– No quiero que lloréis la muerte de un suicida -gritó con su voz siempre chillona-. Lo que debéis lamentar es que, ahora, vosotros tendréis que cavar la porción de roca que le habría correspondido a él.
Cuando, por la noche, regresaban de la montaña, el cuerpo ya no les respondía.
Pocos días más tarde empezaron a volar la pared de roca con nitroglicerina. Habían pasado los peores fríos. En su grupo había dos hombres, Jian y Bing, que ya habían utilizado antes aquella enigmática y peligrosa sustancia. Con ayuda de unos aparejos de cuerdas, los elevaban en cestas para que fuesen introduciendo con mucho cuidado la nitroglicerina en las grietas. Después le prendían fuego, bajaban rápidamente las cestas y todos se alejaban de allí corriendo para protegerse. En varias ocasiones, Jian y Bing estuvieron a punto de no retirarse a tiempo. Una mañana, una de las cestas se atascó mientras descendía. Bing saltó y se lesionó un pie al caer sobre el duro suelo. Al día siguiente volvió a subir en la cesta.
Corría el rumor de que a Jian y a Bing les pagaban más. No porque alguien les diese dinero, y menos J.A.; pero el tiempo que debían trabajar para poder pagarse los pasajes se reducía. Sin embargo, ninguno de los demás estaba dispuesto a cambiarse por uno de ellos en las cestas.
Una mañana a mediados de mayo ocurrió lo que todos temían. No se produjo ninguna explosión después de que Jian preparase la carga. Por lo general, esperaban una hora, por si la explosión se producía con retraso. Transcurrido ese tiempo, adaptaban una nueva mecha a la carga y volvían a intentarlo. Sin embargo, aquel día, J.A. se presentó a caballo y declaró que no tenía la menor intención de esperar. Les ordenó a Bing y a Jian que se metiesen inmediatamente en las cestas para que los elevaran y volviesen a encender la carga explosiva. Jian intentó explicarle que debían esperar un poco más. J.A. no lo escuchó, sino que desmontó del caballo y golpeó en el rostro a Jian y a Bing. San oyó cómo les crujieron las mandíbulas y la nariz. Después, el propio J.A. los metió en las cestas y le gritó a Xu que empezase a subirlos, a menos que quisieran verse obligados a morir todos en la nieve. En un momento dado, a J.A. le pareció que ascendían demasiado lento y lanzó un disparo al aire.
Nadie sabía qué había pasado; pero la nitroglicerina explosionó y las dos cestas, con los dos hombres, saltaron en pedazos hasta quedar irreconocibles. Después de la explosión ningún miembro de sus cuerpos pudo recuperarse entero. En cualquier caso, J.A. ordenó que trajesen nuevas cestas y cuerdas. San fue uno de los elegidos. Xu le había enseñado a manejar la nitroglicerina, pero jamás había preparado una carga.
Temblando de miedo, lo elevaron por la pared de la montaña. Estaba convencido de que iba a morir, pero cuando la cesta volvió a tocar el suelo, consiguió ponerse a salvo corriendo y la explosión se produjo con normalidad.
Aquella noche, San le reveló su plan a Guo Si. Fuese lo que fuese lo que los aguardaba en aquel territorio salvaje, no podía ser peor que lo que ya estaban viviendo entonces. Se marcharían y no se detendrían hasta que hubiesen llegado a China.
Huyeron cuatro semanas más tarde. Por la noche salieron en silencio de la tienda, siguieron el terraplén, robaron dos caballos en unas vías para transporte de raíles y continuaron hacia el oeste. Cuando consideraron que la distancia que los separaba de las montañas de Sierra Nevada era más que suficiente, se permitieron unas horas de reposo junto a una hoguera antes de proseguir con su camino. Llegaron a un arroyo y decidieron cabalgar por él para ocultar sus huellas.
A menudo se detenían a mirar atrás, pero aquello estaba desierto. Nadie los perseguía.
Poco a poco, San empezó a tener fe en que quizá lograsen volver a casa, aunque su fe era frágil: aún no osaba confiar del todo.
14
San soñó que cada uno de los maderos que había en el terraplén, bajo los negros raíles, era una costilla de un ser humano, tal vez incluso una costilla suya. Sentía que las costillas se le hundían y que no lograba llenar de aire los pulmones. Intentó liberarse de aquel peso que machacaba su cuerpo dando patadas al aire, pero no lo consiguió.
