– ¿Qué piensas que debería hacer yo?

– Desahogar tu instinto. No puedo imaginar nada que envejezca más que lo que tú estás haciendo. En cuanto a Diana, es del mismo género – los Montjoy tienen una especie de Condaford en el Dumfriesshire -. Yo la admiro porque le es fiel a Ferse, pero encuentro que, por su parte, es realmente una locura. Puede acabar de un solo modo, y este modo resultará tanto más desagradable cuanto más intenten mantenerlo alejado.

– Sí, comprendo que ella corre hacia el peligro, pero creo que, en sus condiciones, yo haría lo mismo.

– Yo sé que no lo haría – repuso Fleur, alegremente.

– No creo que uno sepa qué haría en determinadas circunstancias hasta que no se encuentra en ellas.

– Lo cierto es que no se debe dejar que las circunstancias se presenten.

Fleur hablaba con una nota de aspereza en la voz; Dinny vio que sus labios se contraían. Siempre la encontraba atractiva, porque le parecía misteriosa.

– Tú no has visto a Ferse -dijo-, y sin verle no puedes saber lo patético que resulta.

– Eso es un sentimiento, querida mía, y yo no soy sentimental.

– Estoy segura de que has tenido un pasado, Fleur, y no hubieras podido tenerlo sin ser sentimental.

Fleur le lanzó una rápida mirada y oprimió el acelerador. – Ya es hora de que encienda los faros – pronunció brevemente.

Durante el resto del viaje hablaron de arte, de literatura y de otras cosas sin importancia. Eran casi las ocho cuando Dinny se apeó en Oakley Street.

Diana estaba en casa, vestida para cenar. – ¡Ha salido, Dinny! – dijo.

CAPÍTULO XXV

¡Tres palabras sencillas y portentosas!

– Esta mañana, después de iros, estaba muy excitado parecía pensar que todos conspirábamos para ocultarle algo. -Tenía razón -murmuró Dinny.

– La partida de la institutriz ha vuelto a enfurecerle. Poco después he oído cerrarse con estrépito la puerta de entrada… y todavía no ha regresado. No te lo dije, pero la otra noche fue espantosa. ¿Y si no volviese más? ¡Oh, Dios mío, es terrible!

Dinny la miró con muda angustia.

– Perdóname, Dinny… Debes de estar cansada y hambrienta. Cenaremos en seguida.

Presas de gran ansiedad, cenaron en el comedor de la casa, una linda habitación tapizada de verde con jaspeados de oro. La luz amortiguada por las pantallas iluminaba graciosamente sus cuellos y sus brazos desnudos, las flores, las frutas y los cubiertos de plata. Mientras la doncella estuvo presente, hablaron de cosas indiferentes.

– ¿Tiene la llave? – preguntó Dinny, en cuanto aquella se hubo marchado.

– ¿He de telefonearle a tío Adrián?

– ¿Qué puede hacer? Si Ronald regresa, habrá más peligro si está presente.

– Alan Tasburgh me dijo que vendría en cualquier momento que necesitáramos de alguien.

– No; por esta noche quedémonos solas. Mañana ya veremos.

Dinny asintió. Estaba asustada, pero lo que más temía era demostrarlo, puesto que estaba allí para infundir valor con su presencia de ánimo y con su resolución.

– Vamos arriba. Me cantarás algo – dijo finalmente.

En la salita, Diana cantó The S¢rina of Thyme, Waley, Waley, the Bens of Jura, Mowing the Barley, the Castle of Dromore. La belleza de la habitación, de la cantante y de las canciones dieron a Dinny una sensación de irrealidad. Estaba sumida en una vaga atmósfera de ensueño, cuando Diana dejó repentinamente de cantar.

– He oído cerrarse la puerta de la casa. Dinny se puso en pie y se acercó al piano.

– Continúa y no digas nada. Haz como si tal cosa. Diana se puso a tocar de nuevo y cantó la canción irlandesa Must 1 go bound and you go free. Luego la puerta del cuarto se abrió y, por un espejo del fondo, Dinny vio a Ferse que entraba y se paraba a escuchar.

– Sigue cantando – cuchicheó Dinny. Must 1 go bound and you go freet Must I love a lass that could't love melt Oh! was I taught so Poor a wit As love a lass would break my heart."

Ferse permaneció inmóvil, escuchando. Presentaba el aspecto de un hombre extremadamente fatigado o dominado por los efectos de la bebida; sus cabellos estaban en desorden y sus labios tan estirados, que se le veían los dientes. Luego, se movió. Parecía procurar no hacer ruido. Pasó por detrás de un diván, al otro extremo de la habitación, y se desplomó sobre éste. Diana dejó de cantar. Dinny, que tenía una mano posada i. ¿Debo vivir yo ligado y tú libre?

