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Duane McBride esperó en Bandstand Park a que el viejo estuviese lo bastante borracho para que le echasen de la taberna de Carl. Eran más de las ocho y media cuando salió tambaleándose, se plantó oscilando en el bordillo, sacudió el puño lanzando maldiciones contra Dom Steagle, el dueño de Carl's -no había habido ningún Carl desde 1943-, y después subió a la camioneta. Lanzó unas cuantas maldiciones cuando se le cayeron las llaves al suelo, unas cuantas más al encontrarlas, e intentó infructuosamente poner el motor en marcha. Duane se acercó enseguida. Sabía que el viejo estaba lo bastante borracho para olvidarse de que él le había acompañado cuando había venido al pueblo hacía casi diez horas, «para comprar unas pocas cosas en la cooperativa».

– Duanie -dijo, mirando de soslayo a su hijo-. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

Duane no respondió, dejando que el viejo recobrase la memoria.

– Ah, sí -dijo éste al fin-. ¿Has visto a tus amigos?

– Sí, papá.

Duane se había separado de Dale y de los demás al atardecer, cuando habían ido a jugar un partido en el campo de deportes del pueblo. Siempre cabía la posibilidad de que el viejo se mantuviese lo bastante sereno para volver a casa antes de que le echase Dom.

– Sube, pequeño.

El viejo pronunciaba las palabras con el cuidado minucioso y el acento sureño de Boston que sólo empleaba cuando estaba muy borracho.

– No, gracias, papá. Subiré a la parte de atrás si no te importa.

El viejo se encogió de hombros, accionó de nuevo el arranque y esta vez consiguió poner el motor en marcha. Duane saltó a la parte de atrás, junto a las piezas de tractor que habían recogido por la mañana. Metió la libreta y el lápiz en el bolsillo de la camisa y se acurrucó sobre el suelo de metal de la camioneta, mirando por encima del costado y esperando que el viejo no destrozase la nueva GM de segunda mano, como había hecho con las dos últimas camionetas usadas que habían tenido.

Duane había visto a Dale y a los otros que pedaleaban en Main bajo la pálida luz; pero no creía que hasta entonces hubiesen visto este vehículo, por lo que se escondió mientras el viejo se cruzaba con ellos. Duane oyó que gritaban «¡Luces!», pero el viejo no les prestó atención o no les oyó. La camioneta chirrió al doblar la esquina de la Primera Avenida, y Duane se incorporó a tiempo de ver la vieja casa de ladrillos del lado éste; los chicos del pueblo la llamaban la Casa del Esclavo, aunque la mayoría no sabían por qué.

Duane sí que lo sabía. Era la antigua casa Thompson y había sido apeadero del Ferrocarril Subterráneo en la década de 1850. Duane se había interesado en el camino de fuga de los esclavos cuando se hallaba en el tercer curso, y había hecho algunas investigaciones en la biblioteca municipal de Oak Hill. Además del de Thompson, había habido otros dos apeaderos de aquel ferrocarril en Creve Coeur County, uno de ellos, una vieja casa de campo de madera perteneciente a una familia de cuáqueros en el valle del río Spoon, en dirección a Peoria, que se había incendiado antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero el otro había pertenecido a la familia de un condiscípulo de Duane en la clase de tercero, y un sábado Duane había ido allí en bicicleta -trece kilómetros de ida y otros tantos de vuelta- sólo para ver el lugar. Duane había mostrado al muchacho y a su familia el cuarto secreto situado detrás del armario y debajo de la escalera. Y después había vuelto pedaleando a casa. El viejo no había bebido aquel sábado, y Duane se había ahorrado una paliza.

Pasaron zumbando por delante de la casa de Mike O'Rourke y del campo de béisbol del norte del pueblo, y giraron hacia el este en la torre de las aguas. Duane saltó de un lado a otro sobre el suelo de la camioneta al pasar por un tramo cubierto de grava. Se acurrucó y cerró los ojos al volar gravilla y polvo a su alrededor, haciéndole cosquillas en el cuello bajo la gruesa camisa a cuadros y metiéndose entre sus cabellos y entre sus dientes.