De pronto, abrió los ojos. Guo Si se había echado sobre él para mantener el calor. San lo apartó con cuidado y lo tapó con la manta. Se sentó y se frotó los miembros entumecidos antes de echar más leña al fuego, que ardía entre unas piedras que habían recogido.
Acercó las manos a las llamas. Era la tercera noche desde que emprendieron la huida de aquella montaña y seguían temiendo a los capataces Wang y J.A. San no había olvidado las palabras de Wang sobre lo que les sucedía a quienes tenían la osadía de huir. Serían condenados a la montaña por tanto tiempo que jamás lograrían sobrevivir.
Aún no habían detectado a nadie que estuviese persiguiéndolos. San sospechaba que los capataces considerarían a los dos hermanos demasiado necios para servirse de los caballos para huir. De vez en cuando ocurría que los bandidos que merodeaban por allí robaban caballos del campamento; y, con un poco de suerte, a ellos dos seguirían buscándolos en las proximidades de la montaña.
Sin embargo, toparon con un gran problema. Uno de los caballos, el que montaba San, se había caído el día anterior. Se trataba de un pequeño poni indio que parecía tan resistente como el rosillo al que se encaramaba Guo Si. De pronto, el caballo trastabilló y cayó al suelo. Cuando se desplomó, ya estaba muerto. San no sabía nada de caballos y pensó que su corazón habría dejado de latir inesperadamente, igual que podía suceder con el de las personas.
Abandonaron al animal después de haberle cortado un buen trozo de carne del lomo. Con el fin de despistar a sus posibles perseguidores, cambiaron de rumbo y se encaminaron más hacia el sur. A lo largo de un tramo de varios cientos de metros, San fue caminando detrás de Guo Si arrastrando tras de sí unas ramas de árbol para borrar sus huellas.
Acamparon al atardecer, asaron parte de la carne y comieron hasta hartarse. San calculaba que tenían carne suficiente para tres días más.
No sabía dónde se encontraban, ni cuánto les quedaba para llegar al mar y a la ciudad donde tantas embarcaciones habían visto. Mientras fueron a caballo pudieron ir aumentando la distancia que los separaba de la montaña; pero con un caballo que no podría llevarlos a los dos, los tramos que cubriesen serían mucho más cortos.
San se pegaba al cuerpo de Guo Si para mantenerse caliente. Por la noche, se oían ladridos solitarios, quizá de zorros o de perros salvajes.
Lo despertó un latigazo que estuvo a punto de hacerle estallar la cabeza. Cuando abrió los ojos, con el oído izquierdo estallándole de dolor, se encontró con aquel rostro cuya visión no había dejado de temer desde que emprendieron la huida. Aún era de noche, aunque por las lejanas montañas de Sierra Nevada ya se atisbaba la alborada. J.A. se hallaba ante él con el humeante rifle entre las manos. Había disparado junto al oído de San.
J.A. no estaba solo. Con él iban Brown y algunos indios acompañados de sabuesos a los que sujetaban con correas. J.A. le dejó el rifle a Brown y sacó un revólver que apuntó a la cabeza de San. Después desplazó el cañón hacia la oreja derecha de San y volvió a disparar. Cuando se levantó, vio que J.A. estaba gritando, pero él no podía oírlo. Un estruendo terrible llenó su cabeza. J.A. apuntó entonces con el revólver a la cabeza de Guo Si, cuyo rostro reflejaba el pánico más intenso, pero San no podía hacer nada. El capataz dio dos disparos, uno en cada oreja. San vio que su hermano lloraba de dolor.
La huida había terminado. Brown maniató a los hermanos y les puso una soga al cuello. Después comenzaron el regreso al este. San sabía que, a partir de ese momento, él y su hermano se verían obligados a ejecutar las tareas más peligrosas, a menos que Wang decidiera que los colgasen. Nadie mostraría con ellos la menor compasión. Aquellos que, tras intentar la huida, eran atrapados, pasaban a pertenecer a lo más bajo de los trabajadores del ferrocarril. Habían perdido el último resto de su valor como personas; para ellos ya no quedaba más salida que trabajar hasta morir.