– ¿Tú también eres periodista?
– En absoluto. Estoy de paso.
– No sé lo que pensarán otros, pero para mí que ya ni siquiera el campo se libra de la brutalidad de las grandes ciudades.
A juicio de Birgitta, aquello sonaba a la cantinela de siempre. «Lo habrá leído en algún sitio o lo habrá dicho alguien en la televisión y la mujer habrá hecho suyas esas palabras.»
Pagó la cuenta, se montó en el coche y desplegó el mapa. Aunque sólo quedaban unos kilómetros hasta Hudiksvall. Si se desviaba ligeramente al norte y hacia el interior, dejaría atrás Hesjövallen. Vaciló un instante, se sentía como una hiena, pero desechó la idea. En realidad, tenía una buena razón para ir allí.
Ya en Iggesund giró a la izquierda, y luego una vez más, cuando llegó a la encrucijada de Ölsund. Se cruzó con un coche de policía, poco después con otro. De repente, el bosque se abrió y descubrió un lago. Junto a la carretera había unas casas dispersas, algunas rodeadas de largas cintas rojiblancas. La carretera estaba llena de policías a pie.
Junto al lindero del bosque vio una tienda de campaña y, en el jardín más cercano, otra. Se había llevado unos prismáticos. ¿Qué escondería aquella tienda? De eso no decían nada los periódicos. ¿Sería el lugar en que hallaron a una o varias de las víctimas, o habría localizado allí la policía alguna pista?
Observó todo el pueblo con los prismáticos y vio entre las casas a gente con monos de trabajo o de uniforme, fumando junto a las verjas, solos o en grupos. En ocasiones, ella misma acudía al escenario de un crimen y seguía durante unas horas el trabajo de la policía. Sabía que los fiscales y otros representantes de la justicia no solían ser muy bienvenidos en esos casos. La policía siempre estaba en guardia ante las posibles críticas. Pese a todo, Birgitta había aprendido a distinguir entre las investigaciones que se llevaban de forma metódica y las que se trataban con negligencia. Y lo que allí veía le sugería que la actividad se llevaba de forma tranquila y, por tanto, seguramente bien organizada.
Al mismo tiempo sabía que, en el fondo, todos tenían prisa. El tiempo era su principal enemigo. Querían llegar a la verdad lo antes posible y antes de que, en el peor de los casos, volviese a ocurrir lo peor.
Un policía uniformado se acercó y la interrumpió, mientras cavilaba, con unos golpecitos en la ventanilla.
– ¿Qué haces aquí?
– No me había dado cuenta de que estaba dentro del cordón policial.
– No, no estás dentro, pero intentamos controlar a todo aquel que anda por aquí. Sobre todo, si viene provisto de prismáticos. Daremos una conferencia de prensa en la ciudad, por si no lo sabías.
– No soy periodista.
El joven policía la observó incrédulo.
– Y entonces, ¿qué eres? ¿Turista de escenarios del crimen?
– Pues no. De hecho, soy familiar de algunas de las víctimas.
El policía sacó un bloc de notas.
– ¿De quién?
– De Brita y August Andrén. Voy camino de Hudiksvall, pero no recuerdo con quién tenía que hablar.
– Será con Erik Huddén. Él es el encargado de comunicarse con los familiares. Mi más sentido pésame, por cierto.
– Gracias.
El policía le hizo el saludo militar, aunque se sintió como un idiota, y se marchó de allí a toda prisa. Cuando Birgitta llegó a Hudiksvall, comprendió que no sólo sería la avalancha de periodistas la que le impediría encontrar habitación. La amable recepcionista del First Hotel Statt le informó de que, además, se estaban celebrando unas jornadas para «discutir el tema del bosque», con participantes de todo el país. Aparcó el coche y se fue a pasear sin rumbo por la pequeña ciudad. Lo intentó en otros dos hoteles y en una pensión, pero todo estaba completo.
