Su padre desapareció, estuvo ausente cinco minutos y entró por la puerta de la cocina, sacudiendo los pies. Mike fue a su encuentro en el pasillo.

Los pantalones y la chaqueta del pijama de su padre estaban empapados, y las botas manchadas de barro. Los pocos cabellos rojos que le quedaban los tenía aplastados encima de las orejas. Gotas de agua le brillaban en la frente y en la calva. Alargó una manaza y tiró de Mike, haciéndole entrar en la cocina.

– No había huellas de pisadas -dijo en voz baja, sin duda para que no le oyesen la madre y las hermanas de Mike-. Todo está enfangado, Mike. Hace días que no para de llover. Pero no hay ninguna huella al pie de la ventana. En esa parte hay un arriate de tres metros de largo, y no hay pisadas en ningún sitio. Y tampoco en el patio.

Mike sintió que le escocían los ojos, como cuando era pequeño y lloraba. Le dolía el pecho.

– Yo lo vi -fue todo lo que pudo decir, sintiendo un nudo en la garganta.

Su padre lo miró fijamente.

– Y eres el único que lo ha visto. Delante de la ventana de Memo. ¿En ningún otro lugar?

– Una vez me siguió por la Seis del condado y por Jubilee Road -dijo Mike, lamentando no haberlo dicho antes a su padre o habérselo callado ahora.

La mirada de su padre se hizo más intensa.

– Tal vez se subió a una escalera o a otra cosa -consiguió decir Mike, dándose cuenta de lo desesperada que sonaba su voz, incluso a sus propios oídos.

Su padre sacudió lentamente la cabeza.

– Ninguna huella. Ninguna escalera. Nada. -Alargó una de sus manazas y tocó la frente de su hijo-. Tienes fiebre.

Mike volvió a sentir aquel temblor dentro de él y reconoció los primeros síntomas de la gripe.

– Pero no me he imaginado el Soldado. Lo juro. Lo he visto.

El señor O'Rourke tenía una cara ancha y afectuosa, una papada grande y los restos de mil pecas de la infancia que había transmitido a todos sus hijos, para desesperación de tres de sus cuatro hijas. Ahora, la papada tembló ligeramente al asentir con la cabeza.

– Creo que es verdad que has visto algo. También creo que te estás poniendo enfermo por quedarte levantado por la noche para pillar a ese mirón…

Mike quiso protestar. No era ningún mirón. Pero sabía que de momento era mejor mantener cerrada la boca.

– … vete a la cama y que tu madre te ponga el termómetro -estaba diciendo su padre-. Yo bajaré el catre a la habitación de Memo y dormiré allí durante un tiempo. No volveré de noche a la cervecería hasta dentro de una semana. -Dejó el bate de béisbol a un lado, se dirigió a la despensa cerrada, cogió la llave de la rendija del umbral y sacó la «escopeta para cazar ardillas» de Memo, una escopeta de cañón corto con culata de pistola.

– Y si ese… soldado vuelve otra vez, recibirá algo más que un porrazo con el bate.

Mike quiso decir algo, pero se sentía completamente mareado, tanto de alivio como por la fiebre que golpeaba sus oídos y le hacía delirar. Abrazó a su padre y se volvió, antes de echarse a llorar.

Su madre entró en la estancia, con el ceño fruncido pero amable, y le empujó escalera arriba hacia el dormitorio.

Mike estuvo en cama durante cuatro días. A veces la fiebre era tan fuerte que despertaba de sus sueños y se encontraba con que también había soñado el despertar. No soñaba en el Soldado, ni en Duane McBride, ni en ninguna de las cosas que le habían estado atosigando: soñaba sobre todo en San Malaquías y en que decía misa con el padre Cavanaugh. Sólo que en su sueño febril, él era el sacerdote, y el padre C. un chiquillo con casulla y sobrepelliz desmesurados, que equivocaba continuamente las respuestas, a pesar de la cartulina con líneas impresas colocada sobre el escalón del altar donde se arrodillaba el niño-hombre. Mike soñaba que consagraba la Eucaristía, alzando la Hostia en el momento más sagrado que podía experimentar un católico.

Lo más extraño del sueño era que San Malaquías era ahora una cueva muy grande y que no había en ella feligreses… Sólo sombras oscuras que se movían más allá del círculo de luz producido por las velas del altar. Y en su sueño, Mike sabía que el monaguillo padre C. equivocaba las respuestas en latín porque tenía miedo de aquella oscuridad y de lo que había en ella. Pero mientras el cura en sueños Michael O'Brian O'Rourke sostuviese la Eucaristía en alto, mientras murmurase las sagradas y mágicas palabras de la misa solemne, estaría bastante a salvo.

