Tubby caminó apresuradamente por el oscuro y serpenteante pasillo hacia el lavabo de BOY'S. Las paredes de ladrillos habían sido pintadas de verde y de marrón hacía décadas; el bajo techo estaba festoneado de tuberías, extintores y telarañas, y uno tenía la impresión de que caminaba por este largo y estrecho túnel en dirección a alguna tumba o algo parecido. Como en la película de la momia, que Tubby había visto cuando el amigo de su hermana mayor les había introducido, a él y a Cordie, en el cine al aire libre de Peoria, escondiéndoles en el portaequipajes de su coche, el último verano. Había sido una buena película, pero a Tubby le habría gustado más si no hubiese tenido que escuchar desde el asiento de atrás los besuqueos y jadeos de Maureen, su hermana mayor, con aquel chico granujiento llamado Berk. Maureen estaba ahora embarazada y vivía con Berk, más allá del vertedero cerca del que moraba Tubby, pero éste no creía que ella y el idiota de Berk estuviesen casados.

Cordie había estado vuelta hacia atrás en el asiento de delante durante la proyección de las dos películas, observando a los encandilados Maureen y Berk.

Tubby se detuvo ahora en la entrada del lavabo de BOY'S, escuchando por si se oía a alguien aquí abajo. A veces el viejo Van Syke sorprendía a los muchachos aquí, y si estaban enredando como Tubby pensaba hacer, o a veces incluso aunque no hiciesen nada, Van Syke les daba un coscorrón o un cruel pellizco en el brazo. No hacía daño a todos los muchachos, ni a las mocosas ricas como la hija del doctor Staffney, Michelle, sino sólo a chiquillos como Tubby, Gerry Daysinger u otros parecidos; hijos de padres que no apreciaban a Van Syke, o le tenían miedo.

Muchos chiquillos tenían miedo a Van Syke. Tubby se preguntaba si muchos padres se lo tendrían también.

Se puso a escuchar, no oyó nada y entró casi de puntillas en el lavabo.

La habitación era larga y oscura, de techo bajo. No había ventanas y sólo funcionaba una bombilla. Los urinarios eran antiguos y parecían hechos de alguna piedra lisa o de algo parecido. Continuamente goteaba agua en ellos. Los siete retretes estaban muy estropeados y llenos de inscripciones. El nombre de Tubby podía verse tallado en dos de ellos, las iniciales de su padre estaban en el del extremo, y todos, salvo uno, habían perdido las puertas. Pero era más allá de los lavabos y los urinarios, más allá de los retretes, en la zona más oscura y próxima a la pared de piedra del fondo, donde Tubby tenía algo que hacer.

La pared exterior era de piedra. La pared opuesta, donde estaban los urinarios, era de roñosos ladrillos. Pero la interior, la que estaba más allá de los retretes, era de una especie de yeso. Tubby se detuvo allí y sonrió.

Había un agujero en esta pared, un agujero que empezaba a quince o veinte centímetros sobre el frío suelo de piedra -¿cómo podía haber otro sótano debajo de un suelo de piedra?- y tenía casi un metro de altura. Tubby pudo ver polvo reciente de yeso sobre el suelo y listones podridos que destacaban como costillas descubiertas.

Otros muchachos habían estado trabajando en esto desde que Tubby había bajado aquella mañana. Nada tenía que objetar. Podían hacer parte del trabajo, con tal de que Tubby pudiese dar el toque final a la tarea.

Se agachó y miró por el agujero. Era lo bastante grande como para que pudiese introducir el brazo, y así lo hizo, tocando una pared de ladrillos o de piedra a una distancia de unos tres palmos. Había espacio a su izquierda y a su derecha, y Tubby palpó a uno y otro lado, preguntándose por qué habría levantado alguien esta nueva pared estando todavía allí la vieja.

Se encogió de hombros y empezó a dar patadas. El ruido era fuerte, el yeso se rompía, los listones se partían y trozos de pared y nubes de polvo saltaban por el aire en todas direcciones, pero Tubby estaba seguro de que nadie le oiría. La maldita escuela tenía paredes más gruesas que una fortaleza.

