La enorme máquina estaba casi doscientos metros dentro del campo cuando se detuvo de pronto. El motor se paró. Duane hizo una pausa para recobrar aliento, imaginándose al viejo doblado sobre el volante y llorando por la frustración, cualquiera que fuese el motivo que le hubiese impulsado a hacer aquello.

Duane respiró hondo y avanzó trotando hacia la ahora silenciosa máquina.

Las luces sobre la cabina estaban apagadas y la portezuela abierta, pero la luz interior había sido rota y en la cabina no había nadie. Duane se acercó despacio, sintiendo los afilados tallos debajo de sus zapatillas; subió a la pequeña plataforma del lado izquierdo de la cabina.

Nada.

Duane miró hacia el campo. El maíz llegaba poco más arriba de la rodilla de un hombre, pero se extendía hacia los oscuros límites, más de ochocientos metros en cada dirección, salvo la del granero. El destrozo producido por la cosechadora era bastante obvio, incluso a la débil luz de las estrellas. El farol del corral parecía tan lejano como los propios astros en lo alto.

El corazón de Duane había estado palpitando durante la carrera y ahora aceleró de nuevo su ritmo. Se apoyó en la barandilla metálica de la plataforma y miró hacia abajo, casi esperando ver la forma de un hombre entre las plantas, en el sitio donde había caído el viejo.

Nada.

Las plantas estaban muy cerca unas de otras; las hileras ya no podían distinguirse, al entrecruzarse las hojas de las plantas. Duane sabía que dentro de pocas semanas el maíz llegaría a la altura del hombro y sería como un monolito.

Pero ahora tenía que poder ver al viejo. Pasó a la parte de delante de la plataforma, mirando al frente y hacia el lado derecho de la cosechadora, hasta el máximo que podía alcanzar.

– ¿Papá?

Su voz sonó muy débil. Duane llamó de nuevo.

No obtuvo respuesta. Ni siquiera un susurro de los tallos del maíz que le indicase la dirección que había seguido el viejo.

Se oyó un ruido delante del granero y Duane pasó a la parte de atrás de la plataforma y vio la camioneta. Entonces se perdió de vista detrás de la casa, reapareció delante de ésta y se alejó por el camino de entrada. Las luces seguían apagadas, y la portezuela abierta. Parecía una película proyectada a la inversa. Duane empezó a gritar, pero se dio cuenta de que era inútil; observó en silencio cómo llegaba la camioneta al final del largo camino y desaparecía por la Seis del condado, con las luces aún apagadas.

«No era el viejo.» Esta idea fue como un jarro de agua fría en la espalda.

Duane se metió en la cabina y se sentó en el alto asiento. Llevaría de nuevo la maldita máquina a la casa.

No encontró ninguna llave. Cerró los ojos, tratando de recordar todas las modificaciones que había hecho su padre en el sistema de encendido de aquella cosa. De todos modos, probó el estárter. Nada. La cosechadora no arrancaría sin la llave que guardaba el viejo colgada de un clavo en el granero.

Duane pulsó un interruptor para encender los faros; consumiría rápidamente las baterías, pero iluminaría sesenta metros del campo como en plena luz del día.

Nada. Entonces recordó; la llave tenía que estar puesta.

Volvió a la plataforma, sintiendo el sudor en el semblante, respirando lenta y profundamente para tranquilizarse. El maíz que había parecido tan corto hacía pocas horas ahora daba la impresión de que era lo bastante alto para ocultar cualquier cosa. Sólo el sendero de tallos aplastados, de nueve metros de anchura, que serpenteaba detrás de la cosechadora, ofrecía un camino claro para volver al granero.

Pero Duane no estaba todavía preparado para seguirlo.

Pasó a una cornisa de metal detrás de la cabina y se encaramó encima del vacío depósito de grano. La cubierta metálica crujió un poco bajo su peso. Duane se inclinó, encontró un agarradero y subió sobre el techo de la cabina. Desde una altura de tres metros y medio, el campo era una masa negra que se extendía hasta el fin del mundo. Los pastos del oeste estaban a ochocientos metros a su derecha; la línea negra del bosque del señor Johnson, a unos cientos de metros delante de él. A su izquierda, el maizal se extendía cuatrocientos metros hacia la carretera donde había oído desaparecer la camioneta. Pudo ver las luces de la casa de campo de tío Henry a un par de kilómetros al sudeste.

