Dinny, a pesar de ser la última persona en el mundo que hablaba de las raíces de su vida o que discutía seriamente en público sobre este asunto, alimentaba una fe íntima en los Cherrell, en sus posesiones y en sus obras. Era una fe que nada podía alterar. Cada animal, cada pájaro, cada árbol de Condafiord, incluso las flores que cogía, eran parte de su propio ser, al igual que la gente humilde que vivía en los alrededores, en Casuchas con los tejados cubiertos de paja, la. iglesia del primer período de la arquitectura inglesa adonde solía ir con regularidad, los amaneceres grises de Condaford que pocas veces veía, los claros de luna, las noches en las que resonaban los gritos de los mochuelos, los dorados rayos del sol sobre los rastrojos, los perfumes, los rumores, la misma caricia del aire. Cuando se hallaba lejos de su casa no decía que la añoraba, pero sufría una gran nostalgia, y cuando estaba en ella jamás decía tampoco cuán feliz se sentía. Si los Cherrell hubiesen tenido que abandonar Condaford, ella no hubiera llorado, pero se hubiese sentido como una planta arrancada de la tierra. Su padre sentía hacia Condaford el cariño indiferente de un hombre que ha visto transcurrir en otros lugares el periodo activo de su vida; su madre, la condescendencia de quien ha cumplido siempre con su deber en un lugar que no era precisamente de su más intimo agrado; su hermana, considerándolo como cosa positiva, le concedía la tolerancia de quien hubiese preferido pasar la vida en un lugar más divertido. En cuanto a Hubert…, ¿qué pensaba? Ella no lo sabía.
Regresó a la salita con las manos llenas de dalias y la cabeza calentada por los rayos del sol, que estaba ocultándose ya. Su madre estaba en pie cerca de la mesa de té.
– El tren viene con retraso – dijo -. Quisiera que Clara no corriera demasiado.
– No veo la relación entre ambas cosas, mamá.
Pero la veía claramente. Su madre siempre estaba intranquila cuando su padre llegaba a deshora.
– Mamá, creo que Hubert debería enviar a los periódicos su versión sobre lo sucedido.
– Ya veremos qué dice tu padre. Seguramente habrá hablado con tío Lionel.
– Ya oigo el coche – dijo Dinny.
El general entró poco después con su hija menor. Clara era el miembro más animado de la familia. Tenía los cabellos cortos, sedosos y oscuros, el rostro pálido y expresivo y los labios rosados y brillantes. Los ojos castaños poseían una mirada viva y penetrante y su frente era baja y muy blanca. Su expresión la hacía aparentar más de sus veinte años, puesto que era tranquila, además de atrevida. Tenía una figura noble y andaba con mucha distinción.
– Mamá, este pobrecillo no ha almorzado – dijo.
.- Ha sido un viaje horrible, Liz, Lo único que he tomado después del desayuno ha sido un vaso de whisky con seda y una galleta.
.- Voy a prepararte una yema de huevo batida con azúcar y vino, querido – anunció Dinny, y salió de la habitación.
El general besó a su mujer.
– El viejo tenía un aspecto realmente noble, querida mía, pero, aparte Adrián, todos le vimos después de muerto. Tendré que volver pura los funerales. Supongo que será una gran ceremonia. Gran hombre, el tío Cuffs. Hablé con Lionel a propósito de Hubert; no supo decirme qué deberíamos hacer. Pero yo he pensado en ello.
– ¿De veras, Con?
– Lo esencial es saber si las autoridades darán importancia o no a la interpelación hecha en la Cámara. Podrían invitarle a presentar su dimisión. Esto sería fatal. Resultaría mucho mejor si lo hiciese por iniciativa propia. A primeros de octubre tendrá que pasar la revisión médica. ¿No podríamos manejar las cosas son que él se enterase? El muchacho tiene mucho orgullo. Yo podría hablar con Topsham y tú podrías hacer que Follauby se interesase en el asunto, ¿verdad?
Lady Cherrell hizo una mueca.
– Ya lo sé – admitió el general -. Es una cosa antipática, pero la persona que nos haría falta es Saxenden. Lo único que no sé es cómo llegar hasta él.
