Pudo oír que el camión se acercaba al cruce de calles detrás de él, rechinando al cambiar las marchas. Harlen subió a la acera, saltó sobre las losas inclinadas del pavimento y giró hacia un camino de entrada. Allí había graneros, garajes y patios interminables sin vallar. Creyó que pasaba por delante de la casa del doctor Staffney cuando un perro pareció volverse loco delante de él, ladrando y tirando de una cuerda de tender la ropa que le servía de cadena, y brillándole los dientes a la luz amarilla del porche de atrás.

Harlen giró a la izquierda, se deslizó por el callejón pavimentado de escoria que discurría por detrás de los graneros y los garajes, y continuó hacia el norte. Podía oír el camión que subía por Broad, incluso por encima de los furiosos ladridos de todos los enloquecidos perros de la manzana. No tenía idea de adónde iba.

Ya pensaría algo.

Dale Stewart dejó caer la linterna y corrió a través del agua que le llegaba a los muslos, llamando a gritos a su madre, chocando con una pared en la oscuridad, rebotando aturdido y perdiendo el equilibrio. Se hundió hasta el cuello en el agua negra y helada y gritó de nuevo, cuando algo rozó su brazo desnudo debajo del agua. Se puso en pie, haciendo un gran esfuerzo, y siguió adelante, sin saber exactamente adónde iba en la oscuridad casi absoluta del sótano.

«¿Y si vuelvo hacia la habitación de atrás, hacia el agujero de la bomba?»

Lo mismo daba. No podía quedarse aquí, en esta oscuridad de medianoche, con el agua arremolinándose alrededor de sus piernas como aceite frío, y esperar a que aquella maldita cosa le encontrase. Se imaginó la cosa-Tubby abriendo más la boca muerta, y los largos dientes desnudos clavándose en su pierna debajo del agua.

Entonces dejó de imaginarse cosas y corrió, tropezando con algo que podía ser el banco de trabajo de su padre en la segunda habitación o el de la ropa sucia en la de atrás. Se volvió hacia la izquierda, cayó de nuevo a cuatro patas en un agua súbitamente cálida, como orina o sangre, y después avanzó tambaleándose, viendo, creyendo ver, un rectángulo de algo menos oscuro que podía ser la puerta que conducía del taller al cuarto del horno.

Chocó contra algo hueco y resonante y se hizo un corte en la frente, pero no le dio importancia. «¡El horno! Tuerce a la derecha y pasa a su alrededor. Encuentra el pasillo de más allá de la carbonera…» Gritó de nuevo y oyó que su madre le respondía, mezclándose los gritos de ambos en aquel laberinto resonante. Oyó que algo se deslizaba en el agua detrás de él y se volvió para ver lo que era; no vio nada, se tambaleó de nuevo hacia atrás, tropezó con algo más duro que el horno o el tragante, y cayó de bruces en el agua… y se mezcló en su boca el sabor asqueroso de la basura con el dulzón de la sangre.

Le rodearon unos brazos y unas manos le hundieron más, pero le levantaron enseguida.

Dale pataleó, arañó y se debatió contra aquella fuerza. Su cara se sumergió una vez más y después se apoyó en una lana mojada.

– ¡Dale! ¡Basta, Dale! ¡Basta! Tranquilízate… ¡Soy mamá, Dale!

No le dio palmadas en la cara, pero sus palabras surtieron el mismo efecto. Él se quedó inmóvil, tratando de no pensar, pero pensando en el agua oscura que les rodeaba. «Nos atrapará a los dos. Nos destrozará y nos hundirá.»

– No pasa nada -dijo ella, aunque también temblaba al subir los desmesurados escalones-. Todo está bien -murmuró al salir no a la cocina sino por la puerta de atrás, bajo el espléndido sol de la tarde. Se alejaron de la casa como dos supervivientes que intentasen poner la mayor distancia posible entre ellos y el lugar del accidente.

Se derrumbaron sobre el césped, al pie del pequeño manzano, mojados y temblando. Dale pestañeaba, medio cegado por la luz. El calor y la luz del sol y los colores parecían irreales, como un sueño después de la pesadilla real de las tinieblas y de aquella cosa debajo del agua… Cerró los ojos y se esforzó en no temblar.

