– Sonríe. Sencillamente está loco, ¿saben? -declaró Dave.

Cuando Jimmy llegó al primer escalón de las escaleras de cemento, varias personas tendieron las manos y tiraron de él hacia arriba. Sean observó cómo sus pies se balanceaban hacia fuera y hacia la izquierda, cómo retorcía la cabeza y la inclinaba hacia la derecha; a pesar de tener una apariencia diminuta y ligera entre los brazos de aquel hombre, corpulento como si estuviera relleno de paja, Jimmy no dejaba de apretar con fuerza la pelota contra su pecho, incluso cuando la gente lo asió de los codos y se golpeó la espinilla contra el borde del andén. Sean sentía el nerviosismo de Dave junto a él, una sensación de desconcierto. Sean contempló las caras de la gente que tiraban de Jimmy y ya no vio ni miedo ni preocupación, ni ningún rastro de desesperanza como había visto hacía tan sólo un minuto. Avistó rabia, caras de monstruos con facciones tensas y feroces, como si estuvieran a punto de inclinarse hacia delante, arrancar un trozo de Jimmy a mordiscos y matarle a palos.

Subieron a Jimmy al andén y sin soltarlo, apretándole los hombros con los dedos, miraban a su alrededor en busca de alguien que les dijera qué tenían que hacer. El tren atravesó el túnel y alguien gritó, aunque luego otra persona empezó a reír (una risotada ensordecedora que le hizo pensar a Sean en las brujas alrededor de un caldero), pues el tren apareció de repente al otro lado de la estación, en dirección norte; Jimmy miró los rostros de toda aquella gente que lo sujetaba, como diciéndoles: «¿Lo ven?».

Dave, que estaba junto a Sean, soltó su risilla aguda y vomitó en las manos.

Sean apartó la mirada, preguntándose qué pintaba él en todo aquello.

Esa noche el padre de Sean le obligó a sentarse en el cuarto de herramientas del sótano. Era un lugar repleto de tornos de banco negros y de Iatas de café llenas de clavos y tuercas; había montones de madera perfectamente apilados debajo del deteriorado tablero que dividía la habitación en dos; los martillos colgaban de los cinturones de carpintero, cual pistolas en sus fundas, y la correa de una sierra colgaba de un gancho y se bamboleaba. El padre de Sean, que a menudo hacía trabajos de carpintería para los del barrio, bajaba allí a construir sus jaulas de pájaros y las repisas que colocaba en las ventanas para las flores de su mujer. Allí había ideado el porche trasero, que él y sus amigos construyeron a toda prisa un verano abrasador, cuando Sean tenía cinco años; también iba allí si buscaba paz y tranquilidad o cuando estaba enfadado con Sean, como bien sabía éste, o enfadado con la madre de Sean, o si tenía problemas de trabajo. Las jaulas de pájaros (maquetas de casas estilo Tudor, coloniales, victorianas y chalets suizos) acababan amontonadas en una esquina del sótano, y había tantas que habrían tenido que vivir en el Amazonas para encontrar suficiente cantidad de pájaros que las pudieran usar.

Sean se sentó en el viejo taburete rojo y se dedicó a manosear el torno negruzco, sintiendo la mezcla de aceite y de serrín, hasta que su padre le preguntó:

– Sean, ¿cuántas veces te lo tendré que repetir?

Sean sacó el dedo y se limpió la grasa con la palma de la mano.

Su padre cogió unos cuantos clavos sueltos que había encima del tablero y los colocó en una lata de café de color amarillo.

– Ya sé que Jimmy Marcus te cae bien, pero si queréis jugar juntos, a partir de ahora tendréis que hacerlo cerca de casa; de la tuya, no de la suya.

Sean asintió con la cabeza. Era inútil discutir con su padre cuando hablaba de forma tan lenta y pausada como lo estaba haciendo en aquel momento; cada una de sus palabras le salía de la boca como si tuviera una piedrecita enganchada.

– ¿Ha quedado claro?

Su padre empujó la lata de café a su derecha y bajó los ojos hacia Sean.

Sean volvió a asentir. Observó cómo su padre se frotaba los gruesos dedos para quitarse el serrín.

¿Hasta cuándo?