Más allá del cono de luz, cosas grandes rondaban y esperaban.

Jim Harlen estaba pensando que este verano no era tal.

Primero se rompe el maldito brazo y se abre la cabeza y pierde la memoria de cómo le ha ocurrido -la cara no es más que un sueño, una pesadilla-, y entonces, cuando se recupera lo bastante para salir e ir de un lado a otro, uno de los chicos a quienes conoce muere en un estúpido accidente, en su finca, y los otros parecen recluirse en sus casas, como tortugas escondiendo la torpe cabezota. Y desde luego hubo la lluvia. Semanas de lluvia.

Las primeras semanas que estuvo en casa, su madre se quedó todas las noches, se apresuró a ir a buscarle lo que fuese cuando tenía hambre o sed, y estuvo viendo la televisión con él. Era casi como en los viejos tiempos, menos su padre, naturalmente. Harlen había estado terriblemente nervioso cuando los Stewart habían invitado a su madre a ir con ellos a casa del tío Henry -mamá tenía la costumbre de beber demasiado, reír demasiado fuerte y, en general, portarse como una estúpida borracha-, pero en realidad la velada había transcurrido bastante bien. Harlen no había hablado mucho, pero le había gustado estar con sus compañeros y escuchar, incluso cuando el chico McBride hablaba de viajes interestelares y del concepto espacio-tiempo y de otras cosas de las que Harlen no tenía idea. En todo caso, había sido una noche muy agradable…, salvo por la muerte de Duane McBride.

El accidente y la larga estancia en el hospital habían dado a Harlen un concepto diferente de la muerte; era algo que había oído y olido y de lo que había estado cerca…, el viejo de la habitación contigua, que no estaba allí la mañana después de que todas las enfermeras y los médicos hubiesen entrado con una camilla…, y no tenía intención de acercarse de nuevo a ella hasta dentro de sesenta o setenta años…, como mínimo. Tenía que reconocer que la muerte de McBride le había impresionado, pero estas desgracias les ocurrían a los que vivían en el campo y manejaban tractores, arados y porquerías parecidas.

La madre de Harlen ya no pasaba con él todas las noches. Ahora le regañaba cuando no se hacía la cama o no recogía los platos del desayuno. Él se quejaba todavía de dolores de cabeza, pero le habían quitado la pesada escayola, e incluso con el cabestrillo, que Harlen consideraba romántico y capaz de hacer perder la cabeza a Michelle Staffney, si le invitaba a su fiesta de cumpleaños el día catorce…, incluso con el cabestrillo y la escayola más ligera inspiraba menos compasión a su madre. O tal vez había gastado ya toda la compasión que tenía almacenada. En ocasiones se mostraba cariñosa y le hablaba con aquella voz suave y ligeramente de disculpa que había utilizado durante una semana después del accidente, pero ahora le regañaba cada vez con más frecuencia o volvía a aquel silencio que les había separado durante tanto tiempo.

Y muchos fines de semana solía pasar todas las noches fuera de casa.

Al principio, ella había pagado a Mona Shepard para que le atendiese y vigilase. En realidad, era Harlen quien vigilaba a Mona, tratando de verle las tetas a la niña de dieciséis años o de mirarla por debajo de la falda. A veces, Mona le incitaba, dejando entreabierta la puerta del cuarto de baño cuando iba a orinar, y gritándole cuando él se acercaba de puntillas. Pero la mayoría de las veces hacía caso omiso de él -mamá hubiese podido estar en casa- y con frecuencia le enviaba pronto a la cama para poder llamar a uno de sus amigos gilipollas. Harlen aborrecía los ruidos que subían desde el cuarto de estar; y aborrecía su propia reacción hacia ellos. Se preguntaba si O'Rourke tendría razón cuando decía que uno podía quedarse ciego si lo hacía demasiado… En todo caso, había amenazado a Mona con contarle a su madre todo lo referente a las sesiones de jadeo en el diván, y ella se había abstenido de venir. A su madre le fastidió que Mona estuviese siempre ocupada, porque no había nadie más a quien llamar este verano; las niñas O'Rourke solían hacer de canguros, pero este verano estaban demasiado atareadas en los asientos de atrás de los coches.


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