Las voces eran una mezcla tan familiar a los oídos de Dale que no podía imaginarse que alguna vez todas o algunas de ellas no hubiesen sonado como una música de fondo: la risa entre dientes y el tono excitado, de Kev, la lenta ironía de Harlen, que hacía que todos se mondasen de risa, los apartes a media voz de Mike, el habla rápida y estridente de Lawrence, como si tuviese que hablar deprisa para que le oyesen, y los raros comentarios de Duane. Las voces de los adultos también le resultaban familiares: la gangosa de tío Henry cuando contaba que el mes pasado había encontrado un adorno de capó de Pierce Arrow de 1928 en los pastos de atrás, señal inequívoca de que algún gángster había ido a la Cueva de los Contrabandistas donde habría tenido un mal fin; la risa ronca de tía Lena, el sonido más sensual y singularmente humano que Dale había oído jamás; las voces de su madre y de su padre, suaves como la brisa que acariciaba los árboles, la del padre más relajada que de costumbre cuando contaba historias graciosas de la vida en la carretera; la risita de adolescente de la mamá de Harlen, que brotaba excitada como si hubiese bebido demasiado o le pareciese, como a Lawrence, que tenía que darse prisa para que la escuchasen.

Los cuchillos trazaban dibujos de un rojo pálido sobre los platos de papel. Todos se levantaban para repetir, casi todos ellos por segunda vez. La gran ensaladera se estaba vaciando; las mazorcas envueltas en papel de estaño sobre la barbacoa iban desapareciendo; el tío Henry reía y bromeaba al poner más bistecs en la parrilla e irradiaba satisfacción con su delantal de «Come "N" Get It», y con un largo tenedor en la mano.

Después de la cena, los muchachos comieron los pasteles de ruibarbo y de chocolate que quisieron.

El tío Henry y la tía Lena habían ido mejorando su casa con los años, siempre pasando de un proyecto al siguiente: Dale recordaba una casa de madera de cuatro habitaciones, cuando había venido de Chicago, a los seis años, para el entierro de su abuela. Ahora la casa era de ladrillos, con cuatro dormitorios en la primera planta y un sótano completo. Tío Henry había añadido el garaje durante el primer año de estancia de los Stewart en Elm Haven; Dale recordaba que había jugado en su armazón de madera, mientras el tío Henry colocaba los bloques hasta la altura adecuada. Ahora el garaje era muy grande -cabían en él tres coches y otros vehículos- y estaba construido en el lado sur de la baja colina sobre la que se alzaba la casa, de manera que se podía pasar directamente del garaje al taller del sótano, mientras que el terrado de encima de él daba a la espaciosa habitación de invitados y al dormitorio aún más grande de los dueños.

A los chicos les gustaba el terrado por las tardes, y sabían que más pronto o más tarde los adultos se levantarían del patio de piedra y subirían allá arriba. Grande como una pista de tenis -aunque nadie del grupo, salvo Dale y Duane, había visto nunca una pista de tenis- y sobre varios niveles de plataformas, pasadizos y peldaños, el terrado tenía vistas a la carretera y a los campos del señor Jonson por el oeste; hacia el sur se podía ver el camino de entrada, la piscina que había construido el tío Henry, el bosque e incluso el cementerio del Calvario cuando los árboles empezaban a perder hojas en otoño; hacia el este se veía el granero y el corral desde el nivel del henil, y Dale se imaginaba siempre en el papel de caballero medieval, observando desde las murallas y viendo el laberinto de pocilgas, depósitos de forraje, tuberías, gallineros y corrales como las almenas de un mundo fortificado.

