Capitulo X
Un mes después del Retorno, la primera gaviota de la Bandada cruzó la línea y pidió que se le enseñara a volar. Al preguntar, Terrence Lowell Gaviota se convirtió en un pájaro condenado, marcado como Exiliado y como el octavo alumno de Juan.
La noche siguiente vino de la Bandada Esteban Lorenzo Gaviota, vacilante por la arena, arrastrando su ala izquierda hasta desplomarse a los pies de Juan.
– Ayúdame -dijo apenas, hablando como los que van a morir-. Más que nada en el mundo, quiero volar…
– Ven entonces -dijo Juan-. Subamos, dejemos atras la tierra y empecemos.
– No me entiendes. Mi ala. No puedo mover mi ala.
– Esteban Gaviota, tienes la libertad de ser tú mismo, tu verdadero ser, aquí y ahora, y no hay nada que te lo pueda impedir. Es la Ley de la Gran Gaviota, la Ley que Es.
– ¿Estás diciendo que puedo volar?
– Digo que eres libre.
Y sin más, Esteban Lorenzo Gaviota extendió sus alas, sin el menor esfuerzo, y se alzó hacia la oscura noche. Su grito, al tope de sus fuerzas y desde doscientos metros de altura, sacó a la Bandada de su sueño:
– ¡Puedo volar! ¡Escuchen! ¡PUEDO VOLAR!
Al amanecer había cerca de mil pájaros en torno al círculo de alumnos, mirando con curiosidad a Esteban. No les importaba si eran o no vistos, y escuchaban, tratando de comprender a Juan Gaviota.
Habló de cosas muy sencillas: que está bien que una gaviota vuele; que la libertad es la misma escencia de su ser; que todo aquello que le impida esa libertad debe ser eliminado, fuera ritual o superstición o limitación en cualquier forma.
– Eliminado -dijo una voz en la multitud-, ¿aunque sea Ley de la Bandada?
– La única Ley verdadera es aquella que conduce a la libertad -dijo Juan-. No hay otra.
– ¿Cómo quieres que volemos como vuelas tú? -intervino otra voz-. Tú eres especial y dotado y divino, superior a cualquier pájaro.
– ¡Mirad a Pedro, a Terrence, a Carlos Rolando, a Maria Antonio! ¿Son también ellos especiales y dotados y divinos? No más que vosotros, no más que yo. La única diferencia, realmente la única, es que ellos han empezado a comprender lo que de verdad son y han empezado a ponerlo en práctica.
Sus alumnos, salvo Pedro, se revolvían intranquilos. No se habían dado cuenta de que era eso lo que habían estado haciendo.
Día a día aumentaba la muchedumbre que venía a preguntar, a idolatrar, a despreciar.
– Dicen en la Bandada que si no eres el Hijo de la misma Gran Gaviota -le contó Pedro a Juan, una mañana después de las prácticas de Velocidad Avanzada-, entonces lo que ocurre contigo es que estás mil años por delante de tu tiempo.
Juan suspiró. Este es el precio de ser mal comprendido, pensó. Te llaman diablo o te llaman dios.
– ¿Qué piensas tú, Pedro? ¿Nos hemos anticipado a nuestro tiempo?
Un largo silencio.
– Bueno, esta manera de volar siempre ha estado al alcance de quien quisiera aprender a descubrirla; y esto nada tiene que ver con el tiempo. A lo mejor nos hemos anticipado a la moda; a la manera de volar de la mayoría de las gaviotas.
– Eso ya es algo -dijo Juan, girando para planear invertidamente por un rato-. Eso es algo mejor que aquello de anticiparnos a nuestro tiempo.
Ocurrió justo una semana más tarde. Pedro se hallaba explicando los principios del vuelo a alta velocidad a una clase de nuevos alumnos. Acababa de salir de su picado desde cuatro mil metros -una verdadera estela gris disparada a pocos centímetros de la playa-, cuando un pajarito en su primer vuelo planeó justamente en su camino, llamando a su madre. En una décima de segundo, y para evitar al joven, Pedro Pablo Gaviota giró violentamente a la izquierda, y a mas de trescientos kilómetros por hora fue a estrellarse contra una roca de sólido granito.
Fue para él como si la roca hubiese sido una dura y gigantesca puerta hacia otros mundos. Una avalancha de miedo y de espanto y de tinieblas se le echó encima junto con el golpe, y luego se sintió flotar en un cielo extraño, extraño, olvidando, recordando, olvidando; temeroso y triste y arrepentido; terriblemente arrepentido.