– Dinny podría sugerimos algo.
¿Dinny? Sí, me figuro que es la que «tienes más cerebro de todos nosotros, excepto tú, querida.
– ¿Yo? – dijo lady Cherrell -. Yo no tengo cerebro.
– ¡Qué tontería! ¡Oh! Ahí viene.
Dinny se acercó con un vaso lleno de un líquido espumoso. Dinny, estaba diciéndole a tu madre que deberíamos ponemos en contacto con lord Saxenden para hablarle de la situación de Hubert. ¿Podrías sugerimos el modo de conocerle? – Quizá mediante algún vecino suyo en el campo. ¿Sabéis de alguno?
– Sus posesiones lindan con las de Wilfred Bentworth.
– Entonces, todo está arreglado. El tío Hilary se encargará de ello, o bien el tío Lawrence.
– ¿Cómo?
– Wilfred Bentworth es el presidente del comité de tío Hilary para la conversión de los pobres. Un poco de juicioso nepotismo, querido.
– ¡Hum! Hilary y Lawrence estaban en Porthminster… ¡Si lo hubiese sabido!
– ¿Quieres que les hable yo, papá?
– ¡Por San Jorge! Sí que me gustaría que lo hicieras, Dinny. Detesto tener que insistir sobre nuestros asuntos.
– Sí, querido. Es una tarea de mujeres, ¿verdad?
El general miró a su hija con expresión de duda. Jamás sabía con seguridad cuándo estaba hablando en serio.
– Aquí está Hubert – dijo Dinny rápidamente.
CAPITULO III
Hubert Cherrell, seguido de un perro spaniel y armado de una escopeta, cruzaba las viejas piedras grises de la terraza. Un poco más alto de lo corriente, delgado y erguido, de cabeza no muy grande y de rostro curtido y fatigado dada su juventud, llevaba un bigotito obscuro cortado sobre la línea de los labios, que eran finos y sensitivos, y tenía los cabellos ya un poco grises en las sienes. Las mejillas bronceadas eran también flacas, pero de pómulos salientes; los ojos color avellana, vivos y brillantes bajo las cejas espesas. En realidad, era una copia rejuvenecida de su padre.
Un hombre activo forzado a permanecer en una condición de constante preocupación se siente infeliz hasta que no sale de ella y, desde el día en que el jefe de la expedición lanzara aquel ataque contra su conducta, Hubert había caído en un estado de irritación, puesto que sabía haber actuado con justicia o, mejor dicho, según lo que la necesidad le imponía. Y se irritaba afín más porque tanto la disciplina militar como la educación recibida le impedían hablar. Siendo militar por elección, no por accidente, temía por su carrera y veía desacreditado su nombre de oficial y de caballero, sin tener la posibilidad de vengarse de aquellos que le habían perjudicado. Le Parecía que quienquiera que fuese podía mofarse de él y ésta es una de las experiencias más atormentadoras para un espíritu orgulloso.
Habiendo dejado afuera el perro y la escopeta, cruzó la puerta vidriera, consciente de ser el objeto de la conversación.
Dado que en aquella familia el dolor de uno era el dolor de todos, no hacía más que interrumpir constantemente discusiones sobre su situación. Cogió una taza de té que su madre le ofrecía y dijo que las aves se tomaban cada vez más selváticas porque los matorrales se estaban haciendo más espesos. Luego sobrevino un silencio.
– Bueno, voy a echar una mirada a mi correspondencia – dijo el general, saliendo de la habitación seguido por su mujer.
– Es menester hacer algo, Hubert -dijo Dinny, al encontrarse a solas con su hermano.
– No te preocupes, querida. Es una cosa muy molesta, pero no hay nada que hacer.
– . ¿Por qué no extraes de tu propio diario la relación de lo sucedido y la publicas? Yo podría copiártela a máquina y Michael te encontraría un editor; ya sabes que conoce a muchas de esas personas. No podemos aceptar con indiferencia lo que digan los demás.
– Detesto la idea de exponer al público mis más íntimos sentimientos y no habría más remedio que hacerlo.