Al rato, Maidana contestó, como despertando:
– Es la criada del doctor.
Trajo éste en una bandejita tres botellas de cerveza y algunas copas. Puso la bandejita sobre el escritorio y sirvió. Alguien quiso hablar, pero el doctor lo obligó a callarse. Los mortificó un rato con protestas de que era una reunión importante y que debía hablar la persona debidamente comisionada.
Todos miraron a Gauna.
Por fin, éste se atrevió a decir:
– Gané mil pesos en las carreras y creo que lo mejor es gastarlos en estas fiestas, divirtiéndonos juntos.
El doctor lo miró inexpresivamente. Gauna pensó: «Lo ofendí, con mi precipitación».
Agregó, sin embargo:
– Espero que quiera honrarnos con su compañía.
– No trabajo en un circo, para tener compañía -respondió el doctor, sonriendo; después agregó con seriedad-: Me parece muy bien, mi amigo. Con la plata del juego hay que ser generoso.
La reunión perdió la tirantez. Todos fueron a la cocina y volvieron con una fuente de carne fría y con nuevas botellas de cerveza. Después de comer y beber consiguieron que el doctor contara anécdotas. El doctor sacó del bolsillo un pequeño cortaplumas de nácar y empezó a limpiarse las uñas.
– Hablando de juego -dijo-, ahora me acuerdo de una noche, allá por el veintiuno, que me invitó a su escritorio el gordo Maneglia. Ustedes lo veían, tan gordo y tan tembloroso, y ¿quién iba decirles que ese hombre fuera delicado, una dama, con los naipes? De ser envidioso no me reputo -declaró mirando agresivamente a cada uno de los circunstantes- pero siempre lo envidié a Maneglia. Todavía hoy me pasmo si pienso en las cosas que ese finado hacía con las manos, mientras ustedes abrían la boca. Pero es inútil, una mañanita se le asentó el rocío y antes de veinticuatro horas se lo llevaba la pulmonía doble.
»Aquella noche habíamos cenado juntos y el gordo me pidió que lo acompañara hasta su escritorio, donde unos amigos lo esperaban para jugar al truco. Yo no sabía que el gordo tuviera escritorio, ni ocupación conocida, pero como los calores apretaban y habíamos comido bastante, me pareció conveniente ventilarme un poco antes de tirarme en el catre. Me asombró que se aviniera a caminar, sobre todo cuando vi cómo se le atajaba el resuello, pero todavía no me había dado pruebas de ser tacaño y aficionado al dinero. Pero más me asombré cuando lo vi meterse por el portón de una cochería. Se detuvo y, sin mirarme, dijo: “Aquí estamos ¿no entra?”. Yo siempre he sentido asco por las cosas de la muerte, así que entré achicado, a disgusto, entre esa doble fila de carrozas fúnebres. Subimos por una escalera de caracol y nos encontramos en el escritorio del gordo. Allí lo esperaban, entre humo de cigarrillos, los amigos. Les mentiría si les dijera qué cara tenían. O mejor dicho: me acuerdo que eran dos y que uno tenía la cara quemada, como una sola cicatriz, si ustedes me entienden. Le dijeron a Maneglia que un tercero -lo nombraron, pero no puse atención- no podía venir. Maneglia no pareció asombrarse y me pidió que reemplazara al ausente. Sin esperar mi respuesta, el gordo abrió un roperito de pinotea, trajo los naipes y los dejó sobre la mesa; después buscó un pan y dos tarros amarillos de dulce de leche; en uno había garbanzos para tantear y en el otro dulce de leche. Tiramos a reyes, pero comprendí que eso no tenía importancia; cualquiera que fuera mi compañero iba a ser compañero del gordo.
»La suerte, al principio, estaba indecisa. Cuando llamaba el teléfono, el gordo tardaba en atenderlo. Explicaba: “Para no hablar con la boca llena”. Era una cosa notoria lo que ese hombre comía de pan y dulce. Cuando colgaba el tubo, se levantaba pesadamente y abría una ventanita endeble que daba sobre las caballerizas y por lo común gritaba:
»”Altar completo. Ataúd de cuarenta pesos”. Daba las medidas y el nombre de la calle y el número. La gran mayoría de los ataúdes era de cuarenta pesos. Recuerdo que por la ventanita entraban emanaciones verdaderamente fuertes de olor a pasto y de olor a amoniaco.
