La lluvia había empezado de nuevo. Dale miró hacia el sur, tuvo una visión fugaz del poncho de Mike moviéndose por encima del maíz, y entonces se volvió y le siguió.

Ya habría tiempo.

21

Siguió lloviendo de modo intermitente durante tres semanas. Cada mañana se desarrollaba en el cielo una guerra rápida y cambiante entre la luz del sol y las nubes; pero a las diez empezaba a lloviznar y a la hora de la comida las nubes bajas vertían agua.

El cine gratuito al aire libre fue cancelado el 25 de junio y el 2 de julio, aunque el cielo estaba despejado y la noche era agradable en aquel segundo sábado. La mañana siguiente volvió a llover. Alrededor de Elm Haven, la sedienta tierra de Illinois parecía beber la humedad y pedir más. Y el suelo negro se volvió más negro. En la mayor parte de América, los agricultores decían que el maíz «llegaba a la rodilla el cuatro de julio»; en Illinois central, la regla era que «llegase a la cintura»; pero este verano, el día cuatro casi llegaba al hombro.

Aquel año, el cuatro cayó en lunes, y aunque los adultos parecieron disfrutar de la rara fiesta de tres días, su satisfacción fue un poco estropeada por la lluvia, que impidió el desfile y los fuegos artificiales de la noche. Elm Haven no tenía un presupuesto municipal para los fuegos artificiales, pero un siglo de tradición hacía que la gente trajese sus propios cohetes, bengalas y petardos a los terrenos de la escuela. Unos cuantos lo hicieron también este verano, pero se levantó viento por la tarde y la tormenta estalló temprano aquella noche, y los presuntos juerguistas renunciaron a su esfuerzo al ver que las cerillas no se encendían y que las mechas fallaban.

Dale y Lawrence observaban la tormenta de relámpagos, que había sustituido a los fuegos artificiales, desde la seguridad del porche de delante. Explosiones de luz blanca recorrían el horizonte del sudoeste recortando las siluetas de los árboles, perfilando los tejados de dos aguas e iluminando la masa imponente de Old Central. En las pausas de oscuridad entre los relámpagos, el colegio parecía resplandecer aún con una luz interior, una suave fosforescencia, como de hongos, que teñía el suelo de un verde azulado y parecía crear una neblina de electricidad estática alrededor de los viejos olmos que rodeaban la construcción. Uno de los olmos se partió y murió, mientras Dale y Lawrence observaban en la noche del cuatro de julio, no sabían si alcanzado por un rayo o simplemente abatido por el viento. El ruido fue ensordecedor, incluso desde sesenta metros de distancia. La mitad del árbol permaneció en pie, como un diente mellado, roto, mientras la parte frondosa y viva caía sobre el patio de recreo del colegio con estruendo como víctima del hacha de un leñador.

Dale y Lawrence entraron en casa cuando hubo pasado la tormenta. Dispararían unos cuantos cohetes desde el porche, agitarían bengalas y encenderían gusanos de luz en los escalones de piedra; pero el viento era frío y su interés no muy grande.

Alrededor del pueblo, en el silencio que siguió a la tormenta, crecía el maíz en millones de acres, formando una sólida masa verde que había convertido los caminos vecinales en corredores entre altas paredes, ocultando el horizonte a la vista y pareciendo absorber la luz del sol del día siguiente hasta que el sitio más brillante no lo era más que la profunda sombra al pie de los olmos del pueblo.

La familia de Dale llevó comida al señor McBride. La mitad de las familias del pueblo lo habían hecho. Dale pedaleó mientras el coche recorría la conocida pero ahora extraña carretera, dejando atrás el cementerio y la casa de tío Henry, y enfilando el largo camino. El maíz parecía aquí más alto que en cualquiera de los campos aledaños, y el camino de entrada, un verdadero túnel.

