Volvió a abrir los ojos y se quedó mirando por la ventanilla. «Fue premeditado», concluyó. «Tuvo que serlo, pero ¿acaso puede un ser perturbado prepararse para semejante matanza? ¿Encaja en su perfil?»

Ella opinaba que una persona mentalmente desquiciada bien podía actuar de forma por completo racional. De hecho, tenía cierta experiencia de ello. Recordaba a un tipo obsesionado por tener razón que, hacía ya muchos años, había sacado un arma en el juzgado de Söderhamn y matado a tiros al juez, entre otros. Cuando la policía llegó a su casa, que se hallaba en el bosque, descubrió que el hombre había colocado cargas explosivas por todas partes. Se trataba de un loco con un apasionado plan.

Se sirvió el último café que quedaba en el termo. «El móvil…», pensó. «Hasta un perturbado mental ha de tener un móvil. Tal vez una voz interior lo conmine a matar a la gente que se interpone en su camino, pero ¿cómo iban a conducirlo las voces precisamente a Hesjövallen? Y, en tal caso, ¿por qué? ¿Qué papel ha desempeñado la casualidad en este drama?» La idea la devolvió al punto de partida. No todos los habitantes del pueblo estaban muertos. El asesino había perdonado la vida a tres personas, pese a que habría podido matarlas a ellas también, de haber querido. En cambio, había acabado con la vida de un niño que, al parecer, se encontraba casualmente de visita en aquel pueblo maldito.

«El niño puede ser la clave», consideró. «El pueblo no es su sitio y, aun así, ha muerto, mientras que otras dos personas que llevan aquí veinte años siguen con vida.»

Comprendió que estaba formulándose una pregunta para la que necesitaba una respuesta inmediata. Era algo que le había dicho Erik Huddén. ¿Lo recordaba bien? ¿Cómo se llamaba Julia de apellido?

La puerta de la casa de Julia no tenía echada la llave. Entró y leyó el papel que Erik Huddén había encontrado en la mesa de la cocina. La respuesta a su pregunta le aceleró el corazón. Se sentó para intentar ordenar sus ideas.

Llegó a una conclusión inverosímil que, no obstante, bien podía ser cierta. Marcó el número de Erik Huddén, que contestó de inmediato.

– Estoy en casa de Julia, en la cocina, la mujer que vimos en albornoz en la carretera. Ven aquí cuanto antes.

– Voy ahora mismo.

Erik Huddén se sentó a la mesa frente a ella pero se levantó enseguida y olisqueó el asiento. Luego cambió de silla. Vivi lo miró inquisitiva.

– Huele a orina. La anciana debe de haberse hecho pis encima. Bueno, ¿qué querías decirme?

– Quiero que oigas una idea que se me ha ocurrido. Parece ilógica y, al mismo tiempo, razonable. Vamos a apagar los teléfonos para que no nos molesten.

Ambos dejaron los móviles sobre la mesa. «Como si dejáramos las armas reglamentarias», se dijo Vivi Sundberg.

– Intentaré hacer una síntesis de algo que, en realidad, no puede sintetizarse. Pese a todo, intuyo una especie de extraña lógica en lo que sucedió anoche en este pueblo. Quiero que me escuches y me digas si estoy totalmente equivocada o dónde me equivoco.

En ese momento oyeron la puerta de la casa y un técnico criminalista que acababa de llegar entró en la cocina.

– ¿Dónde están los muertos?

– En esta casa no hay ninguno.

Así que el técnico se marchó.

– Se trata de los nombres -comenzó Vivi-. Aún ignoramos cómo se llama el niño, pero, si mi idea es correcta, será pariente de la familia Andersson que vivía y murió en la casa en la que lo encontramos. Una de las claves de lo ocurrido se halla precisamente en los apellidos, en las familias. En este pueblo, todo el mundo parecía llamarse Andersson, Andrén o Magnusson, mientras que Julia, que vive en esta casa, se llama Holmgren, según los documentos de los servicios sociales. Julia Holmgren. Y ella está viva. Además, tenemos a Tom y Ninni Hansson, que también están vivos y tienen otro apellido. De todo lo cual podríamos extraer una conclusión.

– Que quien haya hecho esto, de algún modo y por alguna razón, iba en busca de gente que se llamaba igual -dedujo Huddén.

– ¡Ve un paso más allá! Este pueblo es muy pequeño. Y la movilidad ha sido mínima. Entre estas familias han debido de casarse unos con otros. Y no quiero decir que se trate de consanguinidad, pero hay razones para creer que no son tres, sino dos familias o incluso sólo una. Lo que nos llevaría a comprender por qué Julia y los Hansson siguen vivos.

Vivi Sundberg guardó silencio, mientras esperaba la reacción de Erik Huddén. Nunca lo había tenido por un hombre particularmente inteligente, pero respetaba su capacidad para encontrar buenas soluciones a base de una buena dosis de intuición.

– Si es así, significaría que el autor del crimen conocía bastante bien a estas personas. ¿Quién puede saber todo eso?

– ¿Un pariente, tal vez? Aunque también un loco.

– ¿Un pariente loco? ¿Por qué haría algo así?

– Eso no lo sabemos. Ahora estamos intentando comprender por qué no han muerto todos los habitantes del pueblo.

– ¿Y cómo explicas la pierna cortada y destrozada a mordiscos?

– No puedo explicarlo, pero necesito una piedra sobre la que construir, por pequeña que sea. Mi difusa idea y una cinta de seda roja es cuanto tenemos.

– Supongo que sabrás qué va a suceder.

– Que la prensa se nos echará encima.

Erik Huddén asintió.

– De eso tendrá que hacerse cargo Tobias.

– Pues te pondrá a ti de parapeto.

– Entonces, yo te pondré a ti.

– ¡Ni se te ocurra!

Ambos se pusieron de pie.

– Quiero que vayas a la ciudad -le dijo Vivi-. Tobias iba a designar agentes para localizar a los familiares. Quiero que tú te encargues de que se haga de verdad. Y también que busques la conexión entre estas tres familias, pero, por el momento, que quede entre nosotros.

Erik Huddén se marchó y Vivi Sundberg se acercó al fregadero y se sirvió un vaso de agua. «Me pregunto si mi idea valdrá para algo», se dijo. «Aunque, claro, tal y como está la situación, vale tanto como cualquier otra.»

Aquella misma tarde, poco antes de las seis, varios policías se reunieron en el despacho de Tobias Ludwig para decidir lo que dirían en la conferencia de prensa. No darían los nombres, pero sí el número de víctimas, y admitirían que por el momento carecían de pistas. Y que las observaciones y aportaciones de la gente eran extremadamente valiosas y más necesarias que nunca.

Tobias Ludwig se preparó para iniciar la conferencia y después sería el turno de Vivi Sundberg.

Antes de entrar en la sala, que estaba llena de periodistas, Vivi se encerró un momento en los servicios. Observó su rostro en el espejo. «Quisiera despertarme y que todo esto dejase de existir», se dijo.

Después salió, golpeó varias veces la pared del pasillo con el puño cerrado y entró en la sala, ya repleta de gente y demasiado caldeada. Subió a la tarima y se sentó junto a Tobias Ludwig.

Su jefe la miró y ella asintió, dándole a entender que ya podían empezar.


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