El hombre que Birgitta Roslin intentaba conocer era escurridizo, un ser que se escabullía constantemente. Empezó a hojear impaciente entre las cartas y los diarios.

Llevaba varias horas enfrascada en aquellos escritos tan trabajosos de leer cuando, de pronto, se detuvo: en uno de los diarios había un documento que, según entendió, era una nómina. A Jan August Andrén le habían pagado once dólares por el mes de abril de 1864. En cualquier caso, a aquellas alturas estaba segura de que se trataba del mismo hombre que había escrito la carta que halló entre los documentos que dejó su madre.

Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Un hombre, solo, quitaba nieve allá fuera. «Es decir, que un día, un hombre llamado Jan August Andrén emigró de Hesjövallen», pensó. «Fue a parar a Nevada como trabajador del ferrocarril, se convierte en jefe de obras y no le gustan ni los irlandeses ni los chinos que tiene a sus órdenes. La novia inventada tal vez no fuese otra que alguna de las "lascivas mujeres que merodean por las obras del ferrocarril", sobre las que escribe en los diarios, las mismas que contagian enfermedades venéreas a los peones ferroviarios. Las putas que siguen las vías del tren y que crean situaciones desagradables y problemas. No es sólo que haya que despedir a los trabajadores sifilíticos, sino que además surgen entre los hombres constantes y violentas disputas por las mujeres.»

En el diario, del que ya había leído cerca de la mitad, J.A. describe que un irlandés llamado O'Connor había sido condenado a muerte por asesinar a un trabajador escocés. Los dos estaban ebrios y se enzarzaron en una disputa por una mujer. Iban a colgarlo y el juez designado aceptó que no fuese en la ciudad, sino en una colina que se alzaba junto al lugar hasta el que llegaba el ferrocarril. Jan August Andrén escribe que «me parece bien que todos vean en qué terminan el alcohol y las navajas».

Es muy prolijo a la hora de describir la muerte del trabajador irlandés. El hombre al que van a colgar es un joven, «lampiño», escribe.

Es muy temprano, por la mañana. La ejecución se producirá justo antes de que se incorpore el turno de la mañana. Ni siquiera un linchamiento debe impedir que haya retrasos en la colocación de una sola zapata, de un solo tramo de vía. Todos los capataces tienen órdenes de acudir a presenciar la ejecución. Sopla un fuerte viento. Jan August Andrén lleva un pañuelo anudado alrededor de la boca y la nariz mientras va comprobando que sus hombres han salido de las tiendas y se preparan para dirigirse a la colina donde tendrá lugar el linchamiento. La horca está sobre una plataforma de listones recién embreados. En cuanto el joven O'Connor haya muerto, la desarmarán y devolverán los listones al terraplén de las obras. El condenado llega rodeado de alguaciles armados. También hay un sacerdote. Jan August Andrén describe la situación diciendo que «se oía un murmullo entre los congregados. Por un instante, pareció que aquel susurro iba dirigido al verdugo. Después, uno comprendía que los que iban a presenciar el espectáculo se sentían aliviados y contentos de no ser ellos los que estaban a punto de ser ahorcados. Pensé que muchos de los que detestaban el duro trabajo diario experimentaban una gratitud angelical ante la idea de, un día más, poder dedicarse a llevar tramos de raíl, quitar grava y poner zapatas».

Jan August Andrén es muy exhaustivo en la descripción del linchamiento. «Se comporta como un reportero que llega el primero a dar cuenta de un crimen», pensó Birgitta Roslin. «Sólo que escribe para sí mismo o tal vez para una posteridad desconocida. De lo contrario, no utilizaría expresiones como "una gratitud angelical".»

La ejecución desemboca en un drama tremendo e inmenso. O'Connor arrastra sus cadenas como sumido en un profundo sopor, pero despierta de pronto, cuando se encuentra al pie del patíbulo y empieza a gritar y a luchar por su vida. El murmullo de los congregados aumenta y Jan August Andrén describe como una «cruel experiencia ver a este hombre tan joven luchar por una vida que sabe no tardará en perder. El reo es conducido entre pataleos hasta la cuerda y sigue aullando sin cesar, hasta que se abre la trampilla y se le quiebra el cuello». Entonces cesa todo sonido, también los murmullos, y según escribe Jan August Andrén, «se hace un silencio tal que cualquiera diría que todos los presentes se han quedado mudos, como si fuesen ellos los ahorcados».