Las dos primeras veces que llamaron, nadie acudió a abrir la puerta, a pesar de que la camioneta del señor McBride estaba en el patio. La tercera vez salió a abrir, aceptó las cacerolas y la empanada, farfullando una letanía de palabras para expresar su agradecimiento y murmuró algo más cuando los padres de Dale le dieron el pésame. Dale había considerado siempre al padre de Duane como más viejo que cualquiera de los padres de los otros chicos, pero le impresionó el aspecto del señor McBride: los mechones de cabellos que le quedaban parecían haberse vuelto grises en un mes; tenía los ojos hundidos e inyectados en sangre, el izquierdo casi cerrado, como a consecuencia de un ataque; su cara parecía más la de un busto roto y mal pegado que la de un hombre con arrugas, y la barba gris mal afeitada se prolongaba en el cuello y debajo de la sucia camiseta.

Los padres de Dale hablaron en voz baja y con expresión triste durante el largo viaje de regreso.

Nadie sabía de fijo lo que se había hecho para el entierro o las exequias de Duane. Se decía en el pueblo que el señor Taylor había confiado el cadáver a una empresa de pompas fúnebres de Peoria, la misma que había cuidado de la incineración del tío Art. Y se pensaba que el chico también había sido incinerado en una ceremonia privada. Nadie sabía lo que había hecho el señor McBride con las cenizas.

Por la noche, cuando le estaba entrando el sueño, Dale pensó que su amigo ahora sólo existía como un puñado de ceniza, y esta idea hizo que se sentara en la cama y le palpitase el corazón al darse cuenta de que algo andaba mal en el universo.

A veces, cuando segaba el césped entre las tormentas o hacía alguna otra cosa que liberaba su subconsciente, Dale se imaginaba que Duane McBride estaba todavía vivo, que había simulado su propia muerte y estaba escondido en alguna parte, como el personaje de historieta The Spirit o como Mickey Mouse en las aventuras cómicas en que trataba de encontrar al Fantasma Blot. En tales ocasiones, Dale casi esperaba recibir una llamada telefónica de Duane y oír la voz tranquila de su amigo diciéndole: «Reúnete conmigo en la Cueva. Tengo alguna información.»

Dale se preguntaba qué clase de información había querido dar Duane en la reunión del gallinero. La reunión no había llegado a celebrarse. No se podía imaginar que Duane hubiese descubierto muchas cosas sobre Tubby o el colegio, pasando todo el tiempo en su casa de campo o en la biblioteca. Pero en los cuatro años de tener relación con él, había aprendido a no menospreciar las dotes de Duane.

Después de la revelación de Mike sobre el túnel que había encontrado en el cementerio y otros parecidos debajo de su casa, los muchachos se habían visto menos. Parecía como si todos se hubiesen retirado dentro de su círculo familiar y sus labores cotidianas, como si allí se sintiesen a salvo de la agobiante oscuridad.

Lawrence temía ahora más que nunca la oscuridad. A veces lloraba en sueños e insistía en que hubiese una bombilla de cuarenta vatios en la lamparilla del tocador, en vez de la débil que permanecía encendida por la noche. Su madre entraba a menudo y apagaba la luz más potente si Lawrence se había dormido; pero a veces el pequeño se despertaba chillando.

Antes de que su padre se marchase para un viaje de ocho días por Indiana y el norte de Kentucky, su madre había llevado a Lawrence y a Dale al médico para consultarle sobre sus miedos y la absurda acusación que había hecho Dale una noche, durante la cena, de que personas mayores habían asesinado a Duane y a Tubby Cooke. El médico se llamaba Viskes y era un refugiado húngaro que sólo llevaba un año y medio en el país y todavía tenía problemas con el idioma inglés. Todos los chicos de la población le llamaban doctor Vicious, porque era demasiado tacaño para comprar agujas hipodérmicas nuevas y seguía empleando las viejas, esterilizándolas, hasta que las inyecciones eran un puro tormento.

El doctor Viskes prescribió trabajo duro y aire fresco para curar aquella tontería infantil. Dale oyó que el doctor Vicious decía a su madre que era lamentable lo del joven McBride y de su tío, pero que los accidentes tienden a producirse de dos en dos.


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