– ¿No crees que quieren que las cosas sucedan demasiado a su manera?
– Nosotros también lo' deseamos, querida. Pero no se trata de esto. Lo que nos separa es la educación, la educación y el lenguaje.
– ¿De qué modo?
– Indudablemente, poseer un idioma que un día fue idéntico es una trampa. Tenemos que esperar que el habla americana se desarrolle en forma tal que se llegue a la necesidad del estudio recíproco.
Pero siempre se está hablando del lazo del idioma común.
– ¿Por qué esa curiosidad hacia los americanos?
– El lunes tendré que encontrarme con el profesor Hallorsen.
– ¿El héroe de Bolivia? Quiero darte un consejo, Dinny. Dale siempre la razón y, como un pajarito, acabará comiendo en tu mano. Hazle reconocer que el error fue suyo y no lograrás nada.
– No. Tengo intención de conservar la calma.
– Sé prudente y no precipites las cosas. Si has terminado de comer será preciso que nos vayamos, querida: faltan cinco minutos para las ocho.
La acompañó hasta el vagón, le compró una revista y, mientras el tren se ponía en marcha, le dijo
– ¡Lánzale tu mirada boticeliana, Dinny! ¡Lánzale tu mirada boticeliana!
CAPITULO VII
El lunes por la noche Adrián meditaba acerca de Chelsea, mientras se iba acercando a los edificios de aquel barrio. Recordaba que, aun en las postrimerías del período victoriano, la vida de sus habitantes era más bien troglodítica. Había personas evidentemente dispuestas a doblar la cabeza y, acá y acullá, algún personaje eminente o del todo histórico. Mujeres de faenas, artistas que esperaban poder pagar el alquiler, escritores que vivían con pocos chelines diarios, señoras dispuestas a desnudarse por un chelín la hora, parejas que estaban madurando para el Tribunal de Divorcio, gente que gustaba de beber en compañía de los adoradores de Turner, Carlyle, Rossetti y Whisteler; algunos publicanos, bastantes pecadores y un reducido número de personas que comían cordero cuatro veces por semana. La respetabilidad habíase ido acumulando gradualmente a lo largo de la ribera del río, donde ahora se estaban construyendo sólidos edificios, e inundaba la incorregible King's Road, emergiendo en las tiendas de arte y de modas.
La casa de Diana se hallaba en Oakley Street. La recordaba como una casa sin ningún carácter que la distinguiese de las demás cuando vivía en ella una familia de «comedores de cordero»; pero durante los seis años de residencia de Diana se había convertido en uno de los nidos más seductores de Londres. Las hermosas hermanas Montjoy estaban esparcidas entre la alta sociedad, y él las había conocido a todas; pero Diana era la más joven, la más graciosa, la más espiritual y la de mejor gusto. Era una de esas mujeres que, con muy poco dinero y sin poner jamás en juego su virtud, logran rodearse de elegancia, hasta el punto de despertar la envidia de los demás.
Desde los dos niños al perro collie (casi el único que quedaba en Londres), desde el clavicordio al lecho de columnitas, desde las cristalerías de Bristol al tapizado de los sillones y a las alfombras, todo parecía irradiar buen gusto y ser motivo de bienestar para su poseedor. Ella también producía una sensación de bienestar, con su figura todavía perfecta, sus ojos negros, límpidos y llenos de vida, su rostro, ovalado de cutis marfileño y su acento ligeramente cantarín. Todas las hermanas Montjoy tenían aquel acento ligeramente cantarín – heredado de la madre, de origen escocés -, y en el curso de treinta años, este acento había tenido su influencia sobre el de la sociedad inglesa.
Cuando Adrián se preguntaba por qué razón Diana, con sus rentas extremadamente reducidas, tenía tanto éxito en sociedad, solía recurrir a la imagen del camello. Las dos jorobas del animal representaban a las dos secciones de la Sociedad (con S mayúscula) reunidas por un puente que, generalmente, no se volvía a cruzar después de haberlo hecho por primera vez. Los Montjoy, antigua familia de propietarios en Dumfriesshire, unidos en el pasado con innumerables familias de la nobleza, tenían un lugar hereditario encima de la joroba anterior. Pero era un sitio algo incómodo, porque, debido a la cabeza del camello, se gozaba de una vista muy limitada.