Se expresa muy bien, se dice Birgitta. Un hombre al que le gusta escribir y que lo hace con sensibilidad.

Desmontan el patíbulo y se llevan el cuerpo por un lado y los listones por otro. Estalla una pelea entre varios chinos que quieren quedarse con la cuerda de la que han colgado a O'Connor. Andrén anota que «los chinos no son como nosotros, son sucios, se mantienen apartados del resto, lanzan extrañas maldiciones y practican artes mágicas que no se dan entre nosotros. Seguro que pondrán a cocer la cuerda del ahorcado para preparar alguna medicina con el agua».

«Es la primera vez que se retrata», observó Birgitta Roslin. «Se trata de una opinión absolutamente personal, que sale de su pluma: "Los chinos no son como nosotros, son sucios".»

De pronto, sonó el teléfono. Era Vivi Sundberg.

– ¿Te he despertado?

– No.

– ¿Podrías bajar? Estoy en la recepción.

– ¿Qué pasa?

– Baja y te lo cuento.

Vivi Sundberg la aguardaba junto a la chimenea.

– Sentémonos -propuso al tiempo que señalaba un pequeño tresillo que había en un rincón.

– ¿Cómo sabías que me alojaba aquí?

– Lo averigüé.

Birgitta Roslin empezó a maliciarse algo. Vivi Sundberg se mostraba reservada, un tanto fría, pero fue derecha al grano.

– No estamos totalmente sordos o ciegos -comenzó-. Aunque seamos policías de pueblo. Estoy segura de que me comprendes.

– No.

– Pues echamos de menos el contenido de un cajón del escritorio que hay en la casa donde fui tan amable de dejarte un rato a solas. Te pedí que no tocaras nada, pero lo hiciste. Supongo que irías allí durante la noche. En el cajón que limpiaste había diarios y cartas. Esperaré aquí mientras vas a buscarlos. ¿Eran cinco o seis diarios? ¿Cuántos fajos de cartas? En fin, tráelos todos. Y tendré la amabilidad de olvidar el incidente. Además, puedes darme las gracias por haberme tomado la molestia de venir aquí.

Birgitta Roslin notó cómo se sonrojaba. La habían sorprendido in fraganti, con las manos en la masa. No había nada que hacer. La jueza había sido sentenciada.

Se levantó y fue a su habitación. Por un instante, sintió la tentación de quedarse con el diario que estaba leyendo, pero no tenía ni idea de cuánto sabía Vivi Sundberg, y que hubiese dado a entender que no conocía el número exacto de diarios no tenía por qué significar nada. También podía pretender poner a prueba su honradez. Birgitta Roslin bajó a recepción con todos los documentos que se había llevado. Vivi Sundberg tenía una bolsa de papel en la que lo guardó todo.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Tenía curiosidad. Lo siento.

– ¿Hay algo que no me hayas contado?

– No existe ningún móvil oculto.

Vivi Sundberg la observó con interés. Birgitta Roslin notó que volvía a ruborizarse. La policía se levantó. Pese a ser una mujer corpulenta y con algo de sobrepeso, se movía con agilidad.

– Deja que nosotros nos encarguemos de esto -le sugirió-. No tomaré medidas respecto de tu intromisión nocturna en la casa. Lo olvidaremos. Tú te irás a casa y yo seguiré con mi trabajo.

– Lo siento.

– Ya te has disculpado antes.

Vivi Sundberg desapareció por la puerta en dirección al coche de policía que la aguardaba. Birgitta Roslin lo vio partir entre una nube de polvo de nieve. Subió a su habitación, se puso el chaquetón y se fue a dar un paseo por el lago congelado. El viento soplaba frío y racheado y se protegió la barbilla en el cuello del chaquetón. Un juez no salía por la noche a robar diarios y cartas de una casa en la que acababan de masacrar a dos ancianos, pensó. Caminaba preguntándose si Vivi Sundberg les referiría el asunto a sus colegas o si optaría por mantenerlo en secreto.


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