– No me negará usted -agregó- que en su indiferencia hay mucho de hostil. Mejor dicho, es siempre hostil, hasta cuando finge ponerse de parte de ellos, porque entonces protege el arte mundano o académico, es decir, continúa persiguiendo indirectamente a los artistas verdaderos. Trata de aplastarlos por todos los medios.

– Es una injusticia -dijo mi madre.

– ¡Bah! Los débiles sucumben, tanto mejor. En mi caso, por ejemplo, como no me sentía con fuerzas para la lucha, preferí renunciar a la pintura.

– El señor Heredia se puso de parte de la sociedad -dijo Núñez con sorna.

Mi padre contestó sonriendo:

– No se imagina hasta qué punto. Soy fiscal del crimen.

Llevaron el café a la sala.

Mi madre y Julio, cerca de la chimenea encendida, jugaban a la crapette. Isabel, mi padre y yo rodeábamos a Núñez, que hacía parodias en el piano. Inclinado, desmayado sobre las teclas, tocaba un vals de Chopin a la manera de Risler: el vals parecía una canción de cuna; Risler empezaba a despertar, hacía contorsiones, alzaba los brazos a una altura extraordinaria, se convertía en Rubinstein, y el vals entraba en un paroxismo de agitación; después seguíamos escuchando nítidamente el tema del vals, pero coincidiendo con una canción rusa que se había introducido en el acompañamiento; más tarde, el vals se transformaba en el estudio de las notas negras, tocado a una velocidad prodigiosa: Claudio Núñez hacía correr por las teclas una naranja que había sacado del bolsillo.

De cuando en cuando, oíamos el leve ruido de las barajas y los stops ahogados de los jugadores.

Núñez me obligó a sentarme al piano.

– Ustedes -dijo Isabel, dirigiéndose a Julio y a mi madre- procuren guardar silencio.

Julio se puso de pie, e Isabel, como lo instara inútilmente a quedarse, aludió a esas personas inconcebibles que no podían soportar la música. Eran dignas de lástima.

– No me compadezcas -le dijo Julio desde la puerta-. He notado que los melómanos sufren mucho. Se pasan la vida saturándose de impresiones que sólo pueden definir por el vago placer que les producen, y están siempre al borde de la tristeza, oscilando entre el éxtasis y el hastío. Esto no lo digo por usted, señor Nuñez: la música es su profesión.

– Sin embargo, no te haría mal escuchar un poco de música.

Yo giré en el taburete del piano, con petulancia. Dije:

– Voy a tocar la Sonata de Liszt.

Pero ya Julio se había marchado de la sala, e Isabel lanzó una exclamación sorprendente:

– ¡No! ¡Es demasiado larga!

Claudio Núñez, dos días después, habló de mi padre con benevolencia:

– Tiene algunas lecturas -dijo- y pasiones muy vivas, bajo su apariencia de grand désabusé. Y la señora de Urdániz, con ese contraste entre los ojos negros y el cabello blanco… Una mujer superior, absolutamente superior. ¡Tan civilizada! Junto a ella, todos parecemos bárbaros. Yo, al menos, descubro con angustia que soy, en estos momentos, un inmigrante en mi propio país. Tu hermano Julio me interesa mucho. No es aficionado a la música… Sin embargo, prefiero que sea un hombre de ciencia y no un artista. En él me gusta que no le guste la música. Eso equilibra la atmósfera de tu casa. Uno se entiende muy bien con las personas de tu familia.

Recordaría estas palabras de Núñez al oír la reflexión opuesta. Cecilia Guzmán me dijo:

– ¡Qué familia la tuya, Delfín! No hay manera de entenderlos.


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