El Par dio un pequeño tirón a su gorro, que tenía unas puntas especiales delante y detrás.

– Bueno, bueno – dijo -. ¡Ejem!…

– Eso suena como si yo le molestara a usted. ¿Desea que me marche?

– ¡No, no! Quédese. Hoy no he podido tocar ni una pluma. Me traerá usted suerte.

Dinny se sentó en una silla plegable al lado del perro y comenzó a juguetear con las orejas del animal.

– El americano me ha ganado por la mano tres veces seguidas.

– ¡Qué mal gusto!

– Dispara contra los pájaros más imposibles, pero, Dios le confunda, siempre los acierta. Todos los pájaros que yo fallo, él los alcanza en el horizonte. Tiene el estilo de un cazador furtivo. Deja que pasen todos y luego los coge de derecha a izquierda, a una distancia de setenta yardas detrás suyo. Dice que cuando los tiene delante no los ve.

– Curioso – dijo Dinny, con un pequeño impulso de justicia.

– Creo que hoy no ha fallado golpe – añadió lord Saxenden, despechado -. Le he preguntado cómo podía tirar con \tan condenada precisión y me ha contestado: «Bueno, estoy acostumbrado a disparar para llenar el puchero y no puedo permitirme el lujo de errar.»

– Comienza la batida, milord -dijo la voz del joven guardabosque.

El perro empezó a jadear ligeramente. Lord Saxenden cogió una escopeta mientras el guardabosque preparaba la otra.

– Una bandada a la izquierda, milord.

Dinny oyó un crujir precipitado y vio una hilera de ocho pájaros que se dirigían hacia el sendero. ¡Bang-bang…! ¡Qué diablo…!

Dinny observó que los ocho pájaros desaparecían detrás del matorral, en el fondo del campo de hierba.

El perro, jadeando horriblemente, emitió un pequeño gruñido ahogado.

– ¡La luz debe engañar de un modo terrible! -dijo Dinny.

– No es la luz – replicó lord Saxenden -, ¡sino el hígado!

– Tres pájaros en línea recta, milord.

¡Bang!… ¡Bang-bang! Un volátil sufrió una sacudida, se contrajo, dio media vuelta sobre sí mismo y cayó al suelo a cuatro metros de la joven. Dinny sintió como si algo le agarrase la garganta. Le parecía increíble que una cosa tan viva tuviese que terminar de aquella manera. Había visto muchas veces matar pájaros, pero jamás había experimentado esa sensación. Los otros dos atravesaron el seto del fondo; los vio desaparecer y dejó escapar un ligero suspiro. El perro, trayendo en la boca al volátil muerto, se acercó al guardabosque y éste se lo cogió. Sentado sobre las patas traseras, siempre con la lengua colgando, el perro continuaba mirando el ave. Dinny vio que su lengua goteaba y cerró los ojos.

Lord Saxenden musitó una palabra que ella no logró entender.

El hombre repitió la palabra en voz aun más baja y, abriendo los ojos, Dinny le vio levantar la escopeta.

– ! Un faisán hembra, milord! -dijo el guardabosque en tono de advertencia.

Un faisán hembra pasó a una altura razonable, como sabiendo que su hora todavía no había llegado.

– ¡Diablos! -exclamó lord Saxenden, apoyando la culata de la escopeta contra su rodilla doblada.

– Una bandada a la derecha. ¡-Demasiado distante, milord! Varios disparos retumbaron y, al otro lado del seto, Dinny vio volar solamente dos pájaros, uno de los cuales perdía las plumas.

– Es un pájaro muerto – dijo el guardabosque, haciéndose pantalla con la mano para observar su vuelo -. ¡Agáchate! – ordenó, y el perro volvió a tenderse, mirándole jadeante.

Otros disparos retumbaron a la izquierda.

– ¡Maldita sea! – gruñó lord Saxenden -. Por aquí no pasa nada.

– ¡Una liebre, milord! – advirtió el guardabosque rápidamente -. A lo largo del matorral.

Lord Saxenden se volvió sobre sus talones y levantó la escopeta.

– ¡Oh, no! ~ dijo Dinny -, pero una detonación ahogó su exclamación. La liebre, herida en la parte trasera, se detuvo de golpe, luego avanzó contrayéndose y emitiendo unos gritos lastimeros.

– ¡Anda a buscarla! -dijo el guardabosque

– ¡Diablos! – masculló lord Saxenden -. ¡Mal herida! A través de sus párpados cerrados, Dinny sentía su mirada glacial. Cuando abrió los ojos, la liebre yacía muerta al lado del ave. Parecía increíblemente blanda. Dinny se levantó de repente con la intención de marcharse, pero se sentó de nuevo. Hasta que no hubiese terminado la batida no podía moverse sin correr el riesgo de ponerse al alcance de las escopetas. Volvió a cerrar los ojos mientras los disparos continuaban.

