Al final, debajo de la firma, había una dirección: «Mr. Gustaf Andrén, Minneapolis Post Office, Minnesota, United States of America».

Volvió a abrir el atlas. Minnesota es una zona de agricultores. Y allí había ido a parar un miembro de la familia Andrén, emigrada de Hesjövallen, hacía más de cien años.

Pero también encontró una carta que testimoniaba que otro miembro de la familia Andrén había acabado en una parte diferente de Estados Unidos. Se llamaba Jan August y trabajó, al parecer, en la construcción del ferrocarril que une las costas este y oeste de ese gran país. En la carta preguntaba por los parientes, vivos y muertos. Sin embargo, grandes porciones del texto eran ilegibles, pues estaba borroso.

La dirección de Jan August era: «Reno Post Office, Nevada, United States of America».

Siguió leyendo, pero no encontró en el montón ningún otro documento relacionado con el nexo de su madre y la familia Andrén.

Apartó los montones de papeles, entró en Internet y, sin esperanza, empezó a buscar la dirección postal de Minneapolis que indicaba Gustaf Andrén en su carta. Tal y como esperaba, fue a parar a un callejón sin salida. Buscó entonces la dirección postal de Nevada y la remitieron a una publicación llamada Reno Gazette Journal. En ese momento sonó el teléfono; era la agencia de viajes. Un hombre joven bastante amable que hablaba con acento danés la orientó acerca de las condiciones para contratar el viaje y le describió el hotel. No se lo pensó dos veces. Dijo que sí, formalizó una prerreserva y prometió confirmarla al día siguiente, como muy tarde.

Una vez más, intentó buscar la publicación Reno Gazette Journal. A la derecha de la pantalla podía elegir entre una serie de materias y artículos. Estaba a punto de cerrar el menú cuando recordó que en su búsqueda había introducido el apellido Andrén, no sólo la dirección. En otras palabras, la referencia al nombre debió llevarla a esa publicación en concreto. Empezó a leer, página tras página, haciendo clic en todas las materias.

De repente apareció una página que le hizo dar un respingo en la silla. Al principio leyó sin entender del todo, después volvió a leer, más despacio; y pensó que, sencillamente, aquello no podía ser verdad. Se levantó de la silla y se colocó a unos metros del ordenador. Pero el texto y las fotografías seguían allí.

Las imprimió y se las llevó a la cocina. Muy despacio, volvió a leerlas.

El 4 de enero, se cometió un brutal asesinato en la pequeña ciudad de Ankersville, al nordeste de Reno. Una mañana, un vecino halló muerto, junto con toda su familia, al propietario de un taller de mecánica. El vecino se extrañó al no ver el taller abierto como de costumbre. La policía aún no tenía ninguna pista, pero estaba claro que toda la familia Andrén, Jack, su esposa Connie y sus dos hijos, Steven y Laura, habían sido asesinados con algún tipo de arma cortante. No había indicios de allanamiento ni de robo. No había móvil. Los Andrén eran gente apreciada por todos y no tenían enemigos. La policía buscaba a un enfermo mental, tal vez a un drogadicto desesperado, capaz de cometer un crimen tan horrendo.

Se quedó petrificada. Por la ventana se filtraba la luz del camión de la basura que pasaba por la calle.

«No se trata de un loco», concluyó para sí. «La policía de Hälsingland está tan equivocada como lo estaba la policía de Nevada. Se trata de uno o varios criminales que saben muy bien lo que hacen.»

Por primera vez, experimentó una creciente sensación de temor, como si la estuviesen observando sin que ella lo supiera.

Fue al vestíbulo y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. Después volvió a sentarse frente al ordenador y buscó antiguos artículos en la Reno Gazette Journal.

El camión de la basura ya había desaparecido. Empezaba a caer la noche.

7

Mucho después, cuando el recuerdo de todos los sucesos empezó a palidecer en su memoria, hubo ocasiones en que se preguntó qué habría ocurrido si, pese a todo, hubiese emprendido el viaje a Tenerife y hubiese vuelto a casa y a su trabajo recuperada de su anemia, con la tensión controlada y la energía renovada. Pero no fue así. Por la mañana, muy temprano, Birgitta Roslin llamó a la agencia de viajes para anular su reserva. Puesto que había tomado la precaución de contratar un seguro, apenas le costó cien coronas.

