Se estremeció y retiró la cabeza. Tomó asiento en un sillón y, con el Diario sobre las rodillas, echó una mirada a la habitación.

El buen gusto de Fleur la había suavizado. Los colores de la alfombra eran delicados, y la luz dulcemente difuminada por las pantallas caía sobre su traje verdemar y sobre sus manos posadas encima del Diario. El largo día la había fatigado. Se recostó y miró con somnolencia el friso de cupidos de terracota con los que una anterior lady Mont hiciera adornar la habitación. Extrañas criaturitas regordetas, atadas a distancias regulares con cadenas de rosas. A ella se le antojaban condenadas al eterno examen del dorso del compañero que tenían delante. La caza de las rosadas horas, de las rosadas…

Sus párpados se cerraron y la boca se le entreabrió: se había dormido. Y la luz discreta, al acariciar su rostro, sus cabellos y su cuello revelaba su abandono en el sueño, su impúdica delicadeza, semejante a la de las italianas, tan inglesas en apariencia, pintadas por Botticelli; jugueteaba alrededor de los labios, por los que vagaba una sonrisa; y las pestañas, algo más obscuras que los cabellos, palpitaban dulcemente sobre las mejillas, que parecían tener una especie de transparencia; bajo el efecto de los ensueños, su nariz temblaba y se fruncía, como si estuviera burlándose de su propia forma. Parecía que una ligera distorsión sería suficiente para separar del blanco tallo del cuello aquel rostro levantado hacia lo alto.

Irguió la cabeza, sobresaltada. El que había sido «Snubby Bantham» estaba en el centro de la habitación, contemplándola con una mirada azul, dura e inmóvil.

– ¡Lo siento! – dijo -. ¡Lo siento! Estaba usted sumida en un agradable sueñecito.

– Soñaba con las tartas de Navidad – contestó Dinny -. Ha sido usted realmente amable viniendo aquí a estas horas de la noche.

– Son las once. Supongo que no me entretendrá usted mucho rato. ¿Le molesta si enciendo la pipa?

Se sentó en el sofá, frente a ella, y comenzó a llenar la pipa. Mostraba el aire de alguien que tiene prisa y desea reservarse sus opiniones. En ese momento Dinny comprendía mejor que nunca el proceso de los asuntos políticos.

«Naturalmente -pensó -, da su "quo" y no: ve su "quid". ¡Este es el resultado de Jean!» No hubiera confesado si sentía hacia la «leoparda» gratitud o bien una especie de celos por haber distraído de ella el interés de lord Saxenden. A pesar de todo, su corazón latía violentamente; con voz rápida y decidida comenzó a leer. Leyó por entero tres de los trozos escogidos y solamente entonces lo miró. Excepto los labios, su rostro podía parecer de madera policromada. Sus ojos la miraban ora con expresión curiosa, ora con ligera hostilidad, como si estuviese pensando: «Esta joven intenta conmoverme. Es muy tarde.»

Sintiendo aumentar su repugnancia por la tarea que se había impuesto, Dinny continuó apresuradamente. El cuarto trozo lo consideraba el más penoso, y cuando llegó al final la voz le temblaba.

– Esto es algo exagerado – dijo lord Saxenden -. Usted ya sabe que las mulas no tienen sentimientos. Son extraordinariamente brutas.

El temperamento de Dinny se sublevó: no lo volvería a mirar. Continuó leyendo. Durante la lectura de aquel torturado relato, al escuchar el sonido de su propia voz acabó por olvidarse de sí misma. Terminó sin aliento, temblando por el esfuerzo efectuado al dominar la voz. 1ord Saxenden tenía la barbilla apoyada en una mano. Dormía.

Se levantó mirándole como poco antes él la había mirado. Por un momento estuvo a punto de apartarle de un tirón la mano que le sostenía la barbilla, pero su sentido del humor la salvó. Mirándolo de un modo parecido al que Venus mira a Marte en el cuadro de Botticelli, cogió un pedazo de papel del escritorio de Fleur y escribió: «Estoy muy apenada por haberle agotado. Buenas noches.» Con infinitas precauciones, se lo depositó sobre la rodilla. Enrollando el Diario, se dirigió de puntillas hacia la puerta, la abrió y se volvió para mirar lord Saxenden emitía ligeros ruidos que pronto se convertirían en ronquidos. «Uno apela a sus sentimientos y él se duerme -pensó -. Así es exactamente cómo debió ganar la guerra.» Al volversese encontró cara a cara con el profesor Hallorsen.

