– Vayamos al bosque -sugirió Dale-. Podríamos explorar Gipsy Lane.

Todos se agitaron inquietos. No había ningún motivo especial para vetar la sugerencia, pero la pereza había hecho presa en ellos. Mike disparó la cinta de goma y el segador se escurrió del lugar del impacto.

– Nos llevaría mucho tiempo -dijo Kevin-. Yo tengo que estar en casa a la hora de comer.

Todos sonrieron pero no dijeron nada. Conocían perfectamente la voz de la madre de Kevin cuando abría la puerta y gritaba «¡KeVIIIN!», con voz de falsete. Y conocían también la rapidez con que Kevin dejaba lo que estaba haciendo y corría hacia la casa blanca de encima de la colina baja, cerca de la vivienda más antigua de Dale y Lawrence.

– ¿Qué quieres hacer tú, Duane? -preguntó Mike.

O'Rourke era el líder nato, que siempre sondeaba a todos antes de decidir.

El niño campesino grandullón, con su extraño corte de pelo, sus holgados pantalones de pana y su plácido aspecto, estaba mascando algo que no era chicle, y su expresión era casi la de un niño retrasado. Dale sabía lo engañosa que era su torpe apariencia, y todos los muchachos también se daban cuenta, porque Duane McBride era tan listo que los otros sólo podían intuir lo que pensaba. Era tan listo que ni siquiera tenía que mostrarlo en el colegio; prefería que los maestros se retorciesen contrariados ante las correctas pero sencillas respuestas del corpulento muchacho, o se rascasen la cabeza ante sus irónicas contestaciones que lindaban con la impertinencia.

A Duane no le interesaba el colegio. Le interesaban cosas que los otros chicos no comprendían.

Duane dejó de masticar y señaló con la cabeza hacia la vieja radio RCA Victor que estaba en el rincón.

– Me gustaría escuchar la radio.

Dio tres pasos vacilantes en dirección al aparato, se puso torpemente en cuclillas delante de él y empezó a girar el disco.

Dale le miró fijamente. La radio era muy grande, de más de un metro de altura, e imponente con sus diferentes esferas selectoras. La de arriba estaba marcada como NACIONAL y comprendía Ciudad de México a 49 megahertzios, Hong Kong, Londres, Madrid, Río y otras ciudades a 40 Mh, las siniestras ciudades de Berlín, Tokio y Pittsburg a 31 Mh, y París, sola y misteriosa en la parte baja del dial, a 19 Mh Pero la caja estaba vacía, no quedaba nada dentro de ella. Duane se agachó y manejó cuidadosamente los discos, con la cabeza ladeada y alerta al menor sonido.

Jim Harlen fue el primero en captar su intención. Se deslizó detrás del aparato y tiró de él hacia el rincón. de manera que quedó completamente escondido.

– Probaré la banda doméstica. -Hizo girar el disco de en medio, entre INTERNACIONAL y SIRVICIO ESPECIAL-. Aquí abajo pone Chicago -dijo como para sí.

Sonó un zumbido dentro del aparato, como si las lámparas se estuviesen calentando, y después unos parásitos al mover el disco. Unas breves notas de barítono fueron interrumpidas por el locutor a media frase; sonaron fragmentos de música de rock and roll, y después más parásitos, zumbidos y un partido de béisbol: ¡el Chicago White Sox!

– ¡Vuelve atrás! ¡Atrás! ¡Atrás contra la pared derecha de Comiskey Park! ¡Salta para pillar la pelota! ¡Sube por la pared! Ve a…

– Bah, aquí no hay nada -murmuró Duane-. Probaré la banda Internacional. Ta-ta -ta…, ya lo tengo… Berlín.

– Ach du lieber der fershtugginer bola ist op und fuera -dijo la voz de Harlen, cambiando instantáneamente del acento excitado de Chicago a un gutural conjunto de sílabas teutónicas-. Der Furhcr ist nicht satisfecho. Nein! Nein! Er ist gerflugt und vertunken und der veilige plsstolfen!

– Aquí no hay nada -murmuró Duane-. Probaré París.

