Corte a Susana con gabardina clara ceñido cinturón y boina gris saliendo de la papelería con un capacho de palma va a la compra dejando el negocio y la niña al cuidado de los chicos. En el centro de la papelería hay una mesa abarrotada de sobadas novelas baratas y maltrechos tebeos y encima un letrero escrito a mano que ofrece 8 novelas por 5 Cts.
Los niños-guardianes se pasan el día leyendo sentados en el suelo y vigilando a la pequeña Neus, o en la escalera del altillo, o en el portal de la calle si hace sol.
Tres de estos chavales, ahora sentados en el portal, son los que ven venir al vagabundo cojeando levemente.
– Oye, ¿Neus no es Nieves en catalán?
– Me lo temía.
El director alzó los ojos del papel que estaba leyendo y añadió con ensalivada parsimonia:
– Bien. Antes de que él entre en esa papelería, y si no hay inconveniente, los sufridos espectadores de la película y un servidor quisiéramos saber algo más sobre el difunto marido de Susana. Si no hay inconveniente.
El guionista le contó lo que sabía: Jan Estevet había sido un hombre justo, amante de la libertad, luchador catalán cabal y formal, bastante mayor que Susana y muy atractivo, como hemos tenido ocasión de ver en la foto del matrimonio con la niña. A mediados de 1939, hace dos años, una noche lluviosa la policía lo fue a buscar a la papelería-librería y se lo llevó en un coche. Lo acusaron de falsificar salvoconductos y pasaportes y de imprimir octavillas clandestinas en catalán. Pasó un año en la Modelo, después fue trasladado al penal de Burgos y Susana no volvió a saber de él hasta que alguien que lo trató durante su cautiverio, y por mediación de un compañero de lucha clandestina que volvía de Francia -una historia confusa- le hizo saber que Jan había muerto en Toulouse a finales de 1940 a causa de una pulmonía.
– La noche que van a buscarle a su casa, llueve -insiste el escritor-. Se lo llevan preso en un Balilla marrón con cortinitas negras en las ventanillas. El coche se lanza cuesta abajo desde lo alto de la calle Verdi, estrecha y vertiginosa en su parte alta, como un tobogán colgado sobre la ciudad…
– Para, para. ¿Es que vamos a rodar eso? ¿La escena está en el guión?
– No.
– Entonces, ¿para qué quieres cortinitas en el coche? ¿Por qué pierdes el tiempo describiendo lo que no veremos?
– Bueno, tú querías saber qué le pasaba a este hombre. Y te conviene saberlo, aunque no lo ruedes.
– Si no ha de verse, no existe -gruñó el realizador-. En cine, yo sólo creo en lo que veo, como santo Tomás.
– Y así te luce el pelo, directed by.
– Pásame la secuencia 17, esa diarrea felliniana.
SECUENCIA 17-B. TÚNEL NEGRO.
Interior/Exterior Noche.
Sigue nevando en las entrañas subterráneas de la ciudad (en blanco y negro otra vez, si no le molesta, signore regista) cuando, apoyado por la música, inicia un lento travelling en retroceso desde la boca del túnel hasta descubrir que estamos en:
Un apeadero del metro de Barcelona. Estación Fontana. Noche de bombardeos, febrero de 1938. En el muro de losetas blancas, a lo largo del andén, el rótulo-rombo repetido de la estación Fontana y en el suelo la gente, familias enteras que han huido de sus casas y duermen envueltas en frazadas y abrigos.
Los ojos dorados asustados de Susana se asoman al borde de la frazada, su corta melena rizada y rubia, su niña muy pequeña dormida en brazos, en su hombro una mano masculina robusta manchada de tinta de impresor, la sombra protectora de su marido. Susana durmiéndose mira caer la nieve silenciosa en la boca del túnel. Rumor lejano del bombardeo, un eco siniestro que regurgita la boca del subterráneo, un eructo interminable repetido en las profundas encrucijadas de túneles, muy en lo hondo, donde misteriosamente sigue nevando -aunque nadie pueda verlo, señor director, aunque su cámara no la filme, debajo de la ciudad bombardeada sigue nevando en toda la red de túneles del Metro. Que sí.