»Puedo asegurarles que el gordo me dio una interesante lección de ligereza de manos. Hacia la medianoche empecé a perder de veras. Comprendí que las perspectivas no eran favorables, como dicen los chacareros, y que tenía que sobreponerme. Ese lugar tan fúnebre medio me desanimaba. Pero el gordo había cantado tantas flores sin que yo encontrara calce para la menor protesta, que me disgusté. Ya estaban ganándome otro chico esos tramposos, cuando el gordo dio vuelta sus cartas -un as, un cuatro y un cinco- y gritó: “Flor de espadas”. “Flor de tajo”, le contesté, y tomando el as se lo pasé de filo por la cara. El gordo sangró a borbotones y salpicó todo. Hasta el pan y el dulce de leche quedaron colorados. Yo junté despacio el dinero que había sobre la mesa y me lo guardé en el bolsillo. Después agarré un manotón de naipes y le enjugué la sangre al gordo, refregándoselos por la trompa. Salí tranquilamente y nadie me cerró el paso. El finado me calumnió una vez ante conocidos, diciendo que abajo del naipe yo tenía el cortaplumas. El pobre Maneglia creía que todos eran tan ligeros de manos como él.»
II
No es verdad que los muchachos dudaran, siquiera alguna vez, del doctor Valerga. Comprendían que los tiempos habían cambiado. Si llegaba a presentarse la ocasión, el doctor no los defraudaría; sarcásticamente podría insinuarse que ellos, temerosos de que el inesperado azar de la violencia los convirtiera en víctimas, diferían y evitaban esa ocasión anhelada. Quizá Larsen y Gauna, en alguna confidencia a la que después no aludirían, habían sugerido que la facilidad del doctor para contar anécdotas no debía interpretarse en detrimento de su carácter; en los tiempos actuales, el inevitable destino de los valientes era rememorar hazañas pretéritas. Si alguien pregunta por qué este fácil narrador de su vida tenía fama de taciturno y de callado, le contestaremos que tal vez fuera una cuestión de voz o de tono y le pediremos que recuerde los hombres irónicos que ha conocido; convendrá con nosotros que en muchos casos la ironía en la boca, en los ojos y en la voz era más fina que en las mismas palabras.
Para Gauna la discusión del coraje del doctor tenía alusiones y ecos secretos. Gauna pensaba: «Larsen recuerda la vez que crucé la calle para no pelear con el chico de la planchadora. O la vez que vino a casa el ranita Vaisman -realmente parecía una rana- acompañado de Fernando Fonseca. Yo tendría seis o siete años; hacía poco que había llegado a Villa Urquiza. A Fernandito casi lo admiraba; por Vaisman sentía algún afecto. Vaisman entró solo en la casa. Me dijo que Fernandito le había contado que yo hablaba mal de él, y venía a pelearme. Yo me dejé impresionar mucho por la traición y por las mentiras de Fernandito y no quise pelear. Cuando lo acompañé a Vaisman hasta la puerta, Fernandito me hacía morisquetas desde atrás de los árboles. A los pocos días Larsen lo encontró en un baldío; hablaron de mí, y al rato los muchachos lo vieron a Fernandito colgado de la mano de una vecina, sangrando por la nariz, llorando y rengueando. Tal vez Larsen recuerde mi séptimo cumpleaños. Yo estaba muy convencido de la importancia de cumplir siete años y acepté boxear con un muchacho más grande. El otro no quería lastimarme y la pelea duró mucho; todo iba muy bien hasta que sentí impaciencia; tal vez me pregunté cómo acabaría eso; lo cierto es que me tiré al suelo y empecé a llorar. Tal vez Larsen recuerde aquel domingo que peleé con el negro Martelli. Era mulato, pecoso y entre las rodillas y la cintura se ensanchaba apreciablemente. Mientras yo le daba muchos golpes cortos en la cintura me preguntó cómo hacía para golpear tan fuerte. Durante unos segundos creí que hablaba en serio, pero después vi que en esos labios, por fuera celestes y por dentro rosados como carne cruda, había una sonrisa repugnante».