Pero la voz de falsete y el francés estrafalario de dentro del aparato se perdieron entre las risas y las carcajadas del gallinero. El último disparo de Mike O'Rourke con la cinta de goma erró la puntería y el segador se metió en una rendija del techo. Dale se arrastró hacia la radio, dispuesto a probar algunas emisoras, mientras Lawrence se revolcaba por el suelo. Kevin cruzó los brazos y frunció los labios, mientras Mike le golpeaba en las costillas con la bamba.

Se había roto el encanto. Los muchachos podían hacer todo lo que quisieran.

Horas más tarde, después de la comida, en el largo y dulce crepúsculo de una tarde de verano, Dale, Lawrence, Kevin y Harlen detuvieron sus bicicletas en la esquina próxima a la casa de mike.

– ¡Y-oh-ki! -gritó Lawrence.

– ¡Ki-oh-y!

La respuesta llegó desde las sombras de debajo de los olmos, y Mike rodó, yendo a su encuentro, haciendo resbalar el neumático de atrás en la gravilla y girando en la misma dirección en la que miraban todos.

Era la Patrulla de la Bici, constituida dos años antes por los cinco muchachos, cuando los mayores estaban en el cuarto curso y los más pequeños creían todavía en Santa Claus. Ahora ya no la llamaban Patrulla de la Bici, porque les cohibía el nombre y eran demasiado mayores para simular que patrullaban por Elm Haven para ayudar a los afligidos y proteger a los inocentes de los malhechores, pero todavía creían en la Patrulla de la Bici. Creían con la simple aceptación de la realidad del ahora que antaño les había mantenido despiertos en la víspera de Navidad, con el pulso acelerado y la boca seca.

Se detuvieron un momento allí, en la calle tranquila. La Primera Avenida continuaba más allá de la casa de Mike, hacia el campo, hacia el norte, donde estaba la torre del agua a menos de medio kilómetro, y giraba después hacia el este, hasta que desaparecía en la bruma de la tarde sobre los campos, cerca del horizonte donde los bosques, Gipsy Lane y la Taberna del Arbol Negro esperaban invisibles.

El cielo era una suave y bruñida capa gris que se desvanecía entre la puesta de sol y la noche, y el trigo de los campos no había alcanzado todavía la altura de las rodillas de un niño de once años. Dale contempló los campos que se extendían hacia el este, más allá de los horizontes de árboles diluidos por la distancia, y se imaginó a Peoria allí, a sesenta kilómetros más allá de los montes, valles y bosques, reposando en su propio valle fluvial y resplandeciendo con mil luces. Pero allí no había resplandor sino sólo un horizonte cada vez más oscuro, y en realidad no podía imaginarse la ciudad. Oía en cambio el suave susurro y murmullo del maíz. No soplaba viento. Tal vez era el sonido que hacía el maíz al crecer, abriéndose paso hacia arriba para convertirse en la muralla que pronto rodearía Elm Haven y la aislaría del mundo.

– Vamos -dijo Mike a media voz, levantándose sobre los pedales, inclinándose encima del manillar y levantando un surtidor de gravilla al arrancar.

Dale, Lawrence, Kevin y Harlen le siguieron.

Pedalearon hacia el sur por la Primera Avenida, bajo la luz suave y gris, a la sombra de los olmos, y salieron rápidamente al despejado crepúsculo, con los campos bajos a su izquierda y las casas oscuras a su derecha. Dejaron atrás School Street, la silueta de la casa de Donna Lou Perry, que resplandecía a una manzana hacia el oeste, y Church Street y su largo paseo de olmos y robles. Y entonces se hallaron en Hard Road, la carretera 151A y, reduciendo la velocidad por la fuerza de la costumbre, torcieron a la derecha y entraron en la vacía pero aún caliente calzada de la calle mayor, de dos direcciones.

Pedalearon furiosamente, subiendo a la acera después de la primera manzana para dejar pasar un viejo Buick. Ahora iban hacia el oeste, en dirección al resplandor del cielo, y las fachadas de las casas, en las dos manzanas de Main Street, brillaban bajo la luz menguante. Una camioneta de reparto salió del aparcamiento en diagonal de delante de la Taberna de Carl, en el lado sur de la calle, y zigzagueó en su dirección por la Hard Road. Dale reconoció al conductor de la vieja GM como el padre de Duane McBride. El conductor estaba borracho.


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