John Galsworthy

Esperanzas juveniles

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Título original: Maid in wainting

CAPITULO PRIMERO

El obispo de Porthminster estaba en la agonía; se mandó llamar a cuatro sobrinos, dos sobrinas y al marido de una de ellas. Se temía que no llegara al amanecer.

El hombre que a mediados del pasado siglo había sido «Cuffs» [1] Cherrell (porque así es como se pronunciaba el nombre Charwell) para sus condiscípulos de Harrow y Cambridge, el reverendo Cuthbert Cherrell en las dos parroquias que regentara en Londres, el canónigo Cherrell en los tiempos de su celebridad como predicador, y Cuthbert Porthminster durante los últimos dieciocho años, no se había casado. Había vivido ochenta y dos años y durante cincuenta y cinco, pues fue ordenado más bien tarde, había representado a Dios en algunas regiones de la tierra. Este hecho, unido a la disciplina impuesta a sus instintos naturales desde los veintiséis años de edad, había conferido a su rostro una expresión de reprimida dignidad que, sí aproximarse la muerte, permanecía inalterada. El obispo aguardaba la muerte con un sentido casi humorístico, a juzgar por la curva de sus cejas y por el tono con que dijo a su enfermera, a pesar de estar extremadamente débil

– Mañana podrá usted dormir tranquila, enfermera. Seré Puntual. No tendré qué ponerme los ornamentos sacerdotales. Entre todos los obispos, él era quien llevaba los ornamentos con mayor dignidad; era el más distinguido en el rostro y en el porte; y en aquel momento, conservando hasta el final el aire de elegancia refinada que le valiera el apodo de (Cuffs), yacía inmóvil con los grises cabellos bien cepillados y el rostro como de marfil. Hacía tanto tiempo que era obispo, que ya nadie sabía lo que pensaba de la muerte o de cualquier otra cosa; – tan sólo se conocían sus opiniones sobre el ritual, a cuyos cambios eventuales se habla opuesto siempre con denuedo. El ceremonial de la vida había formado una especie de incrustación sobre la reticencia natural de quien jamás había tenido la costumbre de expresar sus propios sentimientos, al igual que el tejido de un ornamento queda oculto por los bordados y las piedras preciosas.

El obispo yacía en una habitación de ventanales góticos, una habitación de asceta en una casa del siglo XVII, arrimada a la catedral, cuyo olor de antigüedad quedaba imperfectamente suavizado por el aire de septiembre que en ella se introducía. La única nota de color la ofrecían unos cuantos jacintos colocados en un jarrón situado sobre el antepecho de la ventana. La enfermera se había dado cuenta de que los ojos del enfermo raramente los abandonaban, salvo para cerrarse de vez en cuando. A las seis, aproximadamente, le informaron que había llegado toda la familia de su hermano mayor, muerto hacía muchos años.

– ¡Ah! Procure que estén cómodos. Me gustaría ver a Adrián.

Cuando una hora más tarde volvió a abrir los ojos, éstos se posaron sobre su sobrino Adrián, que se hallaba sentado al pie del lecho. Durante algunos momentos contempló con una especie de desmayado estupor la cara llena de arrugas y la cabeza cubierta de cabellos canosos, como si encontrara a su sobrino más viejo de lo que esperaba. Luego, levantando las cejas, y con el mismo tono de velado humorismo en la voz débil, dijo

– ¡Mi querido Adrián! ¡Qué bueno has sido! ¿Quieres acercarte unpoco más? No tengo muchas fuerzas, pero las pocas que me quedan quisiera usarlas en beneficio tuyo, aunque quizá tú pienses lo contrario. De hablar, debo hacerlo con toda franqueza. No eres un eclesiástico y, por consiguiente, lo que he de decir lo diré como el hombre de mundo que fui en otro tiempo y que quizá siempre he sido. He oído decir que estás enamorado de una señora que no está en condiciones de poder casarse contigo. ¿Es verdad eso?