Encadena nieve del túnel con platea nevada del Roxy en las últimas filas jadeantes pajilleras con las faldas arremangadas y ligas calientes pringadas de regaliz y caramelo por ansiosos dedos infantiles en medio de un tufo a coliflor y a miseria de ropas agrias y siempre el alegre tintineo de pulseritas baratas y los copos blancos de otra vida otro país otros amores y aventuras arremolinándose al pie de la pantalla donde Charles Boyer elegante gabán solapas de terciopelo se quita el sombrero Stetson en la esquina nevada de la Quinta Avenida neoyorquina y se inclina besando gentil mundano seductor de ojos negros y pestañas apasionadas la mano de ¿Irene Dunne? ¿Margaret Sullivan? ¿Olivia de Havilland? ¿Bette Davis?
– Y bien, intertextual guionista -dijo el director-. Eso del túnel nevado no se lo va a creer nadie.
– ¿Por qué no, Cecil B. De Cent?
– ¡Porque en febrero del treinta y ocho en Barcelona no nevó! ¡Todo el mundo lo sabe!
La acción del film transcurre en aquella época en que hacía mucho viento o la gente caminaba como si hiciera mucho viento y a veces se caía por las calles. Las trenzas de las niñas olían a castañas asadas, las manos de la taquillera del cine tenían rojos sabañones, a Toni/Annabella se la lleva un huracán de arena en el desierto de Suez después de salvar a Ty Power/Fernando de Lesseps (¡el tipo cuyo nombre lleva la plaza donde precisamente estaba el Roxy!) atándolo a un poste. En las aceras, en las escaleras del Metro, en las puertas de los cafés y de las iglesias, la gente se desplomaba de debilidad, de miedo, de tristeza. Al caído lo rodeaba en seguida un corro de mirones ociosos que indagaban indiferentes, con las manos en los bolsillos, la palidez de su rostro, la espuma verde que florecía en sus labios, las gastadas suelas de sus zapatos y el estado de su ropa interior.
– ¿Te refieres a si llevaba la camiseta limpia o sucia?
– Exactamente, director.
– ¿Y por qué tenía la gente esa curiosidad?
– Lo ignoro.
– ¿Y qué piensas hacer con semejante y portentosa imagen cinematográfica, literato?
– No lo sé. Todavía no lo sé.
– Vaya, vaya.
El realizador sonrió con expresión de perdonavidas. En tomo a su cabeza enhiesta y sensible como un cactus, en los desérticos alrededores de su persona, la chispa del ingenio podía producir catástrofes. El escritor intuyó esa atroz posibilidad al verle raspar una cerilla para encender el cigarrillo: algo se inflamó fugazmente en la terraza, con una crepitación siniestra, como si el aire de la tarde fuese de celuloide y hubiese empezado a arder.
SECUENCIA 23. PAPELERÍA-LIBRERÍA.
Interior Día.
Vargas empuja la puerta y entra, se quita el sombrero y cojeando levemente se dirige hacia la mesa del centro llena de libros de saldo. Sin mirar a nadie, coge un libro y empieza a hojearlo con aire distraído.
Susana subida al taburete, ordenando carpetas en el estante, se vuelve y lo mira con recelo.
Susana: «Ya iba a cerrar, es muy tarde…»
En el suelo, su hija Neus juega con una muñeca y un tranvía amarillo de hojalata.
Los chavales, que han entrado detrás del vagabundo, permanecen junto a la puerta y no le quitan ojo. ¿Qué va a hacer?, se preguntan. ¿Sacará la navaja y le quitará a Susana el poco dinero que tiene? ¿Robará comida, ropa de abrigo, los trajes del difunto señor Estevet…?
Vargas se tambalea imperceptiblemente, la novela resbala de sus manos, sus párpados parecen de plomo, se agacha para frotarse la rodilla dolorida, recoge la novela del suelo y la devuelve a la mesa. Entonces mira a Susana, duda, parpadea y le pregunta si tiene lápices de colores.