CAPÍTULO XI

Cuando Dinny vio que la mirada de Hallorsen se fijaba sobre el Par dormido, ahogó un suspiro. ¿Qué pensaría de ella al verla zafarse a medianoche de una salita en donde dormía un hombre? Los ojos de Hallorsen, que ahora miraban los suyos, estaban extremadamente graves. Y temiendo que dijese: «¡Perdone!» y que despertase al durmiente, se llevó un dedo a los labios y murmuró: «¡No despierte al niño!», y se escabulló por el pasillo.

Cuando estuvo en su.habitación rió de buena gana; luego pasó revista a sus sensaciones. Dada la reputación que gozan los aristócratas en los países democráticos, probablemente Hallorsen pensaría lo peor. Pero ella le hacía entera justicia. Cualquiera que fuese lo que pensara de ella, se lo guardaría para sí: -Fuera lo que fuese él mismo, era un buen perrazo. Se lo imaginaba a la mañana siguiente, durante el desayuno, diciéndole ron seriedad: «Señorita Cherrell, me alegro al ver que tiene usted tan buen aspecto.» Y, entristecida por su manera de tratar los asuntos de Hubert, se metió en cama. Durmió mal, se despertó pálida y cansada, y desayunó en su cuarto.

En las reuniones que se celebran en las casas de campo, un día se parece mucho al otro. Los hombres llevan el mismo modelo de corbata multicolor, toman los mismos desayunos, consultan el mismo barómetro, fuman las mismas pipas y matan los mismos pájaros. Los perros agitan las mismas colas, se esconden en los mismos lugares, emiten los mismos gruñidos de animales agonizantes y dan caza a los mismos pichones en 1os mismos prados. Las señoras consumen el mismo desayuno, ponen las mismas sales en la misma bañera, vagan por el mismo jardín; al hablar de los mismos amigos, dicen con el mismo asomo de malignidad. «Les aprecio mucho, naturalmente»; admiran los mismos adornos de rocas con la misma pasión por las portulacas, juegan los mismos partidos de croquet o de tenis con los mismos chillidos, escriben las mismas cartas para contradecir los mismos chismorreos, parangonan las mismas antigüedades, difieren sobre los mismos puntos y concuerdan con la misma diferencia de opiniones. Las doncellas tienen el mismo modo de desaparecer, salvo que eso no lo hacen en los mismos determinados momentos. Y la casa tiene el mismo olor a tabaco, a pot-pourri, a flores, libros y cojines.

Dinny le escribió a su hermano una carta en la que no le hablaba ni de Hallorsen, ni de Saxenden, ni de los Tasburgh; pero se refería con estilo vivaz a su tía Em, a Boswell y Johnson, a tío Adrián y a lady Henrietta. Finalmente le rogaba que viniese a buscarla con el coche. Por la tarde, los Tasburgh vinieron a jugar a tenis, y ella no vio ni a lord Saxenden ni al americano hasta que la cacería terminó. Pero el que había sido «Snubby Bantham» le lanzó una mirada tan larga y tan extraña desde el ángulo en donde estaba tomando su taza de té, que ella comprendió que no la había perdonado. Fingió no darse cuenta, pero interiormente se sintió desfallecer y le pareció que hasta aquel momento no le había causado a Hubert más que perjuicios. «Le diré a Jean que no lo suelte», pensó, y salió para buscar a la «leoparda». Mientras caminaba se encontró con Hallorsen y, decidiendo rápidamente recuperar el terreno perdido, dijo

– De haber llegado usted anoche un poco más temprano, profesor Hallorsen, me hubiese oído leer a lord Saxenden unos trozos del Diario de mi hermano. Quizá le hubiera hecho más bien a usted que a él.

El rostro de Hallorsen se aclaró.

En realidad -dijo -, hasta este momento no he cesado de preguntarme qué soporífero le había suministrado usted a ese pobre lord.


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