Había más sillones Adirondack en el terrado, muebles macizos y extrañamente cómodos hechos con tablas de madera, que cada invierno confeccionaba el tío Henry en su taller del sótano; pero los muchachos optaban siempre por las hamacas. Había tres en la plataforma del sur: dos sobre soportes de metal y otra colgada de los postes que sostenían las luces de seguridad que iluminaban el camino de entrada, cinco metros más abajo. Los primeros en llegar, Lawrence, Kev y Mike, se amontonaron en esta hamaca, balanceándose peligrosamente sobre la baranda. Las madres no querían verles allí y los padres les advertían del peligro levantando la voz; pero hasta ahora nadie se había caído… aunque el tío Henry juraba que una noche de verano se había dormido en aquella hamaca, que a la mañana siguiente le había despertado Ben, el gallo más grande, que había dado un paso hacia lo que creía que era el cuarto de baño y había ido a parar sobre unos sacos de Purina amontonados en la parte de atrás de la camioneta aparcada allí abajo.

Subieron a las hamacas y se mecieron, y charlaron y se olvidaron completamente de que habían pensado volver a trabajar un poco más en la Cueva de los Contrabandistas. En todo caso, era demasiado tarde. El cielo conservaba todavía un pálido color azul pero se veían varias estrellas, y la línea de árboles al sur del estanque se había convertido en una silueta negra. Las luciérnagas empezaban a centellear sobre aquel oscuro telón de fondo. Alrededor del estanque y más abajo, las ranas y las rubetas iniciaron su triste coro. Las golondrinas aleteaban invisibles en el granero, y en alguna parte del bosque ululó un búho.

La llegada de la noche convirtió las conversaciones de los adultos en el patio de atrás en un amigable murmullo, e incluso el parloteo de los chicos se hizo más lento y acabó por cesar del todo; sólo se oían los chasquidos de las cuerdas de las hamacas y los sonidos nocturnos en la colina, mientras el cielo se llenaba de estrellas.

El tío Henry había apagado las luces automáticas de seguridad y no había encendido las lámparas de mesa; Dale se imaginó que estaban en la cubierta de popa de un barco pirata, bajo un cielo nocturno tropical. Las hileras de plantas de maíz del otro lado de la carretera hacían un ruido suave, muy parecido al susurro de la estela de un barco. Dale lamentó no tener un sextante. Aún sentía en la piel el calor del sol; tenía las mejillas y el cuello bronceados, y le dolían los brazos y las piernas del exceso de ejercicio.

– Mirad -dijo Mike en voz baja-. Un satélite. – Todos estiraron el cuello en las hamacas. El cielo se había ennegrecido perceptiblemente en la última media hora; se distinguía fácilmente la Vía Láctea, lejos de las luces de la ciudad, y algo se movía entre las estrellas. Una luz demasiado alta y demasiado rápida para ser un avión.

– Probablemente Eco -dijo Kevin, con su tono profesional.

Les contó todo lo referente a la gran esfera reflectante que Estados Unidos iba a poner en órbita para hacer rebotar ondas de radio alrededor de la curva de la Tierra.

– No creo que ya hayan lanzado el Eco -dijo Duane con el acento tímido que usaba cuando era el único que conocía los hechos-. Me parece que proyectan lanzarlo en agosto.

– Entonces, ¿qué es? -dijo Kevin.

Duane se subió las gafas sobre la nariz y miró al cielo.

– Si es un satélite, probablemente será Tiros. Eco será muy brillante, tan brillante como una de esas estrellas. Tengo muchas ganas de verlo.

– ¿Por qué no volvemos a casa de tío Henry en agosto? -preguntó Dale-. Podríamos observar a Eco y cavar un poco en la Cueva de los Contrabandistas.

Todos estuvieron de acuerdo. Entonces dijo Lawrence:

– ¡Mirad! Está desapareciendo.

Se extinguía la luz del satélite. Durante un momento, observaron en silencio cómo se alejaba.

– Me pregunto si algún día podremos enviar gente allá arriba -dijo

– Los rusos están trabajando en ello -observó Duane desde las profundidades de la hamaca que tenía en exclusiva.

Dale y Harlen estaban sentados frente a él.

– Ah, los rusos… -gruñó Kevin-. Les daremos sopa con honda.

Duane, que parecía un oscuro bulto, cambió de posición, golpeando el suelo con las bambas.

– No lo sé. Nos sorprendieron con el Sputnik, ¿os acordáis?


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