Le indicó que se sentara por segunda vez.

La joven recorrió de nuevo la habitación con sus vibrantes ojos verdes como si procurara memorizar todo lo que contenía y, finalmente, se dejó caer en la silla. Lo hizo con languidez, a la vez que metía la mano en un bolsillo de la gabardina negra y sacaba un paquete de cigarrillos. Se colocó uno entre los labios y encendió un mechero transparente de gas, pero detuvo la llama a unos centímetros del pitillo.

– Oh -dijo la joven con expresión sonriente-. Qué maleducada soy. ¿Te apetece fumar, Ricky?

El psicoanalista negó con la cabeza.

– Claro que no -prosiguió ella sin dejar de sonreír-. ¿Cuándo fue que lo dejaste? ¿Hace quince años? ¿Veinte? De hecho, Ricky, creo que fue en 1977, si el señor R no me ha informado mal. Había que ser valiente para dejar de fumar, Ricky. En esa época mucha gente encendía el cigarrillo sin pensar en lo que hacia, porque, aunque las tabacaleras lo negaban, la gente sabía que era malo para la salud. Te mataba, era cierto. Así que la gente prefería no pensar en ello. La táctica del avestruz aplicada a la salud: mete la cabeza en un agujero e ignora lo evidente. Además, pasaban tantas otras cosas por aquel entonces. Guerras, disturbios, escándalos. Según me dicen, fueron unos años maravillosos de vivir. Pero Ricky, el joven doctor en ciernes, logró dejar de fumar cuando era un hábito popularísimo y estaba lejos de ser considerado socialmente inaceptable como ahora. Eso me dice algo.

La joven encendió el cigarrillo, dio una larga calada y dejó escapar parsimoniosamente el humo.

– ¿Un cenicero? -pidió.

Ricky abrió un cajón del escritorio y sacó el que guardaba allí.

Lo puso en el borde del escritorio. La joven apagó el cigarrillo de inmediato.

– Listos -dijo-. Sólo un ligero olor acre a humo para recordarnos esa época.

– ¿Por qué es importante recordar esa época? -preguntó Ricky tras un momento.

La joven entornó los ojos, echó la cabeza atrás y soltó una larga carcajada. Fue un sonido discordante, fuera de lugar, como una risotada en una iglesia o un clavicémbalo en un aeropuerto. Cuando su risa se desvaneció, dirigió una mirada penetrante a Ricky.

– Es importante recordarlo todo. Todo lo de esta visita, Ricky.

¿No es eso cierto para todos los pacientes? No sabes qué dirán o cuándo dirán lo que te abrirá su mundo, ¿verdad? De modo que tienes que estar alerta todo el rato. Porque nunca sabes con exactitud cuándo podría abrirse la puerta que te revele los secretos ocultos. Así que debes estar siempre preparado y receptivo. Atento. Siempre pendiente de la palabra o la historia que se escapa y te descubre muchas cosas, ¿no? ¿No es ésta una buena evaluación del proceso?

Ricky asintió.

– Muy bien -soltó la joven con brusquedad-. ¿Por qué deberías pensar que esta visita es distinta de las demás? Aunque resulta evidente que lo es.

De nuevo él permaneció callado unos segundos, contemplando a la joven con la intención de desconcertaría. Pero parecía extrañamente fría y serena, y el silencio, que sabía que a menudo es el sonido más inquietante de todos, no parecía afectaría. Por fin, habló en voz baja.

– Estoy en desventaja. Parece saber mucho sobre mi y, como mínimo, un poco de lo que pasa aquí, en esta consulta, y yo ni siquiera conozco su nombre. Me gustaría saber a qué se refiere cuando dice que el señor Zimmerman ha terminado su tratamiento, porque el señor Zimmerman no me ha dicho nada. Y me gustaría saber cuál es su conexión con el individuo al que usted llama señor R y que supongo es la misma persona que me mandó la carta amenazadora firmada a nombre de Rumplestiltskin. Quiero que conteste a estas preguntas de inmediato. Si no, llamaré a la policía.

La joven volvió a sonreír. Nada nerviosa.

– ¿Vamos a lo práctico?

– Respuestas -la urgió él.

– ¿No es eso lo que buscamos todos, Ricky? ¿Todos los que cruzan la puerta de esta consulta? ¿Respuestas?