Van Syke rondaba por estas habitaciones del sótano como si viviese allí -tal vez vive aquí, pensó Tubby, porque nadie le ha visto vivir en otra parte-, pero el enigmático guardián, con sus manos sucias y sus dientes amarillos, no había sido visto por los chiquillos desde hacía días, y era evidente que no le importaba un bledo si alguno de los chicos -Boy's, pensó Tubby- daba patadas en una pared del retrete intermedio. ¿Por qué había de importarle? Dentro de un día o dos cerrarían definitivamente esta enorme y vieja mierda de colegio. Y después lo derribarían. ¿Por qué había de importarle a Van Syke?

Tubby pateaba ahora con una furia que raras veces mostraba, poniendo en ello toda la frustración de cinco años de sufrimiento, incluso en el jardín de infancia, y de ser llamado «estudiante lento» en esta maldita basura de colegio. Cinco años de ser un «problema de comportamiento», de tener que estar sentado allí, cerca de viejas mujeronas como la señora Grossaint, la señora Howe y la señora Harris, con su pupitre arrimado a la mesa de ellas para no «perderle de vista», teniendo que oler su peste a viejas y escuchar sus voces de viejas y aguantar sus normas de vejestorios.

Tubby siguió dando patadas a la pared, sintiendo que ésta cedía rápidamente al agrandarse el agujero, hasta que de pronto cayó yeso sobre sus bambas, se derrumbó un trozo de pared y se encontró delante de un auténtico agujero. Un agujero grande. ¡Una maldita cueva!

Tubby estaba gordo, pero este agujero era tan grande que casi podía pasar por él. ¡Podía hacerlo! Había caído todo un trozo de pared, y el agujero parecía la escotilla de un submarino. Tubby se volvió de lado, metió el brazo y el hombro izquierdos en la abertura, con la cabeza todavía fuera del agujero, y apareció una amplia sonrisa en su semblante. Introdujo el pie izquierdo en el hueco entre la pared simulada y la vieja que había detrás. ¡Había un maldito pasadizo secreto!

Tubby se agachó y entró en el agujero, tirando de la pierna derecha hasta que sólo quedaron fuera la cabeza y parte de los hombros. Se agachó más y gruñó un poco cuando acabó de entrar en aquella fría oscuridad.

«Cordie o mi viejo se cagarían si viniesen aquí y me viesen ahora.» Desde luego, Cordie no entraría en el retrete de los chicos. ¿O tal vez sí? Tubby sabía que su hermana mayor era bastante rara. Hacía un par de años, cuando estaba en cuarto, Cordie había seguido a Chuck Sperling, el brillante jugador de béisbol de la Pequeña Liga, estrella de la pista y tonto de remate, al río Spoon, donde estaba pescando a solas, le había acechado durante media mañana y entonces se le había echado encima, derribándole y sentándose sobre su estómago, y le había amenazado con golpearle la cabeza con una piedra si no le enseñaba el pito.

Según Cordie lo había sacado, llorando y escupiendo sangre, y se lo había enseñado. Tubby estaba bastante seguro de que no lo había dicho a nadie más, y totalmente seguro de que Sperling no se lo iba a decir a nadie.

Tubby se echó atrás en la pequeña cueva, sintiendo el polvo de yeso en los cortos cabellos, y sonrió mirando hacia el retrete débilmente iluminado. Saldría de repente de allí y le daría un susto de muerte al primer chico que entrase a echar una meada.

Esperó dos o tres minutos pero no vino nadie. Una vez se había oído como unos pies que se arrastraban o un repiqueteo en el pasillo principal del sótano, pero el ruido no se había acercado y no había comparecido nadie. El único sonido era el constante goteo de agua en los urinarios y un suave gorgoteo en las cañerías de arriba, como si la maldita escuela estuviese hablando consigo misma.

«Esto es como un pasadizo secreto», pensó de nuevo Tubby, volviendo la cabeza hacia la izquierda para mirar el estrecho pasillo entre las dos paredes. Estaba oscuro y olía como el suelo de debajo del porche principal de su casa, donde solía jugar y esconderse de su madre y del viejo cuando era más pequeño. El mismo olor a moho, penetrante y corrompido.


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