Staffan llegó tarde aquella noche, pues el tren en el que trabajaba se quedó en mitad del trayecto a causa de una avería en el motor. Durante dos horas se vio obligado a tratar con pasajeros protestones y, además, con una señora mayor que se puso enferma. Cuando llegó a casa, estaba cansado e irritado. Birgitta lo dejó cenar tranquilo, pero después le contó lo que había descubierto de lo acontecido en el remoto estado de Nevada y su sospecha de que podría guardar relación con la masacre de Hälsingland. Se dio cuenta de que él parecía no creérselo del todo, pero no supo si atribuirlo a que realmente dudaba de la veracidad de lo que ella le contó o si se debía a su cansancio. Cuando Staffan se acostó, ella volvió a sentarse al ordenador y estuvo navegando en Internet tanto por páginas de Hälsingland como de Nevada. Hacia la medianoche tomó unas notas en un bloc, como hacía cuando se disponía a redactar una sentencia. Por ilógico que pareciera, no podía por menos de pensar que los dos sucesos guardaban relación. Pensó, además, que ella era, en cierto modo, una Andrén, aunque ahora se llamase Roslin.

¿Correría su vida algún peligro por ese motivo? Permaneció largo rato sentada, concentrada en el bloc de notas, sin hallar respuestas. Después salió afuera a contemplar el cielo estrellado de la clara noche invernal. Su madre le había contado que su padre era un apasionado observador de los astros. Muy de vez en cuando, Gerda recibía cartas de su padre, escritas desde el barco en el que trabajaba, en las que le hablaba de las noches que pasaba en latitudes remotas estudiando las estrellas y las distintas constelaciones. Tenía un convencimiento casi religioso de que los muertos se transformaban en materia que, a su vez, originaba nuevas estrellas, en ocasiones tan lejanas que no eran visibles para los ojos de los vivos. Birgitta Roslin se preguntaba qué pensaría cuando el Runskär se hundió en el estrecho de Gävle. El barco, que llevaba una pesada carga, se estrelló de costado en medio de la fuerte tormenta y se hundió en menos de un minuto. Tan sólo pudieron lanzar una llamada de socorro; después, la radio enmudeció. ¿Alcanzaría a comprender que iba a morir o le sobrevino la muerte en las frías aguas sin darle tiempo de tomar conciencia de ello? Tan sólo un repentino terror, después el frío y la muerte.

El cielo parecía más próximo aquella noche; la luz de las estrellas, más intensa. «Veo la superficie», se dijo. «Existe una conexión, unos delgados hilos que se enredan entre sí. Pero ¿qué hay debajo? ¿Qué motivo había para asesinar a diecinueve personas en un pueblecito de Norrland y para aniquilar a una familia en el desierto de Nevada? Seguro que no era un móvil muy distinto de los habituales: venganza, avaricia, celos. Mas ¿qué agravio exigiría tan tremenda venganza? ¿Quién obtendría beneficios económicos matando a una serie de jubilados de un pueblo de Norrland que ya estaba moribundo? ¿Y quién sentiría celos de ellos?»

Volvió adentro, pues empezaba a tener frío. En condiciones normales, se acostaba temprano, ya que por las noches solía estar cansada y detestaba ir al trabajo, en especial cuando tenía juicio, sin haber descansado lo suficiente. Se tumbó en el sofá y puso algo de música, aunque muy baja, para no despertar a Staffan. Estaban dando un verdadero repertorio de antiguas baladas suecas. Birgitta Roslin guardaba un secreto que no había compartido con nadie, soñaba con escribir algún día una canción que fuese número uno, tan buena que ganase el concurso para el festival de Eurovisión. A veces se avergonzaba de abrigar semejante deseo, pero al mismo tiempo lo alentaba. Hacía ya muchos años que se había comprado un diccionario de rimas y tenía una colección de borradores de canciones guardados bajo llave en un cajón del escritorio. Tal vez no fuese muy apropiado que una jueza en activo se dedicase a escribir canciones de moda, pero, que ella supiera, tampoco había ninguna norma que se lo prohibiese.


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