Su padre levantó las manos y quitó una brizna de polvo de un gancho clavado en el techo. La amasó entre los dedos y luego la tiró a la papelera que había colocado debajo del tablero.

– Yo diría que durante mucho tiempo. Además, Sean…

– ¿Sí, señor?

– No creas que esta vez puedes ir a pedírselo a tu madre; después del circo que habéis montado hoy, no quiere que vuelvas a ver a Jimmy nunca más.

– No es tan malo. Sólo…

– No he dicho que lo sea. Sólo es un insensato, y tu madre ya ha tenido que aguantar bastantes locuras en su vida.

Sean divisó cierto destello en el rostro de su padre al pronunciar «insensato», y supo que era al otro Billy Devine al que vio por un instante, ese que había tenido que reconstruir por medio de algunos fragmentos de conversaciones que había acertado a oír de sus tíos y de sus tías. Le llamaban el viejo Billy; El peleón le llamó una vez su tío Colm con una sonrisa. Era el Billy Devine que había desaparecido antes de que Sean naciera y que había sido reemplazado por aquel hombre tranquilo y cuidadoso, de gruesos y diestros dedos, que construía demasiadas jaulas.

– ¿Te acordarás de lo que hemos estado hablando? -le preguntó su padre; después le dio una palmadita en el hombro para indicarle que ya se podía ir.

Sean salió del cuarto de las herramientas y atravesó el frío sótano mientras se preguntaba si lo que hacía que disfrutara de la compañía de Jimmy era lo mismo que hacía que a su padre le gustara pasar el rato con el señor Marcus, beber juntos los sábados por la noche hasta altas horas de la madrugada, reírse demasiado fuerte y bruscamente, y si era aquello lo que su madre temía.

Unos cuantos sábados más tarde, Jimmy y Dave Boyle fueron a casa de los Devine un día en que el padre estaba fuera. Llamaron a la puerta trasera cuando Sean estaba acabando de almorzar. Sean oyó a su madre abrir la puerta y decir: «Buenos días, Jimmy. Buenos días, Dave», con el tono de voz muy educado que usaba con la gente a la que no tenía muy claro que deseara ver.

Ese día Jimmy estaba muy tranquilo. Toda aquella energía tan desmesurada parecía estar enroscada en su interior. Sean casi notaba la fuerza con la que golpeaba las paredes del pecho de su amigo y cómo éste se esforzaba por contenerla. Parecía más pequeño, más oscuro, como si uno pudiera reventarlo con un alfiler. Sean ya lo había visto así antes. Jimmy siempre había tenido cambios de humor repentinos. Aun así, éstos no dejaban de sorprender a Sean y se preguntaba si Jimmy temía algún control sobre ellos, o si aparecían como el dolor de garganta o las primas de su madre, irrumpiendo inesperadamente tanto si a uno le apetecía como si no.

Dave Boyle se ponía muy pesado cuando Jimmy estaba así. Creía que era su deber asegurarse de que todo el mundo se sintiera feliz, lo cual hacía que todos se cabrearan al cabo de un rato.

Mientras permanecían de pie en la acera, intentando decidir qué hacer, Jimmy encerrado en sí mismo y Sean aún medio adormilado, nerviosos los tres por el día que les esperaba, aunque fuera dentro de los límites de la calle de Sean, Dave preguntó:

– ¿Por qué los perros se lamen las pelotas?

Ni Sean ni Jimmy respondieron. Lo debían de haber oído unas mil veces.

– ¡Porque pueden! -gritó Dave Boyle mientras se cogía el estómago como si le doliera por gracioso.

Jimmy se encaminó hacia los caballetes, allí donde el personal del ayuntamiento se encargaba de sustituir algunos adoquines de la acera. Los trabajadores habían atado cintas amarillas con la palabra PRECAUCIÓN a los cuatro caballetes dispuestos en rectángulo que formaban una barricada alrededor de los adoquines nuevos; sin embargo, Jimmy rompió la cinta al pasar. Se sentó en cuclillas junto al borde, con los pies en la acera antigua, y usó una ramita sobre el cemento húmedo para grabar finas líneas que a Sean le recordaron los dedos de un hombre viejo.


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