si se podía llamar casas a aquella serie de barracones de escoria y cartón alquitranado, pero Duane sabía que una de ellas era. Algo se movió entre los matorrales de la línea férrea; pero aunque Duane miró por encima no vio nada.

Podía ser un animal.

Caminó rápido, con las montañas de basura y los montones de desperdicio claramente visibles a través de la línea de los árboles, y cruzando después el bajo puente sobre lo que a cinco kilómetros de allí, se convertiría en el Arroyo de los Cadáveres. Tuvo suerte; el viento soplaba desde el norte, de manera que, una vez dejado atrás el vertedero, era como si no hubiese existido.

Desde allí sólo tenía que andar once kilómetros a través de los campos y bosques de Creve Coeur County, y Duane los hizo en poco más de dos horas.

Oak Hill era más de tres veces mayor que Elm Haven, con una población de casi 5.500 habitantes. Tenía un pequeño hospital y también una biblioteca mayor que un gallinero, una pequeña fábrica en las afueras, un juzgado de condado y un barrio suburbano: tenía de todo.

Duane se apartó de la vía al torcer el terraplén del ferrocarril hacia el este para esquivar la población. No le importó caminar por las calles flanqueadas de árboles de Oak Hill, aunque cada vez que un coche o un camión doblaba una esquina detrás de él miraba rápidamente por encima del hombro y echaba también una ojeada a los portales de los que pudiese alejarse corriendo.

Se detuvo en el jardín de delante del juzgado, a la sombra de un roble y de un cañón de bronce, para comer sus bocadillos de morcilla y terminar el café. Tenía calor. La temperatura no bajaría de los treinta y cinco grados, pero la camisa de franela no se pegaba a su cuerpo.

Cuando hubo terminado, se colgó el termo del cinturón y se dirigió al hospital, que estaba en el lado sur de la plaza.

La señora se apellidaba Alnutt, según la placa verde distintiva, y su mesa estaba plantada firmemente en medio del único pasillo que conducía a las salas, y la mujer era implacable.

– No puedes entrar -dijo en su tono áspero de vieja solterona. El olor a polvos de talco y a piel vieja llegó hasta Duane impulsado por el ventilador del techo-. Eres demasiado pequeño.

Duane asintió con la cabeza.

– Sí, señora. Pero Jimmy es mi único primo y su mamá dijo que podía venir a verle.

La señorita Alnutt sacudió la cabeza en lo que podía ser un gesto de despedida.

– Eres demasiado pequeño. Nadie de menos de dieciséis años puede entrar en el ala de los pacientes. Sin excepción. -Le miró a través de las gafas de media luna-. Además, no se permite entrar comida ni bebida de fuera en las habitaciones de los enfermos.

Duane miró su termo y lo soltó rápidamente del cinturón.

– Sí, señora. Puedo dejarlo aquí. Yo sólo quiero ver a mi primo durante un minuto o dos; le prometo que sólo le echaré una mirada y volveré enseguida.

La señorita Alnutt hizo un vivo movimiento con la muñeca surcada de arrugas.

La primera vez había preguntado por Harlen. Ahora dijo a la mujer si podía ocupar el teléfono. Se lo señaló.

– Gracias, señora -y se volvió para dirigirse al vestíbulo. El único teléfono de pago estaba en el pasillo de la sala de espera. El único teléfono que había visto en el vestíbulo estaba sobre la mesa de recepción, a veinte pasos más allá de aquel pasillo y al otro lado de la mujer.

No la mandaron llamar por un botones. Una de las enfermeras del vestíbulo se acercó a la señorita Alnutt, le murmuró algo al oído y la acompañó cuando ésta salió corriendo a otra parte.

Duane pasó junto a la mesa ahora vacía, entró en la sala de pacientes, y por segunda vez aquel día resistió el impulso de silbar.

Después de desayunar, Dale Stewart cogió los prismáticos de su Padre y salió por Depot Street hacia la estación y después siguiendo la línea férrea.

Dale sentía que todo aquel lado del pueblo le ponía los pelos de punta: Congden vivía por ahí, cerca de la casa de Harlen. Los bosques próximos al vertedero aún eran peores.

La destartalada casa de J. P. Congden estaba en la misma manzana que la de arlen, pero el Chevy negro no se hallaba donde solía estar aparcado, ~ nada se movía en el herboso patio de atrás. Dale no tenía miedo al juez de paz, aunque el viejo tipo le había atemorizado bastante ayer; pero temía al hijo delincuente juvenil de J. P… C. J. Todos los muchachos de la población tenían miedo a C. J. y la mayoría de los chicos podía reprochárselo.

Congden era como un prototipo de historieta de lo que tenía que ser el matón de una ciudad pequeña: corte de pelo a un estilo que parecía como si una enfermedad tropical estuviese royéndolo, camiseta con una quemadura de cigarrillo en la manga corta, delgado pero musculoso, con manos grandes y ruines; pantalón mugriento, ceñido tan abajo que los muchachos que le veían caminar casi esperaban que asomase en cualquier momento el miembro por encima del cinturón; botas de mecánico gruesas y claveteadas, que arrancaban chispas del cemento cuando caminaba arrastrando los pies. Una cajita de rapé en el bolsillo de atrás y una navaja plegada en el de delante… En una ocasión, Dale había comentado a Kevin que C. J. Congden debía de tener algún Manual de Matón por el que guiarse.


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