– Eso es todo, milord.

Lord Saxenden estaba entregándole la escopeta al guardabosque y otros tres volátiles yacían al lado de la liebre.

Algo avergonzada por las nuevas sensaciones que había experimentado, Dinny se levantó, cerró la silla plegable y se encaminó hacia la empalizada. Sin cuidarse de las convenciones, la saltó y aguardó a lord Saxenden al otro lado.

– Siento haber herido a esa liebre – dijo él -. Pero he estado viendo manchas durante todo el día. ¿Usted jamás tiene manchas delante de los ojos?

– No. De vez en cuando veo las estrellas. El grito de una liebre es horrible, ¿verdad?

– Estoy de acuerdo con usted. Jamás me ha gustado.

– Un día que estábamos merendando en el campo, vi detrás nuestro una liebre sentada sobre sus patas, como un perro, y a través de las orejas rosadas y transparentes se percibía la luz del sol. Desde aquella vez siempre me han gustado las liebres.

– No son presa para un cazador aficionado – admitió lord Saxenden -. Personalmente las prefiero asadas que no a la cazadora.

Dinny le echó una mirada. Estaba colorado y tenía un aspecto bastante satisfecho.

«Este es el momento oportuno», pensó.

– Lord Saxenden, ¿jamás les ha dicho usted a los americanos que fueron ellos quienes ganaron la guerra?

El la miró glacialmente.

– ¿Por qué hubiese debido hacerlo? – Pero la ganaron, ¿verdad?

– ¿Es el profesor quién lo dice?

– Nunca se lo he oído decir, pero estoy segura de que lo piensa.

Dinny volvió a ver en su rostro la expresión glacial. – ¿Qué sabe usted de él?

– Mi hermano tomó parte, en su expedición.

– ¿Su hermano? ¡Ah! – Y fue como si hubiese dicho «Esta joven quiere algo de mí».

Repentinamente Dinny sintió que estaba caminando sobre una capa muy delgada de hielo.

– Si ha leído el libro del profesor Hallorsen, espero que leerá también el Diario de mi hermano.

– Jamás leo nada – contestó lord Saxenden -. No tengo tiempo. Pero ahora recuerdo. Su hermano mató a un hombre en Bolivia, ¿verdad? Y perdió los transportes.

Tuvo que disparar para salvarse y fue necesario que hiciese fustigar a dos hombres por sus continuas crueldades con las mulas. Luego, todos ellos, salvo tres, desertaron y ahuyentaron a los animales. Era el único hombre blanco en medio de un grupo de mestizos.

De repente, recordando la advertencia de sir Lawrence «i Lánzale la mirada boticeliana, Dinny!», levantó los ojos hacia los suyos, astutos y fríos.

– ¿Podría leerle unos fragmentos de su Diario? – Bueno, si hay tiempo.

– ¿Cuándo?

¿Esta noche? He de irme mañana, después de la cacería.

– Elija usted el momento – dijo ella, audazmente.

– Antes de cenar va a ser imposible. Tengo que escribir algunas cartas urgentes.

– Puedo quedarme levantada toda la noche, si es necesario – repuso, sorprendiéndose mientras le echaba una mirada escudriñadora.

– Veremos – respondió él, bruscamente.

En ese momento fueron alcanzados por los demás. Logrando evitar la última batida de la cacería, Dinny regresó sola a casa. Su sentido del humor la cosquilleaba, pero se sentía algo perpleja. Con mucha astucia, llegó a la conclusión de que el Diario no produciría el efecto deseado, de no convencerse lord Saxenden de que podría sacar de él alguna ventaja personal; y más claramente que nunca vio lo difícil que resultaba pedir algo sin desprenderse de nada.

Una bandada de palomos silvestres se levantó de unas cuantas gavillas que estaban a su derecha, y cruzó volando en dirección al bosque, a orillas del río. La luz extendíase horizontalmente y los rumores del atardecer flotaban en el aire. El sol, que se ponía, proyectaba sus últimos rayos dorados sobre los rastrojos; las hojas, recién brotadas eran una promesa de color y, a lo lejos, la -línea azul del río brillaba entre los árboles que lo bordeaban. En el aire, el olor húmedo y ligeramente acre del otoño incipiente se mezclaba con el del humo de leña que ya se levantaba de las chimeneas de las casas de campo. ¡Una hora maravillosa, un maravilloso-atardecer! ¿Qué párrafos del Diario podía leer? Su mente titubeaba. Veía el rostro de Saxenden mientras decía: «¿Su hermano? Ah!» Veía detrás de aquella risa su carácter duro, rígido, calculador e insensible. Recordaba las palabras de sir Lawrence. «¿Que si los había, querida? ¡ Hombres de valía inapreciable!»


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