El viejo no se salió de la calzada aunque casi pasó de largo en el cruce de la Carretera Seis del condado. La camioneta frenó, patinó, se inclinó y se enderezó, y entonces se detuvieron en la atestada zona de aparcamiento de la Taberna del Arbol Negro.

– Solamente estaré un minuto, Duanie. -El viejo dio una palmada en el brazo de Duane-. Sólo voy a saludar un momento a los muchachos antes de que nos vayamos a casa para trabajar en el tractor.

– De acuerdo, papá.

Duane se acurrucó más sobre el suelo de la camioneta, apoyó la cabeza en la parte de atrás de la cabina y sacó la gastada libreta y el lápiz. Ahora era noche cerrada; se veían estrellas más allá de los árboles de detrás de la taberna, pero a través de la puerta persiana se filtraba luz suficiente para que Duane pudiese leer si entrecerraba los ojos.

La libreta era gruesa, deformada por el sudor y manchada de polvo, y las páginas estaban casi llenas de la menuda escritura de Duane. Había casi cincuenta libretas parecidas en el escondrijo secreto de su habitación, en el sótano de la casa.

Duane McBride había decidido ser escritor desde que tenía seis años. La lectura -había leído libros enteros desde que tenía cuatro años- había sido siempre otro mundo para él. No una evasión, porque raras veces trataba de evadirse -los escritores tenían que enfrentarse al mundo si querían observarlo como era debido-, pero en todo caso otro mundo. Un mundo lleno de voces poderosas que expresaban pensamientos aún más poderosos.

Duane siempre agradecería al viejo que compartiese con él los libros y la afición a la lectura. Su madre había muerto antes de que él fuese lo bastante mayor para conocerla de veras, y los años siguientes habían sido duros, con la finca yéndose al diablo, el viejo emborrachándose, y ocasionales palizas y abandonos, pero también había habido tiempos buenos: el transcurso normal de los días, cuando el viejo decidía no beber; el ciclo fácil de trabajo duro en los veranos, aunque se retrasase; las largas veladas con el tío Art, como tres solteros asando bistecs en el patio de atrás y hablando de todo lo que había bajo las estrellas, incluidas las propias estrellas.

El padre de Duane había abandonado los estudios en Harvard pero había conseguido el título de ingeniero en la Universidad de Illinois antes de volver para cuidar de la finca de su madre. El tío Art había sido viajero y poeta; marino mercante un año, profesor de colegios particulares en Panamá, Uruguay u Orlando el año siguiente. Incluso cuando bebía demasiado, su charla era interesante para el tercer soltero del grupo, el joven Duane, que absorbía la información con el apetito insaciable del alumno superdotado.

Nadie en Elm Haven ni entre el profesorado de Creve Coeur County consideraba superdotado a Duane McBride. Sencillamente, este término no existía en el Illinois rural de 1960. Era un chico gordo. Era raro. Los maestros le habían descrito a menudo, en informes y en las escasas reuniones entre padres y profesores, como desaliñado, indiferente y distraído. Pero no indisciplinado. Sólo decepcionante. Duane no era aplicado.

Cuando se enfrentaba con sus maestros, Duane se disculpaba, sonreía y divagaba con las ideas y proyectos personales que le embargaban en aquel momento. La escuela no era un problema, ni siquiera un verdadero estorbo, porque le gustaba la idea de escuela; era simplemente una distracción de sus estudios y de su preparación para convertirse en escritor.

Y habría sido una mera distracción si en Old Central no hubiese habido algo que le preocupaba. No eran los muchachos. Ni siquiera el director o los maestros, por torpes y provincianos que pareciesen. Era algo más.

Duane bizqueó bajo la pálida luz y abrió la libreta de las páginas correspondientes al día anterior, el último de colegio:

«Los otros parecen no advertir el olor de aquí, y si lo advierten no hablan de ello: un olor a frialdad, a alacena cerrada, un débil olor a algo corrompido, como aquella vez que murió una vaquilla detrás de la estancia del sur y el viejo y yo no la encontramos en una semana.


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