¿Debo amar a una muchacha que no puede amarme? ¡Oh!, me fue dado un espíritu tan pobre que el amor de una mujer me destroza el corazón sobre su hombro, la sentía temblar con el esfuerzo de dominar su propia voz.

– ¿Has cenado, Ronald?

Verse no contestó. Estaba contemplando la habitación con una mueca extraña y espectral.

– Sigue tocando – murmuró Dinny.

Diana tocó el Red Sarafan. Tocó varias veces esa hermosa y sencilla tonada, como si estuviese dirigiendo unos pases hipnóticos hacia aquella muda figura. Cuando finalmente se paró, sobrevino el más extraño de los silencios. Entonces Dinny perdió la calma y casi bruscamente preguntó

– ¿Llueve, capitán Ferse?

Éste se pasó las manos por los pantalones y asintió con un movimiento de la cabeza.

– En tal caso, Ronald, ¿no sería mejor que subieras a cambiarte de traje?

É1 posó los codos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en las manos.

– Debes estar fatigado, querido. ¿No quieres acostarte? ¿He de.subirte algo?

Continuaba inmóvil. La mueca se desvaneció de sus labios, sus ojos estaban cerrados y tenía el aspecto de un hombre que se ha quedado dormido repentinamente, como podría amodorrarse entre las varas una bestia de carga rendida por haber corrido demasiado.

– Cierra el piano y subamos – dijo Dinny.

Diana cerró el piano sin hacer ruido y acto seguido se levantó.

Aguardaron, cogidas del brazo, pero él no se movió. – ¿Está realmente dormido? – murmuró Dinny. Verse se enderezó de golpe.

– ¡Dormir! ¡Ya vuelve! ¡Ya vuelve otra vez! ¡Y no quiero soportarlo! ¡Por Dios! ¡No quiero soportarlo! Permaneció un momento transformado como por una especie de furor; luego, viendo retroceder a Diana, se dejó caer sobre el diván y se ocultó el rostro entre las manos. Con un movimiento impulsivo, Diana se acercó a él.

Ferse levantó la vista. Sus ojos tenia» una expresión salvaje.

– ¡No!_ -dijo roncamente-. ¡Dejadme!… ¡Marchaos!

Desde el umbral, Diana le preguntó

– Ronald, ¿quieres ver a alguien? Sólo para hacerte dormir… sólo para eso.

Verse saltó en pie de nuevo.

– ¡No quiero ver a nadie! ¡Marchaos!

Salieron del cuarto atemorizadas. Una vez en la habitación de Dinny, se abrazaron temblando.

– ¿Se han acostado las doncellas?

– Siempre se acuestan temprano, a menos que salga una de ellas.

– Creo que debería bajar a telefonear.

– No, Dinny. Lo haré yo. Pero, ¿a quién?

Éste, efectivamente, era el problema. Lo discutieron en voz baja. Diana pensó en su médico y Dinny fue del parecer que debían enviar a Adrián a casa de Michael para llamar al médico y traerlo.

– ¿Estaba así antes del último ataque?

– No. Entonces no sabía lo que le esperaba. Temo que pueda matarse, Dinny.

– ¿Tiene armas?

– Le dí a Adrián su revólver militar para que lo guardase. – ¿Navajas?

– Sólo cortaplumas; en casa no hay veneno. Dinny se encaminó hacia la puerta.

– Debo ir a telefonear.

– Dinny, no puedo tolerar que tú…

– A mí no me tocará. Tú eres la que está en peligro. En cuanto yo salga, cierra la puerta con llave.

Antes de que Diana pudiese detenerla, se deslizó afuera. Las luces todavía brillaban; se detuvo unos segundos. Su habitación estaba en el segundo piso y daba a la calle. La de Diana y Verse se hallaba en el primer piso, al lado de la salita. Tenía que pasar delante de ella para llegar hasta el vestíbulo y al pequeño estudio donde se encontraba el teléfono. Desde abajo no llegaba ruido alguno. Diana había abierto de nuevo la puerta y estaba en el umbral. Comprendiendo que de un momento a otro podría tomarle la delantera, Dinny comenzó a bajar las escaleras. Crujían y se paró para quitarse los zapatos. Llevándolos en uña mano avanzó lentamente, pasó la puerta de la salita de donde no salía ningún rumor, y se apresuró hacia el vestíbulo. Vio el sombrero y el abrigo de Ferse echados sobre una silla y, entrando en el pequeño estudio, cerró la puerta tras de sí. Se detuvo un momento para recobrar aliento, dio vuelta al interruptor de la luz y cogió el listín de teléfonos. Encontró el número de Adrián y estaba alargando la mano hacia el auricular cuando sintió que le agarraban la muñeca. Se volvió sobresaltada y vio a Ferse delante suyo. La hizo dar media vuelta sobre sí misma y, con un dedo, indicó los zapatos que aún tenía en la mano.


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