El señor Grumbacher había estado segando el césped con la segadora mecánica, y Dale oyó que el motor se paraba y que el hombre preguntaba a gritos si ocurría algo. Después oyó sus largas zancadas sobre la hierba. Dale intentó explicarse, sin parecer que se había vuelto loco.

– Algo… algo… algo debajo del agua -dijo furioso porque le castañeteaban los dientes-. Al…go trató de ag…garrarme.

Su madre le tenía abrazado, tranquilizándole con una voz al borde de las lágrimas. El señor Grumbacher miró hacia abajo -era muy alto y llevaba el mismo uniforme gris que se ponía todos los días para conducir el camión de la leche; esto le daba en cierto modo un aire oficial- y se marchó, y entonces la madre de Dale le abrazó de nuevo y le dijo que todo estaba bien; pero entonces volvió el señor Grumbacher, y Kevin estaba plantado en la puerta de su casa, mirando con curiosidad por encima del prado, a los que estaban tumbados al pie del manzano, con los hombros envueltos en una manta, y entonces entró el señor Grumbacher por la puerta, para bajar al sótano…

– ¡No! -chilló Dale a su pesar. Trató de sonreír-. Por favor, no baje allí.

El señor Grumbacher miró a Kevin, que seguía observando desde la puerta de su casa. Le hizo señas de que se retirase, empuñó una larga linterna eléctrica de cinco pilas y cerró la puerta de tela metálica. La escalera del sótano bajaba desde un pequeño cuarto contiguo a la cocina; impedía que entrase el frío en invierno; ellos colgaban sus abrigos de repuesto en el descansillo. «Aquello estaba esperando allá abajo. El señor Grumbacher estaría perdido.»

Dale siguió temblando durante unos momentos y después se levantó, quitándose la manta de encima. Su madre le agarró de la muñeca, pero él se desprendió.

– Tengo que enseñarle dónde estaba aquello…, tengo que avisarle.

Se abrió la puerta de tela metálica y el padre de Kevin salió por ella, con los planchados pantalones grises de trabajo mojados hasta las rodillas y las botas chirriando sobre las losas. Apagó la linterna que sostenía con la mano izquierda; llevaba otra cosa en la derecha. Algo largo, blanco y mojado.

– ¿Está muerto? -preguntó la madre de Dale.

Era una pregunta tonta. El cuerpo estaba hinchado hasta casi dos veces su tamaño normal.

El señor Grumbacher asintió con la cabeza.

– Probablemente no se ahogó -dijo, en aquel tono de voz suave pero seguro que le había oído Dale emplear muchas veces con Kevin-. Tal vez comió algo envenenado o en mal estado. Probablemente entró con los remolinos del agua al atascarse los tubos de desagüe.

– ¿Es uno de los de la señora Moon? -preguntó la madre, acercándose más.

Dale pudo sentir que ella también temblaba ahora.

El señor Grumbacher se encogió de hombros y dejó el gato muerto sobre la hierba, junto al camino de entrada. Dale oyó un ligero ruido sibilante y vio que unas gotas de agua brotaban de entre los afilados dientes. Se acercó y lo tocó con la punta del zapato.

– ¡Dale! -dijo su madre.

Él retiró el pie.

– Esto no es lo que… lo que yo vi -dijo, tratando de no temblar, de no parecer que hablaba a tontas y a locas-. No era un gato. Esto es un gato.

Volvió a tocar aquella cosa con el pie. El señor Grumbacher se permitió una de sus pequeñas y tensas sonrisas.

– Es lo único que había allá abajo, aparte de una caja de herramientas flotante y algún pequeño trasto. Ha vuelto la corriente. Y la bomba empieza a funcionar.

Dale miró hacia la casa. El interruptor había estado hacia abajo… desconectado.

Kevin descendió la cuesta y se quedó allí, sujetándose los codos, como hacía cuando estaba un poco nervioso. Miró la cara pálida, la ropa empapada y los cabellos mojados de Dale; hizo un gesto con los labios, como si fuese a decir algo sarcástico; captó la mirada de su padre y se limitó a saludar con la cabeza a Dale. También tocó el gato muerto con la punta del zapato. Y brotó más agua del animal.


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