A Diana la invitaban a menudo en aquellas grandes moradas donde las principales ocupaciones consistían en la caza con perros y escopetas, en el patrocinio de los hospitales, en las funciones de la Corte y en las fiestas de presentación de las jóvenes que debutaban en Sociedad. Pero, como él bien sabía, no solía ir a menudo. Prefería quedarse sentada sobre la joroba posterior, mirando el amplio y estimulante panorama que se extendía más allá de la cola del camello.
– ¡Qué extraña colección de personas había encima de aquella joroba posterior! Muchos, como Diana, llegaban desde la primera joroba, cruzando el puente; algunos subían por la cola y otros le caían encima, llovidos del cielo, o -como la gente a veces suele decir – de América.
Adrián sabía que para ocupar un puesto sobre aquella joroba era necesaria cierta agilidad en diversos campos, una memoria excelente para poder relatar desenfadadamente cosas leídas y oídas, o bien una capacidad mental natural. De no poseer alguna de estas cualidades, se podía comparecer una primera vez sobre aquella joroba, pero jamás la segunda. Naturalmente, era necesario tener una gran personalidad, pero no debía de ser una personalidad de esas que ocultan su brillantez. La preeminencia en alguna rama de las actividades humanas era cosa deseable, pero sin ser condición sine qua non. Se acogía bien a la sangre azul, siempre que no estuviese acompañada de altanería. El dinero resutaba una buena recomendación, pero su sola posesión no le proporcionaba sitio a uno. La belleza era un pasaporte, si a ella se unía cierta vivacidad: Adrián támbién se había dado cuenta de que el conocer las cosas de arte tenía más valor que el poderlas producir, y que se aceptaban las posiciones burocráticas si no eran demasiado silenciosas' ni excesivamente áridas. Había gente que parecía haber llegado hasta allí mediante una aptitud especial para los manejos «entre bastidores» y para tener las manos metidas en la masa. Pero lo más importante era saber conversar.
Desde aquella joroba posterior se tiraba de innumerables hilos, pero Adrián no estaba seguro de que sirvieran para guiar la marcha del camello, a pesar de lo que pudiesen creer las personas que tiraban de ellos. Sabía que entre ese grupo heterogéneo, cuya razón de vivir eran los constantes banquetes, Diana tenía un puesto seguro. Sabía también que hubiese podido alimentarse sin gastos desde una Navidad a otra y que no hubiera tenido necesidad de pasar ni un fin de semana en Oakley Street. Y le estaba tanto más agradecido por cuanto sabía que ella sacrificaba continuamente todas estas cosas para quedarse con los niños y con él.
La guerra estalló a raíz de su matrimonio con Ronald Perse, y los niños, Sheila y Ronald, nacieron después del regreso de su marido. Por aquel entonces tenían siete y seis años, respectivamente. Adrián nunca dejaba de decirle que eran «unos verdaderos pequeños Montjoy». Desde luego, habían heredado la belleza y la vivacidad de su madre. Pero sólo él sabía que la sombra que velaba su rostro en los momentos de reposo era debida más al temor de que hubiese podido no tenerlos que a cualquier otra cosa inherente a su situación. Y también sólo él sabía que el esfuerzo que representó el tener que vivir con un desequilibrado como Ferse, destruyó en ella todo impulso sexual, de manera tal que, durante aquellos cuatro años de efectiva viudez, no había experimentado ningún deseo de amor. Pensaba que sentía verdadero cariño por él, pero, no ignoraba que hasta aquel momento la pasión faltó del modo más absoluto.
Llegó media hora antes de la cena y subió en seguida al cuarto de los niños, situado en el último piso. La niñera francesa les estaba dando leche y galletas antes de que se fueran a acostar. Cuando Adrián entró, le recibieron con aclamaciones, pidiéndole á voz en grito que continuara contándoles la historia interrumpida la última vez. La niñera,.que sabía lo que sucedería, se retiró. Adrián tomó asiento frente a lo dos pequeños rostros sonrientes y comenzó en el punto en que había quedado.