Él alargó la mano hacia el teléfono.

– ¿No imaginas que, a su manera, e so es también lo que quiere el señor R? Respuestas a preguntas que lo han atormentado durante años. Vamos, Ricky. ¿No estás de acuerdo en que hasta la venganza más terrible empieza con una simple pregunta?

Ricky pensó que ésa era una idea fascinante. Pero el interés de la observación se vio superado por la creciente irritación que le despertaba la actitud de la joven. Sólo mostraba arrogancia y seguridad. Puso la mano en el auricular. No sabía qué otra cosa hacer.

– Conteste mis preguntas enseguida, por favor -dijo-. De lo contrario llamaré a la policía y dejaré que ella se encargue de todo.

– ¿No tienes espíritu deportivo, Ricky? ¿No te interesa participar en el juego?

– No veo qué clase de juego implica enviar pornografía asquerosa y amenazadora a una chica impresionable. Ni tampoco qué tiene de juego pedirme que me suicide.

– Pero Ricky -sonrió la mujer-, ¿no seria ese el mayor juego de todos? ¿Superar a la muerte?

Eso detuvo la mano de Ricky, aún sobre el teléfono. La joven le señaló la mano.

– Puedes ganar, Ricky. Pero no si descuelgas ese teléfono y llamas a la policía. Entonces alguien, en algún sitio, perderá. La promesa está hecha y te aseguro que se cumplirá. El señor R es un hombre de palabra. Y cuando ese alguien pierda, tú también perderás. Estamos sólo en el primer día, Ricky. Rendirte ahora sería como aceptar la derrota antes del saque inicial. Antes de haber tenido tiempo de pasar siquiera del medio campo.

Ricky apartó la mano.

– ¿Su nombre? -preguntó.

– Por hoy y con objeto del juego, llámame Virgil. Todo poeta necesita un guía.

– Virgil es nombre de hombre.

La mujer se encogió de hombros.

– Tengo una amiga que responde al nombre de Rikki. ¿Tiene eso alguna importancia?

– No. ¿Y su relación con Rumplestiltskin?

– Es mi jefe. Es muy rico y puede contratar todo tipo de ayuda. Cualquier clase de ayuda que quiera. Para lograr cualquier medio y fin que prevea para cualquier plan que tenga en mente.

Ahora está concentrado en ti.

– Así pues, imagino que si es su jefe, usted tiene su nombre, una dirección, una identidad que podría darme y terminar con esta locura de una vez por todas.

– Lo siento pero no, Ricky -dijo Virgil sacudiendo la cabeza-.

El señor R no es tan ingenuo como para revelar su identidad a meros factótums como yo. Y aunque pudiera ayudarte, no lo haría.

No sería deportivo. Imagina que cuando el poeta y su guía vieron el cartel que ponía «Abandonad, los que aquí entráis, toda esperanza», Virgil se hubiera encogido de hombros y contestado: «¡Joder! Nadie querría entrar ahí…». Eso habría arruinado el libro.

No puedes escribir una epopeya cuyo héroe se dé la vuelta ante las puertas del infierno, ¿no crees, Ricky? No. Tienes que cruzar esa entrada.

– Entonces ¿por qué ha venido?

– Ya te lo dije. Creyó que podías dudar sobre su sinceridad, aunque esa jovencita con el papá aburrido y previsible de Deerfield cuyas emociones adolescentes se alteraron con tanta facilidad debería haberte bastado como mensaje. Pero las dudas siembran vacilación y sólo te quedan dos semanas para jugar, lo que es poco tiempo. De ahí que te haya enviado un guía de fiar para que arranques. Yo.

– Muy bien -dijo Ricky-. Usted insiste con lo de un juego. Pero no es ningún juego para el señor Zimmerman. Lleva poco menos de un año de psicoanálisis, y su tratamiento está en una fase importante. Usted y su jefe, el misterioso señor R, pueden joderme la vida si quieren. Eso es una cosa. Pero otra muy distinta es que involucren a mis pacientes. Eso supone cruzar un limite.

Virgil levantó una mano.

– Procura no sonar tan pomposo, Ricky -ronroneo.

Él la miró con dureza. Pero ella hizo caso omiso y, con un ligero gesto de la mano, añadió:

– Zimmerman fue elegido para formar parte del juego.


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