La voz le llegó como en aquel primer día en que había conocido a Juan Salvador Gaviota.
– El problema, Pedro, consiste en que debemos intentar la superación de nuestras limitaciones en orden, y con paciencia. No intentamos cruzar a través de rocas hasta algo más tarde en el programa.
– ¡Juan!
– También conocido como el Hijo de la Gran Gaviota -dijo su instructor, secamente.
– ¿Qué haces aquí? ¡Esa roca! ¿No he… no me había… muerto?
– Bueno, Pedro, ya está bien. Piensa. Si me estás viendo ahora, es obvio que no has muerto, ¿verdad? Lo que sí lograste hacer fue cambiar tu nivel de conciencia de manera algo brusca. Ahora te toca escoger. Puedes quedarte aquí y aprender en este nivel -que para que te enteres, es bastante más alto que el que dejaste-, o puedes volver y seguir trabajando con la Bandada. Los Mayores estaban deseando que ocurriera algún desastre y se han sorprendido de lo bien que les has complacido.
– ¡Por supuesto que quiero volver a la Bandada. Estoy apenas empezando con el nuevo grupo!
– Muy bien, Pedro. ¿Te acuerdas de lo que decíamos acerca de que el cuerpo de uno no es más que el pensamiento puro…?
Capitulo XI
Pedro sacudió la cabeza, extendió sus alas, abrió sus ojos, y se halló al pie de la roca y en el centro de toda la Bandada allí reunida. De la multitud surgió un gran clamor de graznidos y chillidos cuando empezó a moverse.
– ¡Vive! ¡El que había muerto, vive!
– ¡Le tocó con un extremo del ala! ¡Lo resucitó! ¡El Hijo de la Gran Gaviota!
– ¡No! ¡El lo niega! ¡Es un diablo! ¡DIABLO! ¡Ha venido a aniquilar a la Bandada!
Había cuatro mil gaviotas en la multitud, asustadas por lo que había sucedido, y el grito de ¡DIABLO! cruzó entre ellas como viento en una tempestad oceánica. Brillantes los ojos, aguzados los picos, avanzaron para destruir.
– Pedro, ¿te parecer mejor si nos marchásemos? -preguntó Juan.
– Bueno, yo no pondría inconvenientes si…
Al instante se hallaron a un kilómetro de distancia, y los relampagueantes picos de la turba se cerraron en el vacío.
– ¿Por qué será -se preguntó Juan perplejo- que no hay nada más difícil en el mundo que convencer a un pájaro de que es libre, y de que lo puede probar por sí mismo si sólo se pasara un rato practicando? ¿Por qué será tan dificil?
Pedro aún parpadeaba por el cambio de escenario.
– ¿Qué hiciste ahora? ¿Cómo llegamos hasta aquí?
– Dijiste que querías alejarte de la turba, ¿no?
– ¡Si! pero, ¿cómo has…?
– Como todo, Pedro. Práctica.
A la mañana siguiente, la Bandada había olvidado su demencia, pero no Pedro.
– Juan, ¿te acuerdas de lo que dijiste hace mucho tiempo acerca de amar lo suficiente a la Bandada como para volver a ella y ayudarla a aprender?
– Claro.
– No comprendo cómo te las arreglas para amar a una turba de pájaros que acaba de intentar matarte.
– Vamos, Pedro, ¡no es eso lo que tú amas! Por cierto que no se debe amar el odio y el mal. Tienes que practicar y llegar a ver a la verdadera gaviota, ver el bien que hay en cada una, y ayudarlas a que lo vean en sí mismas. Eso es lo que quiero decir por amar. Es divertido, cuando le aprendes el truco.
– Recuerdo, por ejemplo, a cierto orgulloso pájaro, un tal Pedro Pablo Gaviota. Exilado reciente, listo para luchar hasta la muerte contra la Bandada, empezaba ya a construirse su propio y amargo infierno en los Lejanos Acantilados. Sin embargo, aquí lo tenemos ahora, construyendo su propio cielo, y guiando a toda la Bandada en la misma dirección.
Pedro se volvió hacia su instructor, y por un momento surgió miedo en sus ojos.
– ¿Yo guiando? ¿Qué quieres decir: yo guiando? Tú eres el instructor aqui. ¡Tú no puedes marcharte!