Sopló un ligero viento, y Duane se estremeció y se abrochó los botones superiores de la camisa. «Me quedaré aquí. Ellos creerán que voy a volver andando, pero me quedaré aquí.» Mientras pensaba esto, se preguntó quienes serían «ellos».

De pronto se produjo un ligerísimo movimiento en el maíz, y Duane se inclinó hacia delante para observar algo que se movía, que se deslizaba entre los bajos tallos. No había otra palabra para expresar lo que veía: algo largo y grande se deslizaba entre el maíz, haciendo poco más que un susurro sedoso. Estaba a unos quince metros de distancia, y sólo el ligero movimiento de los tallos marcaba el sitio por el que pasaba.

Si hubiese estado en el mar habría pensado que un delfín estaba nadando junto al barco, rompiendo de vez en cuando la superficie del agua con el suave brillo de su espalda.

La luz de las estrellas se reflejó en algo que se deslizaba sobre el nivel de los tallos del maíz y después debajo de él, pero el resplandor húmedo que veía Duane parecía producido por la luz de las estrellas sobre escamas, más que sobre piel.

Cualquier idea de que pudiese ser el viejo quien estaba allí, dando traspiés entre el bajo maíz, se extinguió al observar el rastro que dejaba aquella cosa, arrastrándose en un gran círculo, en sentido contrario al de las agujas de un reloj y más deprisa de lo que podía caminar un hombre. Duane tuvo la impresión de una serpiente gigantesca moviéndose a través del campo; una cosa con un cuerpo tan grueso como el suyo, pero muchos metros más largo.

Duane emitió un sonido que era como una risa ahogada. Esto era una locura.

Aquella cosa que se movía entre el maíz había trazado un cuarto de círculo alrededor de la cosechadora, cuando llegó a la zona desnuda donde la máquina había hecho su estropicio.

El surco giró tan suavemente como un pez al haber estirado todo el sedal, volvió atrás y empezó a dirigirse hacia el sur, a lo largo de la misma cuerda invisible. Duane oyó un ruido y pasó al borde opuesto del techo. Algo igualmente largo y silencioso se deslizaba entre el maíz en el lado oeste de la máquina. Y al observarlo, se dio cuenta de que aquel movimiento circular se acercaba un par de palmos cada vez que aquellas cosas llegaban al final del trayecto.

«Oh, mierda», gimió Duane con un tono que parecía de oración. Se quedaba definitivamente en la cosechadora. Si hubiese echado a andar de vuelta a la casa cuando parecía lógico, aquellas cosas ahora se estarían deslizando a su lado.

«Esto es una locura.» Intentó reprimir esta línea de pensamiento. Era una locura, algo imposible…, pero sucedía. Sintió el frío metal de la cosechadora debajo de los antebrazos y de las palmas de las manos, olió el aire fresco y el olor de la tierra húmeda, y comprendió que por imposible que fuese, aquello era real. Tenía que enfrentarse a lo que sucedía y no empeñarse en negarlo.

La luz de las estrellas resplandeció sobre algo largo y resbaladizo, al moverse adelante y atrás aquellas cosas como serpientes-babosas, en su interminable circuito. Duane pensó en una lamprea que había capturado una vez en el río Spoon, pescando con tío Art. Aquel animal había sido todo boca y círculos de dientes descendiendo hacia unas agallas rojas, esperando a poder echarse sobre algo y sorberle los fluidos vitales. Duane había tenido pesadillas durante un mes. Esperó mientras las cosas se cruzaban en su marcha de centinelas, con sólo un ligero susurro y un atisbo de movimiento indicando su situación.

«Me quedaré aquí hasta la mañana.» Y después, ¿qué? Duane sabía que aún no era medianoche. ¿Qué haría si duraba las cinco horas hasta el amanecer? Tal vez aquellas cosas se marcharían con la luz del día. En caso contrario podía plantarse sobre el techo de la máquina, emplear la camisa como bandera y hacer señales al tráfico de la Seis del condado. Alguien le vería.


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