Anduvo un rato buscando dónde almorzar hasta que finalmente entró en un restaurante chino. En el establecimiento había muchos clientes, pero encontró una mesa junto a una ventana. Era como todos los restaurantes chinos en los que había estado. Los mismos jarrones, leones de porcelana y lamparillas con cintas rojas y azules. Se sintió tentada a creer que todos los restaurantes chinos del mundo, quizá millones, formaban parte de una misma cadena y que incluso pertenecían al mismo propietario.
Una china se le acercó con la carta. Mientras pedía la comida, Birgitta Roslin se dio cuenta de que la mujer apenas si hablaba sueco.
Tras el rápido almuerzo empezó a llamar a distintos hoteles, hasta que le dieron una respuesta afirmativa. El hotel Andbacken, en Delsbo, tenía una habitación disponible. También allí celebraban unas jornadas, pero en ese caso de personal del sector publicitario. Pensó que Suecia se había convertido en un país en que la gente pasaba cada vez más tiempo acudiendo a hoteles y centros de conferencias para hablar unos con otros. Ella, en cambio, rara vez participaba en los cursos de perfeccionamiento que organizaba el Ministerio de Justicia.
Andbacken resultó ser un gran edificio blanco que se alzaba junto a un lago cubierto de nieve. Mientras aguardaba su turno ante la recepción leyó que, aquella tarde, los publicistas estaban enfrascados en distintos trabajos de grupo. Por la noche celebrarían una cena en la que se otorgarían una serie de premios. «Con tal de que no sea una noche de portazos y de borrachos corriendo por los pasillos…», deseó en silencio. «Aunque, en realidad, no sé nada de los que se dedican a la publicidad. ¿Por qué iban a ser escandalosos en sus fiestas?»
Le entregaron las llaves de su habitación, que daba al lago congelado y a las laderas del bosque. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. De no haberse marchado, hoy habría tenido un juicio, recordó, y se habría pasado horas escuchando el monótono discurso de un fiscal. En cambio, allí estaba, tumbada en la cama de un hotel rodeado de nieve, muy lejos de Helsingborg.
Se levantó de la cama, se puso el chaquetón y se fue derecha a Hudiksvall. La recepción de la comisaría era un hervidero de gente, y Birgitta adivinó que muchos de los que iban y venían eran periodistas. Incluso reconoció a un hombre que solía aparecer en televisión, en especial con motivo de la presentación de sucesos dramáticos como atracos a bancos o secuestros. Con una especie de obvia arrogancia se adelantó a todos aquellos que guardaban cola, pero nadie pareció atreverse a protestar. Finalmente le tocó el turno a Birgitta, que le comunicó el motivo de su visita a una recepcionista agotada.
– Vivi Sundberg no dispone de tiempo para recibir a nadie.
Una respuesta tan tajante la sorprendió.
– Pero ¿no piensas preguntarme siquiera para qué quiero verla?
– Quieres hacerle unas preguntas, como todos los demás, ¿verdad? Tendrás que esperar la próxima conferencia de prensa.
– Yo no soy periodista. Soy pariente de una de las familias de Hesjövallen.
La mujer cambió enseguida de actitud.
– Vaya, lo siento. En ese caso, es con Erik Huddén con quien puedes hablar.
La mujer marcó el número y le dijo al policía que tenía visita. Al parecer, no era necesaria ninguna otra aclaración. «Visita» era un sinónimo de «pariente».
– Vendrá a buscarte ahora mismo. Espera allí, junto a las puertas de cristal.
De repente, un joven apareció a su lado.
– Me han dicho que eras pariente de alguna de las víctimas. ¿Podría hacerte unas preguntas?
Birgitta Roslin tenía, por lo general, las garras bien guardadas, pero en ese momento las sacó rápidamente.
– ¿Y por qué iba yo a permitir tal cosa? Ni siquiera sé quién eres.
– Escribo.
– ¿Para quién?
– Para aquel que tenga interés.
Ella negó con un gesto.
– No tengo nada de qué hablar contigo.
– Bueno, en cualquier caso, lamento la pérdida.
– No -respondió Birgitta-. Tú no lamentas nada. Y hablas así de bajito para que ninguno de los demás periodistas se dé cuenta de que has encontrado una presa que los demás no han olfateado siquiera.