El rostro de su sobrino, bueno y arrugado, expresaba dulcemente su pesar.

– Sí, tío Cuthbert, es verdad. Siento mucho que esto le disguste.

– ¿Es mutuo ese afecto?

Su sobrino se encogió de hombros.

– Mi querido Adrián, los juicios del mundo han cambiado desde los tiempos de mi juventud, pero todavía persiste una aureola alrededor del matrimonio. No obstante, éste es un asunto que atañe a tu conciencia. Yo quería hablarte de otra cosa. Dame un poco de agua.

Bebió del vaso que su sobrino le acercó a los labios y, más débilmente aún, continuó

– Después de la muerte de tu padre, he estado para todos vosotros in loco Parentis, y supongo que he sido el principal depositario de las muchas tradiciones inherentes a nuestro nombre. Quería decirte que la historia de nuestro nombre es muy larga y muy honorable. Cierto sentido del deber es todo cuanto ahora se deja en herencia a las familias antiguas; lo que algunas veces es excusable en un joven, no lo es en un hombre maduro y de posición importante, como es tu caso. Sentiría abandonar esta vida sabiendo que nuestro nombre puede resultar motivo de escándalo o bien objeto de mofa. Perdona esta intromisión en tus asuntos privados y, ahora, déjame que os diga adiós a todos. Si quieres llevarles a los demás mi bendición, aun cuando me temo que valga muy poco, me será menos fatigoso. ¡Adiós, mi querido Adrián, adiós!

La voz volvióse un murmullo. El enfermo cerró los ojos y Adrián, alto y un poco encorvado, permaneció un momento de pie mirando aquel rostro céreo y como esculpido. Después ganó silenciosamente la puerta, la abrió despacio y salió con el semblante entristecido.

La enfermera entró de nuevo. Los labios del obispo se movían y, de vez en cuando, su entrecejo se contraía dolorosamente. Pero habló tan sólo en una ocasión.

– Me agradaría que se cuidase usted por última vez dé ver si mi cuello está arrugado y si tengo los dientes en su sitio. Perdone estos detalles, pero no quisiera ofender a la vista…

Adrián bajó a la habitación revestida de madera donde la familia le aguardaba.

– Está agonizando. Os envía su bendición.

Sir Conway se aclaró la garganta. Hilary apretó el brazo de Adrián. Lionel se dirigió hacia la ventana. Emily Mont sacó un minúsculo pañuelo y con la otra mano cogió la de sir Lawrence. Solamente Wilmet preguntó

– ¿Qué aspecto tiene, Adrián?

– r Parece el espectro de un guerrero tendido encima de su escudo.

Sir Conway volvió a carraspear.

– ¡Gran viejo! – exclamó sir Lawrence, en voz queda.

– ¡Ah! – dijo Adrián.

Permanecían silenciosos, sentados o en pie, en el inevitable desconsuelo de una casa visitada por la muerte. Fue servido el té, pero, como por un tácito convenio, nadie lo tomó. Y, repentinamente, la campana dobló a muerto. Las siete personas que se hallaban reunidas en la habitación levantaron la vista. Sus miradas se encontraron y se cruzaron, como para fijarse en algo que estaba y a la vez no estaba presente.

Desde el umbral, una voz dijo: – Sidesean ustedes verle…

Sir Conway, el más anciano, siguió al vicario del obispo. Los otros se fueron tras él.

En su estrecha cama situada en el centro de la pared, frente a los ventanales góticos, el obispo yacía blanco, rígido y mostrando la dignidad propia de la muerte. Hacía más honor a su dignidad eclesiástica de lo que quizá había hecho en vida. Ninguno de los presentes, ni siquiera su vicario, sabía si Cuthbert Porthminster había tenido realmente fe en otra cosa que en la dignidad temporal de la iglesia, tan fielmente servida. En aquel momento le consideraban con las diferentes sensaciones que la muerte produce en los diversos temperamentos y con un solo sentimiento común: el placer estético causado por la visión de una memorable dignidad.


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